Fragmentos de hombres, migajas de vida

El grito enorme que se eleva desde todas nuestras ciudades industriales, más ruidoso que el rugir de los hornos, nos dice en cada momento […] que allí producimos de todo, menos hombres. […]

Tenemos que darnos cuenta de que se nos presenta una difícil elección en esta materia. Debemos hacer de esta criatura o un instrumento o un ser humano. No podemos hacer amabas cosas. Los hombres no están hechos para trabajar con la precisión de los instrumentos, para ser exactos y perfectos en todas sus acciones. […]

En esta época hay un afán constante por separar ambas clases de trabajo; queremos que unos hombres estén siempre pensando y otros siempre trabajando, y a los primeros les llamamos caballeros y a los segundos operarios. En realidad, empero, el trabajador debería pensar con frecuencia y el pensador también tendría que trabajar a menudo. Tal como están las cosas convertimos a ambos en ungentle [sin gentileza, sin caballerosidad], el uno envidiando y el otro despreciando a su hermano. Al final, el grueso de la sociedad está compuesto por pensadores mórbidos y por obreros miserables. […]

Hemos estudiado mucho y perfeccionado sobremanera, últimamente, ese gran invento de la civilización que es la división del trabajo; empero, le damos un nombre falso. Hablando en propiedad, no es el trabajo lo dividido, sino los hombres. Divididos en meros segmentos de hombres, rotos en fragmentos diminutos y migajas de vida; de modo que toda la inteligencia que le queda a un hombre no basta para fabricar un alfiler o un clavo, sino que se agota a sí misma en hacer la punta o la cabeza de un clavo.

John Ruskin: Las piedras de Venecia (1851-1853).

París, 22 de junio de 1963: el concierto yeyé que acabo como el rosario de la aurora

Cuando, por la radio, Salut les Copains emplazó a los jóvenes parisinos a acudir a las nueve de la noche al concierto que organizaba en la plaza De la Nation el 22 de junio de 1963 con motivo de la salida del Tour de Francia, aprovechando para celebrar el año de existencia de la revista homónima, de tanta repercusión como el espacio radiofónico, preveía una buena acogida de su iniciativa, aunque no tanto como la que finalmente consiguió.

Uno de cada tres jóvenes franceses escuchaba el programa de radio Salut les Copains, que emitía la emisora Europa 1 todos los viernes de cinco a siete de la tarde y estaba dedicado a la música pop. Hannah, a punto de cumplir los 16, no se perdía ni uno, estaba atenta a la recomendación semanal y procuraba comprar el disco en cuanto le era posible. Tenía un tocadiscos que sus padres le habían regalado el año anterior, al terminar el curso, como recompensa a sus buenas notas.

Hasta entonces debía compartir con su hermano uno viejo, lo que era fuente de continuas broncas. Tenían gustos distintos. A Hannah le gustaban François Hardy ─cuyo modo de vestir imitaba─ y Sylvie Vartan, los Beach Boys, los Beatles y la música yeyé que tanto promocionaba el programa. Bill era fan de Les Chaussettes Noires, Johnny Hallyday y Vince Taylor, sobre todo de este último. El tocadiscos de Hannah era uno de los últimos modelos, un Teppaz estéreo ─desde 1958 los discos podían grabarse y reproducirse por estereofonía─ y tenía también radio. Era, sin duda, el que Hannah deseaba. Bill también hubiera estado encantado de poseer otro igual, pero se apañaba con el viejo portátil. Su gran ambición seguía siendo una motocicleta.

Ese día la mayoría de los jóvenes tenía prisa, nadie quería perderse el espectáculo en el que participaban los cantantes más populares del momento: Danyel Gérard, Mike Shannon, Les Chats Sauvages, Les Gam’s, Richard Anthony y, los más esperados, Johnny Hallyday y Sylvie Vartan. Todos deseaban ocupar los lugares más próximos al escenario. Se esperaba que acudieran unos veinte mil jóvenes, pero el número de asistentes desbordó cualquier previsión: fueron casi doscientos mil. El metro y los autobuses iban hasta el tope y a medida que uno se acercaba a la plaza las doce vías que en ella desembocan estaban llenas de muchachos y muchachas. Muchos, de ambos sexos, vestían jeans y camisetas de algodón, zapatillas de deporte o botas. La plaza De la Nation era un enorme escaparte de la moda juvenil. Abundaban las chicas al estilo de François Hardy o Sylvie Vartan, peinadas con lacias medias melenas y vestidas con faldas a cuadros y suéteres lisos, rojos o negros la mayoría. Entre ellos predominaban los pantalones estrechos, los suéteres de cuello redondo bajo los que asomaba la camisa y también la chaqueta y corbata estrecha. El pelo tipo Johnny Hallyday o Vince Taylor se repetía entre los muchachos, especialmente entre los que pertenecían a alguna de las pandillas de blousons noirs o, como Bill, se movían en su ambiente.

