Paul Robeson: negro, comunista, activista de los derechos civiles… Demasiado para el stablishment estadounidense

Muy caro pagó Paul Robeson su coherencia y su compromiso. Robeson sabía muy bien que la última causa del racismo –como de todas las demás discriminaciones– no es otra que la desigualdad, y este fue el principio por el qué se guió toda su vida. Fiel siempre a su forma de ser, a pesar de la persecución política a que se vio sometido obró siempre de acuerdo con su conciencia. Esta actitud le condenó al ostracismo y le condujo finalmente a la muerte. Ejemplo de integridad –algo que cada día se nota más en falta–, bien está que lo recordemos hoy, día en que se cumplen 122 años de su nacimiento.

El 9 de abril de 1898 venía al mundo en Princeton (Nueva Jersey, Estados Unidos). Su padre, William Drew Robeson, había sido un esclavo que logró fugarse de su amo en Carolina del Norte a los 15 años. Consiguió estudiar en la Universidad Lincoln de Filadelfia y se convirtió en pastor metodista de una pequeña congregación. Su esposa, Maria Louisa Bustill, maestra, falleció en 1904 dejándolo viudo con cuatro hijos, de los que Paul era el más pequeño.

En 1910, el padre y los cuatro hijos se trasladaron a vivir a Somerville (Nueva Jersey). Allí, Paul consiguió una beca de cuatro años que le permitió ser el tercer estudiante negro que ingresó en Rutgers, la Universidad Estatal de Nueva Jersey (una de las pocas que admitía afroamericanos). Marchó luego a Nueva York y se estableció en Harlem para estar cerca de la Universidad de Columbia. Se casó con Eslanda Cardozo Goode, antropóloga y activista, y se graduó como abogado. Como tal, encontró trabajo en un bufete, que abandonó al poco al negarse una de las secretarias (blanca) a escribir al dictado de un negro.

Su mujer y sus amigos le animaron entonces a que se dedicara al teatro, pues en sus años de estudiante –además de haber sido jugador de rugby, de béisbol y de baloncesto– había mostrado en grupos universitarios que lo que de ser actor no se le daba nada mal. Hizo algún que otro papel de relevancia y en 1924 inició su trayectoria cinematográfica como protagonista del largometraje de 1925 dirigido por Oscar Micheaux –uno de los primeros en realizar películas sobre la vida de los afroamericanos (él también lo era)– Body and Soul, llegando a firmar un contrato inusual para la época: mil dólares semanales y el tres por cien de los beneficios de la película.

Body and Soul, obviamente –aún no se había inventado el cine sonoro– era muda, lo que no permitió a Robeson exhibir sus grandes cualidades como cantante bajo-barítono. No tardaría en hacerlo. En 1927 se estrenaba en Broadway el musical de Jerome Kern Show Boat con un tema nuevo para sus teatros: los problemas sociales de la mezcla de razas. Kern había pensado en Robeson para el papel de Joe, el estibador que canta la conocida y bella canción “Ol’ Man River”. Este, sin embargo, no estaba disponible –ya era un popular actor y cantante, entre los afroamericanos sobre todo– y el papel recayó en Jules Bledsoe. Aun así, Robeson quedaría para siempre ligado a Show Boat al hacer de Joe en el estreno la obra en Londres en 1928, en su reposición en Broadway en 1932 y en la versión cinematográfica homónima (Magnolia la titularon al doblarla al español) que dirigió James Whale en 1936. Veamos de esta última la secuencia en que canta “Ol’ Man River”.

Con su voz conmovió a los espectadores que le vieron en el teatro y luego a quienes lo hicieron en el cine. Sus discos se vendían a millones y su popularidad, cada vez mayor, se extendió a Europa, convirtiéndolo en la gran personalidad negra del momento. Así, también en 1936 fue el protagonista de la película británica Song of Freedom (Un trono por una canción), de J. Elder Wills. Le escuchamos en “Lonely Road” (música de Eric Ansell y letra de Henrik Ege). Aparece algo más de pasado un minuto.

Tras Song of Freedom intervino en varias películas más y demostró sus excelentes dotes como actor y cantante, así como su alto nivel de compromiso social. Robeson huía de los personajes estereotipados, no los aceptaba, y de filmes intrascendentes. Así, por ejemplo, The Proud Valley se rodó en la cuenca carbonífera de Gales del Sur, el corazón de la principal minera de carbón de la región de Gales, y documenta perfectamente las duras realidades de la vida de los mineros. Así también, tras el estreno de Seis destinos, no dudó en sumarse a los manifestantes que protestaban por ser una película cuyo montaje final resultaba, dijo, ofensiva para los afroamericanos y anunció que dejaba el cine debido a los papeles denigrantes que se les daba a los negros.

