Los que piensan y los que sienten

“Para ella el mundo se dividía en los que pensaban y en los que sentían. Los primeros tenían en cuenta la ropa que les compraban, las cuentas que habían sido pagadas, pero la ropa pasa pronto de moda y el viento se lleva volando la factura que está sobre el escritorio y, de cualquier modo, la cuenta ha sido pagada con un beso o alguna otra amabilidad, y los que piensan olvidan; pero los que sienten recuerdan; no deben y no prestan, ofrecen odio o amor.”

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Graham Green: El tren de Estambul (primera edición, en inglés, 1932; edición consultada Edhasa, 1987)

La patria de los mil colores

Emil Nolde: Naturaleza muerta con máscaras (III), 1911.

‘Esta es, sin duda, la patria de los mil colores’, me dije. […] No hubierais podido elegir, hombres del presente, una careta mejor que vuestra propia cara. ¿Quién os hubiera podido reconocer? Estáis pintarrajeados con los signos del pasado, y sobre ellos han trazado otros, a su vez. ¡Ni los que descifran signos podrían reconoceros! Aunque los augures examinaran vuestras entrañas, ¿quién iba a decir que las tenéis? Parecéis un amasijo de colorines y de papeles encolados. Todos los tiempos y todos los países miran a través de vuestros velos en total confusión; todas las costumbres y todas las creencias hablan en total confusión a través de vuestros abigarrados gestos. Quien os quitara todos esos velos, adornos, colorines y gestos tendría suficiente material para hacer un espantapájaros. Realmente, yo mismo soy el pájaro espantado que un día os vio desnudos y sin colorines, y alcé el vuelo en cuanto vislumbré que vuestro esqueleto me hacía señas amorosas. Preferiría ser jornalero en el mundo subterráneo y entre las sombras del pasado, puesto que las sombras de quienes habitan en el infierno son más gruesas y más rollizas que vosotros. […] Todo lo que hay de siniestro en el futuro, cuanto ha podido espantar a los pájaros extraviados, resulta, sin duda, más tranquilizador y más familiar que vuestra ‘realidad’. Pero vosotros os decís: ‘Somos reales, no tenemos fe ni supersticiones; y os quedáis tan ufanos, sacando mucho el pecho; aunque, a decir verdad, ni siquiera tenéis pecho. ¿Cómo podrías vosotros creer, gente pintarrajeada, si no sois más que pinturas de todo lo que se ha creído en otros tiempos? Sois la refutación andante de la propia fe, quebrantahuesos de todos los pensamientos. Considero que no sois dignos de fe, hombres reales. En vuestro espíritu parlotean todas las épocas, pero todos los sueños y el parloteo de todas las épocas han sido más reales aún que vuestro estar despiertos. Sois estériles, y esta es la razón de que os falte la fe; pero el que tuvo que crear tuvo también sus sueños proféticos y sus signos estelares; creía en la fe. Sois puertas entornadas detrás de las cuales esperan los sepultureros, y vuestra realidad consiste en que todo merece perecer. […] Me hacéis reír, hombres del presente; sobre todo cuando os admiráis de vosotros mismos. ¡Pobre de mí si no pudiese reírme de vuestro asombro y hubiera de tragarme toda la bazofia de vuestras escudillas! Pero prefiero tomaros a broma, porque ya tengo bastantes cosas graves con las que cargar. ¡Que más me da que se posen sobre mi carga algún escarabajo o algún gusano con alas! ¿Es que por eso va a ser mi carga más pesada? No sois vosotros, hombres del presente, quienes me vais a fatigar hasta el extremo. […] soy un nómada por todas las ciudades; en todas las puertas me despiden. Los hombres del presente, hacia los cuales no hace mucho me impulsaba mi corazón, me son extraños y burlescos; de este modo estoy desterrado de la tierra de mis padres y mis madres. Por eso solo amo ya a la tierra de mis hijos; la tierra ignota, allende los mares; y gobierno las velas de mi barco para que busque sin cesar.

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Friedrich Nietzsche: “El país de la cultura”, Así habló Zaratustra (1893). Traducción de Francisco Javier Carretero Moreno (ed. 1999).

La religión, el Estado, el estercolero

Idol-Worship or the way to preferment (Anónimo, 1740). / The British Museum.

Si los hombres fueran creyentes, sabios, religiosos, en lugar de reírse, como hacen, del socialismo, profesarían con respeto y veneración la doctrina del círculo. Cada uno recogería religiosamente su estiércol para dárselo al Estado; es decir, al preceptor, a guisa de impuesto o de contribución personal. La producción agrícola se vería inmediatamente doblada y la miseria desaparecería del globo.

