Hoy, 7 de abril, mi hijo cumple 39 años. Ya lo celebraremos cuando sea posible. Lógicamente, en un día así son muchos los recuerdos que a cualquier padre, o madre, le vienen a la mente. Por mi cabeza pululan infinidad de pensamientos, de recuerdos, de situaciones vividas. Tenemos y hemos tenido una relación paterno-filial intensa y hermosa, que nunca llegará a resquebrajarse suceda lo que suceda. Una relación gratificante y enriquecedora sin la que probablemente jamás hubiese llegado a realizar algo con lo que soñaba desde la adolescencia: escribir y publicar novelas.
Con Nelo, mi hijo, en el Vedat de Torrent (1987). Fotografía de Elisa Pascual.
A principios de 2014 publiqué mi primera novela, El viaje. Hoy son ya cuatro las que llevo editadas, o autoeditadas, siendo más precisos. Vaya autor más prolífico, puede que piensen, o más alocado; pero de eso nada. No es que un buen día se me ocurriera escribir una novela y luego otra y así sucesivamente hasta cuatro. Ni soy tan fecundo ni tan cándido. Quiero, pues, hablarles de cómo surgió en mi la necesidad de escribir novelas.
Siempre me ha gustado escribir, desde pequeño. Cuando era adolescente quería ser escritor o periodista (en este último caso, corresponsal de guerra). Por diversas razones, que ya he explicado en otras entradas, acabé estudiando Filosofía y Letras (sección Historia) –así se denominaba entonces–, me convertí en historiador y como tal trabajé –y me llevó a poder hacer otras cosas centradas en algo que siempre me ha preocupado: la divulgación– hasta unos años antes de mi jubilación (en julio de 2018).
Ello no fue óbice para que persistiera en mí el ansia por escribir aquello que la imaginación urdía, tramaba y fraguaba en mi mente, siempre dispuesta a aventurarse en el mundo de la fantasía. Libreta y portaminas, o estilográfica, eran, son, instrumentos inseparables de mi día a día. Siempre me acompañaban, y me siguen acompañando. Iba a la playa con mi hijo cuando era pequeño y, sobre todo si con nosotros venía algún amiguito suyo, allí estaba yo, en mi tumbona, bajo la sombrilla, escribiendo. Iba de viaje con él –me gusta viajar solo, o con niños–, nos sentábamos en algún sitio a tomar o comer algo y enseguida sacaba la libreta y el portaminas. Un momento –estaba con él y, obviamente, era el centro de mi atención–, solo un momento, pero era preciso anotar mis impresiones, mis consideraciones, mis ideas.
El mundo mental de los niños absorbe fácilmente la realidad cotidiana y la adapta al suyo. En mi caso –que me reconozco un niño disfrazado de adulto–, mi hijo asimiló –a su manera, naturalmente– esa inquietud mía y consideró que escribir una novela era una de las cosas más trascendentes que uno podía hacer en la vida. Una novela, no un libro de otro género. Un año antes de que naciera publiqué mis dos primeros libros, ambos de historia, y el mismo año que nació (1981) el tercero, también de historia. Y seguí publicando. Quiero decir con esto que mi hijo siempre estuvo al corriente de que su padre escribía libros. ¿Pero es la novela?, preguntaba. No, eso ya lo haré algún día. ¿Cuándo? Y ¿entonces esto no es lo que escribes en la libreta? ¿Y para qué lo haces? ¿Y por qué? Todas estas preguntas imagino, y no creo estar equivocado, se debían a esa agudeza mental tan propia de los niños. Había captado perfectamente lo que escribir una novela representaba para mí, para aquel adolescente que soñaba con ser escritor. Naturalmente, a él le dediqué la primera novela que di por terminada, El corto tiempo de las cerezas, aunque luego apareciera a la venta tras El viaje. Mi hijo entonces ya tenía 33 años, yo 60. ¡Por fin! Todo llega. Es cuestión de perseverar, de empeñarse con tesón, de mantener siempre vivas la ilusión y la curiosidad, de nunca dejar de soñar, de dejar correr la fantasía. Y de tener un buen motivo: mi hijo en este caso. Él descubrió antes que yo lo que escribir ficción representaba para mí. A mí me costó más darme cuenta de escribir era una necesidad tan imperiosa como respirar. Luego ya tuve que luchar con el aire viciado que tanto lo dificulta y con la contaminación de la que todos acabamos afectados. Pero hay que seguir respirando, si no te mueres. Hay que seguir escribiendo.