En 1936 participó en la guerra civil española, dentro la Brigada Lincoln, compuesta por voluntarios antifascistas estadounidenses. Vamos a escuchar a Robeson en una de las canciones revolucionarias de la guerra española que grabó a raíz de esta experiencia e interpretó ante sus compañeros del Batallón Abraham Lincoln, una de las brigadas internacionales más activas que ayudaron a los antifascistas. Se trata de The Four Insurgent Generals, versión musicalizada del poema de Federico García Lorca “Los cuatro muleros”. Los cuatro generales son Franco, Mola, Varela y Queipo de Llano, quienes confiaban en tomar pronto Madrid, pero no lo conseguían gracias a la férrea defensa de la población civil, las milicias y el ejército republicano.

En Estados Unidos, su conciencia le llevó a ser un firme defensor de los derechos civiles y un activo luchador contra el racismo y la segregación que establecía, entre otras, la ley Lynch, la cual permitía ahorcar a cualquier negro que hubiera tenido relaciones sentimentales con una mujer blanca.

La Segunda Guerra Mundial reafirmó a Estados Unidos como la gran potencia mundial. Liquidado el nazismo –que no el fascismo (la dictadura de Franco fue vergonzosamente tolerada, y aceptada, por los países ‘democráticos’)–, la CIA empezó su estrategia para conseguir ese mundo global y único en el que nos encontramos. Equiparando nazismo y comunismo como dos totalitarismos, la única solución era la democracia (la democracia capitalista, por supuesto). Para ello –y a través de fundaciones como la Rockefeller– puso en marcha el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), con sede en París, con la misión domesticar el pensamiento y controlar las mentes de la gente.

Pocos escritores y artistas de EE UU y de Europa desoyeron los llamados del CLC; la mayoría, evidentemente, desconociendo que la CIA estaba detrás, pero beneficiándose de las grandes prebendas que suponía participar en los eventos que organizaba el CLC o publicar en las revistas que promocionaba. Viajes en primera clase, hospedaje en los mejores hoteles, comidas y cenas en buenos restaurantes…, y sobre todo reputación. Tampoco músicos y cantantes. Muchas de las giras de algunos intérpretes de jazz afroamericanos estaban patrocinadas por el CLC o el Departamento de Estado. Una manera –hipócrita– de presentar a Estados Unidos como garante de la libertad. ¿Ven?, son negros, y nosotros no solo no los ignoramos, sino que reconocemos su valía y la promocionamos.

En este contexto, Robeson comenzó a ser investigado por la CIA y el FBI. Había viajado a la Unión Soviética en 1934 y, aunque nunca fue militante del Partido Comunista de los Estados Unidos de América, jamás ocultó sus simpatías por el comunismo y mantuvo un estrecho contacto con miembros y líderes del mismo. Su película Native Land, dirigida en 1942 por Paul Strand y Leo Hurwitz, fue tildada de propaganda comunista por el FBI. En Native Land, mezclando ficción con material de archivo, Robeson narraba la represión que sufrían activistas sociales y sindicalistas. Era una producción de Frontier Films, un modelo alternativo al de la industria hollywoodiense, cuyos estudios controlaban también la distribución y la exhibición de películas. Vemos una secuencia de Native Land

En 1946, Robeson creó la American Crusade Against Lynching (Campaña americana contra los linchamientos), que inmediatamente se consideró una amenaza frente a la más moderada NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color). Robeson, sin embargo, consiguió el apoyo de W.E.B. Du Bois, sociólogo, historiador y activista por los derechos civiles que había sido uno de los cofundadores de la NAACP. En 1949 Robeson se mostró muy activo en la defensa de los “Siete de Martinsville”, organizando numerosos actos de protesta contra la decisión del jurado de Martinsville (Virginia) de sentenciar a muerte a siete hombres negros acusados de violar a una mujer blanca. El juicio duró solo una semana y todos los miembros del jurado eran, lógicamente, blancos. Las peticiones de clemencia no hicieron mella en el presidente Truman y en 1951 los siete fueron ejecutados en la silla eléctrica. Por ello, Robeson y el Congreso por los Derechos Civiles presentaron ante la ONU un documento titulado We Charge Genocide, en el que acusaban al gobierno de Estados Unidos de ser culpable de genocidio según el artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio por no haber actuado contra los linchamientos. La ONU, lógicamente, no emprendió ninguna acción.