Nada impediría que se hiciera un libro entero con los escritos de Pierre Leroux para darlo inmediatamente a leer como una ficción pariente del Gran Misterio. Esas líneas, sin embargo, han sido escritas y firmadas por Pierre Leroux, en 1850, en el número 1 de la Revista del Orden Social, que no pasaba por publicar relatos de Swift. Se inscriben en un amplio conjunto: en 1847 Leroux había publicado el Prospectus d’une Colonie agricole fondée sur un nouveau moyen de subsistance; luego, en 1849, una crítica, algo simplona, de Malthus, titulada Malthus y los economistas, o ¿habrá siempre pobres?, y, obra capital del género, la sorprendente Carta a los Estados de Jersey sobre un medio de quintuplicar, por no decir más, la producción agrícola del país (Londres-Jersey, 1853). Más conocido por su obra De l’Humanité, en la que intentaba resumir “las religiones positivas” en una supra-religión de la humanidad, esa “gran palabra” que las engloba todas, Pierre Leroux habrá demostrado que nadie se sacrifica al culto de la humanidad sin que le conduzca una visión cósmica del mundo, en la que se encuentra incluida como motor la relación del sujeto con su mierda; hasta el punto que es raro encontrar una manifestación tan patente como esta, que pertenece al autor de una obra que al fin y al cabo ha dado nombre a la institucionalización periodística de las representaciones mesiánicas del proletariado, en la gran tradición cósmica que persigue todavía hoy la prensa a través de los titulares de sus periódicos. Religión de la humanidad y culto de la necesidad se iluminan, en su evidente conexión, al ser referidas con la proximidad en que históricamente se han encarnado, en la obra de un hombre cuya parte esencial de su vida militante se consagró a convencer a sus contemporáneos de que se podía abolir para siempre la miseria, satisfacer las necesidades de todos, si se conseguía que cada uno regalara al Estado su mierda.

Lo insensato sería no atreverse a pensar que no se trata ahí de otra cosa más que de la verdad literal, la estadolatría que mantiene hoy en día en el torno de la concentración a millones de sujetos, la imagen revelada de la rigurosa homología, que mantiene unidos los discursos “obscenos y feroces” del Estado-tirano y del Educador todopoderoso y regula su conducta común frente a su progenitura que, a falta de la férula del maestro, se embadurnarían mutuamente la cara con la propia mierda antes que regalarla.

En efecto, el totalitarismo habla así: “Recoge religiosamente tu estiércol y dalo como fruto de tu trabajo al Estado que te quiere bien, sepárate de esta mierda y recibirás de mí, en recompensa, la satisfacción de todas tus necesidades, te colmaré de mis regalos y nunca te faltará de nada”. […]

Se sabe que Malthus sostenía la tesis de que había una tendencia natural en la población a aumentar en proporción geométrica opuesta a la tendencia de los medios de subsistencia, que solo crecen en una proporción aritmética. De ahí la consecuencia fatal de iría agravándose hasta tal punto que “al cabo de dos siglos la población estaría, respecto a los medios de subsistencia, en una relación de 256 a 9’’ si no se ponían en funcionamiento los medios “para impedir que el crecimiento del capital sea menor que el de la población” (Mill). Los economistas respondían, en general, a esta alarma, recomendando, como se decía entonces, la “prudencia conyugal” y las costumbres fanerógamas de la escuela falansteriana, que suponían la esterilización de dos tercios de las mujeres.

Pierre Leroux responde de muy distinta forma, avanzando que, por naturaleza, “el hombre es reproductor de su propia subsistencia”: “me ha sido dado, dice en su carta a los estados de Jersey, oponer a la ley de Malthus la verdadera ley de la Naturaleza. Esta verdadera ley de la Naturaleza es lo que yo he llamado, por alusión a la circulación de los economistas, círculo natural o circulus”. Se trata, en efecto, de un círculo en el que el hombre está en posición de satisfacer sus necesidades cuando “hace sus necesidades”:

“He probado, pues, continúa, que la naturaleza ha establecido un círculo cuya mitad se llama producción y la otra consumición; una de estas dos mitades no existe sin la otra y una es igual a otra; y que este círculo constituye la vida fisiológica de cada ser e incluso de cada órgano en cada ser: Nutrición y Secreción. […]
Que estas secreciones son realmente, desde el punto de vista de la naturaleza, el precio de su subsistencia, siendo destinadas a otros seres de igual forma que las secreciones de otros seres le son destinadas a él. […]
He probado:
Que, por tanto, es soberanamente injusto achacar a la naturaleza los males actuales de la sociedad y decir como Malthus que ‘la naturaleza misma condena a muerte al hombre que no tiene su cubierto en el banquete de la vida’; es decir, aquel cuyos servicios son inútiles económicamente hablando.
Que el más miserable de los proletarios, que muere de hambre en nuestras ciudades, porque se le niegan las migajas de este banquete, no muere de hambre por culpa de Dios, puesto que este cuerpo que muere a falta de nutrición es un admirable laboratorio y una obra de Dios tan perfecta que todos los poderosos de la tierra, unidos a todos los sabios, no podrían producir artificialmente la riqueza útil que él produce.
Sino que este hombre que tenía por sí mismo el derecho a la vida y que para ella estaba dotado, muere, porque el círculo conocido de economistas, al excluirlo de su relación necesaria con la tierra, ha destruido el círculo natural.
Que, en una palabra, por naturaleza, cualquier hombre es a la vez productor y consumidor y que si consume, produce.”.

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“La religión, el Estado, el estercolero” es un apartado del capítulo “Digo lo mismo que Shakespeare (sic)”, del libro de Dominique Laporte Historia de la mierda (primera edición, en francés, 1978; en español, 1980).