Robeson se vio obligado a marchar al extranjero a trabajar porque sus conciertos fueron cancelados a instancias del FBI tras los atentados que el Ku Klux Klan llevó a cabo contra salas donde realizaba sus conciertos.

En 1956 fue llamado para declarar ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses después de negarse a firmar una declaración jurada afirmando que él no era un comunista. Cuando se le preguntó acerca de su afiliación con el partido comunista se negó a responder. “Algunos de los estadounidenses más brillantes y distinguidos están a punto de ir a la cárcel por el hecho de no responder a esa pregunta, y voy a unirme a ellos, si es necesario”, dijo. Un senador republicano le espetó que ya que tanto gustaba del socialismo soviético por qué no se había quedado a vivir en Moscú. Robeson replicó: “Porque mi padre fue esclavo y mi pueblo murió construyendo este país. Yo me quedaré aquí y seré parte de él, y ni usted y ninguna gente de mentalidad fascista me sacará de mi país. ¿Está claro?”.

Las autoridades le retiraron el pasaporte y su carnet profesional y nunca más volvió a un escenario. Ganaba entonces 100.000 dólares anuales, una fortuna. Después sobrevivió con su esposa con 5.000 dólares al año en Harlem, dinero que obtenía cantando en pequeñas iglesias y, en hebreo, en sinagogas. Esta situación terminó siendo insoportable para Robeson. La pérdida de contacto con el público y con sus amigos descalabró su salud. Su compromiso no por ello decayó. Aquí le vemos en el “primer” concierto no oficial de la Ópera de Sídney ante los obreros que la construían en 1960.

En 1963 su salud emporó aún más y falleció en Filadelfia el 23 de enero de 1976. Según su hijo, su enfermedad –sufría una fuerte depresión, alucinaciones e incluso trató de suicidarse– fue provocada por disidentes anticomunistas a sueldo de la CIA en 1961 durante una fiesta en Moscú, donde había acudido a dar conciertos y conferencias. Le suministraron un potente alucinógeno sintético llamado BZ del que ya nunca se recuperó.

Covid-19: «El mundo después de la pandemia». Un artículo ofensivo según Facebook

Tras leer el artículo El mundo después de la pandemia, escrito por Thierry Meyssan y publicado en Red Voltaire el pasado 17 de marzo, decido compartirlo en Facebook. Me parece sumamente interesante. “Tu publicación no se ha podido compartir porque el enlace infringe nuestras Normas comunitarias. Si crees que esto no infringe nuestras Normas comunitarias, comunícanoslo”, me dice el Facebook de los cojones. Para el caso que vais a hacer…, pienso, y lo intento de nuevo copiando y pegando el enlace. “Tu mensaje no se ha podido enviar porque incluye contenido que otras personas de Facenook han denunciado como ofensivo”, dice ahora. ¿Ofensivo? No salgo de mi asombro, aunque creo adivinar por dónde van los tiros. A mi juicio es un artículo que no tiene desperdicio. Entresaco algunas de las cosas que dice Meyssan y a ver si alguien ve la ofensa por algún lado. Si prefieren leerlo directamente pulsen AQUÍ.

El brusco cierre de las fronteras y, en muchos países, el cierre también de las escuelas, las ‎universidades, las empresas y los servicios públicos, así como la prohibición de festividades, ‎conmemoraciones y otras actividades colectivas, modifican profundamente las sociedades, que, ‎en unos meses, ya no serán lo que fueron antes de la pandemia.

La lucha contra la pandemia de coronavirus vino a recordarnos abruptamente que los Estados ‎están ahí para proteger a sus ciudadanos. En el mundo postcoronavirus, las «ONGs sin fronteras» ‎tendrían por ende que ir desapareciendo y los partidarios del liberalismo político tendrían que recordar que ‎sin Estado «el hombre es el lobo del hombre», según la fórmula del filósofo británico Thomas ‎Hobbes (1588-1679). Por ejemplo, la Corte Penal Internacional (CJI) acabaría siendo algo absurdo ‎a la luz del Derecho Internacional.

La lucha contra la pandemia ha venido a recordarnos que el interés general puede justificar la ‎imposición de límites a cualquier actividad humana. ‎

Esa ignorancia resulta muy útil a los grandes laboratorios occidentales, entregados a una ‎competencia desenfrenada en el sector de las vacunas y las ventas de medicamentos. Sucede ‎exactamente lo mismo que en los años 1980. En aquella época, una epidemia de ‘neumonía de ‎los gays’, identificada como SIDA en 1983, provocaba una hecatombe entre los homosexuales ‎de San Francisco y Nueva York. Cuando la enfermedad llegó a Europa, el entonces ‎primer ministro de Francia, Laurent Fabius, retrasó el uso del test de diagnóstico elaborado en ‎Estados Unidos para que el Instituto Pasteur tuviera tiempo de elaborar y patentar un test ‎francés. Estaban en juego ganancias ascendentes a miles de millones de dólares… que costaron ‎miles de fallecimientos innecesarios.

La epidemia de histeria que acompaña la expansión del coronavirus está desviando la atención de ‎la actualidad política. Cuando esta se termine y los pueblos recuperen el sosiego, el mundo será ‎quizás muy diferente.

¿Ofensa? ¿No seguir el camino marcado es una ofensa? Y mejor ya me callo.

Una felación simulada y un coño insumiso

“La historia sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella” (Nietzsche). Cito mucho a Nietzsche últimamente, pero es que llevo unos días leyendo su obra La genealogía de la moral. Eso estaba haciendo esta mañana, al tiempo que almorzaba en uno de los dos bares en los que acostumbro a hacerlo. Es uno de esos bares de barrio ‘de siempre’ que suelen tener encendido el televisor aunque esté sin volumen (o muy bajo). En eso, levanto la cabeza, miro en dirección al aparato y leo –afortunadamente no se escucha– que un padre “denuncia la simulación de una felación en clase” (titular). Lo primero que me viene a la mente es: menudo gilipollas.

Ya en casa, ni me molesto en buscar en internet información al respeto. ¿Despilfarrar tiempo con tales majaderías? Eso me faltaba. Sigo pensado que se trata de un auténtico gilipollas, uno de esos del PIN, acrónimo que bien podría usarse para referirse a los Padres Imbéciles Negadores. Consideran a sus hijos propiedad privada y sobre ellos vuelcan su frustración, su agobio, su apatía, su desilusión, su tristeza, su idiocia. ¿PIN? Pim, pam, pum.

En otro momento, me fijé de nuevo en el televisor. Ahora estaban hablando de Willy Toledo. Eso decía el rótulo de la noticia. A Willy Toledo resulta que unos leguleyos de un clan que se hace llamar Asociación de Abogados Cristianos lo denunciaron por publicar en 2017 en Facebook lo siguiente: “Yo me cago en Dios y me sobra mierda para cagarme en el dogma de la santidad y virginidad de la Virgen María. Este país es una vergüenza insoportable. Me puede el asco. Iros a la mierda. Viva el coño insumiso”. Y esos sentenciadores de túnica negra y gorro con flecos toman en consideración su rogativa y la acusación de presunto delito de ofensa religiosa, por el que esos leguleyos cagatintas piden 22 meses de multa para él.

Entre unos y otros estamos apañados. Menudo atajo de cretinos comehostias. Y pobres niños. Sobre todo, pobres niños. ¡Déjenlos en paz! Todos: gobierno y partidos, AMPAs y (h)ampones, instructores de la mediocridad disfrazada de enseñanza, instituciones, congregaciones y organizaciones veladoras de la mediocridad. Con sus programas, sus leyes, sus pactos y componendas, sus acuerdos y conciertos, su probada ineficacia y su avanzada imbecilidad, son los auténticos responsables de este dislate social. Son sus actuaciones las que, al dar pábulo a tales falacias con su doblez, crean un problema en donde nunca ha existido. Ya sé que su misión es asegurarse de que a la cumbre solo llegarán las personas de espíritu mezquino y poco originales, espíritus de idea fija, cicateros de sentimientos y codiciosos de satisfacer sus frustraciones y fantasías en los demás.

Como cantaba Brassens, “empalados de una vez por todas en sus campanarios” qué “bien que estaríamos en este mundo”. ¡La hostia! ¡Cuánto mamón! “Con acento en la n, que jode más” (san Pepe Rubianes, dixit).