Un par de horas antes de empezar el concierto era casi imposible acceder a la plaza. Esta y las calles adyacentes estaban a rebosar, no se llegaba a ver el asfalto desde los balcones y terrazas, solo cabezas se apreciaban, y ninguna calva, todas de jóvenes. Muchos se sujetaban de las rejas o cualquier asidero a mano para ver a sus ídolos, otros ocupaban los tejados, se subían a los árboles, a las farolas, a los toldos de los cafés. Los más bizarros aupaban a hombros a las muchachas. Tres mil gendarmes trataban de mantener el orden, pero no daban abasto. Los coches de la policía estaban atrapados en medio de la marea juvenil, y la gala no había comenzado aún. […]

Cuando se escucharon los primeros sones de una guitarra eléctrica empezó el delirio, y con Sylvie Vartan y Johnny Hallyday llegó el éxtasis. Al tiempo, en algunas zonas de la plaza empezaron a verse algunos claros. Chicos y chicas se apartaban, los blousons arrojaban botellas de cerveza vacías contra los escaparates y provocaban a cuantos les recriminaban su actitud. Sucedió un intercambio de insultos e increpaciones, puñetazos y golpes. Bien pertrechados con palos, cadenas, puños americanos y otros objetos contundentes, se hicieron los amos de la situación. La policía no podía llegar hasta ellos.

Con la adrenalina a tope por la agresiva y belicosa atmósfera que le rodeaba, Bill cogió una silla de un café y la lanzó contra el cristal del mismo, que se hizo añicos. Algunos policías, que no advirtió, habían logrado ya acceder a la plaza. Lo cogieron entre cuatro y lo metieron a trompicones en un furgón.

La noche terminó con grandes destrozos en el mobiliario público, lunas de escaparates apedreadas, toldo de cafés arrancados, coches volcados… Las reacciones en los días siguientes eran de lo más críticas. Esa música, esos programas, esas modas, nada puedo pueden traer, decía la prensa. Les Nouvelles littéraires hablaba de aquellos jóvenes como de “la cohorte despolitizada y desdramatizada de los franceses de menos de veinte años, bien alimentada, ignorante en historia, opulenta, realista”. Paris-Presse jugaba con el título del programa radiofónico y la revista y titulaba su artículo de fondo Salut les voyous! (gamberros). La mayor parte de las opiniones se centraban en los desórdenes que siguieron al concierto, extendiendo la responsabilidad a los organizadores y a las ganas de bronca de un amplio sector de la juventud aparentemente desencantada de todo. Algunos, además, hicieron gala de una tremenda miopía analítica. El propio presidente de la República, Charles de Gaulle, sin ir más lejos, comentó: “Estos jóvenes tienen energía de sobra. Podrían emplearla construyendo carreteras”. Otros, en cambio, intentaron explicar el movimiento. Desde las páginas de Le Monde, Edgar Morin hacía un análisis más sociológico de los hechos y calificaba a los jóvenes congregados en la plaza De la Nation de yeyés [artículo “El tiempo de los yeyé”], dando así nombre a esta tendencia juvenil cuyo sentido último de sus acciones era “ese gozar en todas las formas [que] engloba [y se vierte en] el gozar individualista burgués: gozar de un lugar al sol, gozar de bienes y propiedades; el gozar consumidor, a fin de cuentas”.

El concierto de la plaza De la Nation el 22 de junio de 1963 es uno de los episodios que trata mi novela Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird). De aquí he entresacado el texto que publico hoy, exceptuando el último párrafo. No por estar novelado, este es menos riguroso. Traté de documentarme lo mejor posible sobre él y cuanto narro se ajusta a lo que fue. Otra cosa es mi mayor o menor acierto en la forma de contarlo. Si le interesa la novela y quiere hacerse con ella clique AQUÍ.

Finalizo la entrada con este vídeo de imagen fija que recoge los últimos minutos (13:46) de la actuación de Johnny Hallyday, el más idolatrado de los que actuaron en el concierto, en el que se aprecia el sonido ambiente.

Nuevo manifiesto futurista

1. Despreciamos el peligro, el derroche y la fuerza.

2. Coraje, audacia, exaltación comportan lucha y muerte.

3. Despreciamos el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puño. Ensalzamos la quietud pensativa, el éxtasis del sueño y el dulce no hacer nada.

4. Velocidad es inmundicia: el más bello automóvil de carreras, tonante, que parece correr sobre el filo de la metralla, da asco si se compara a cualquier imagen natural o artística; y dejar en paz a la ‘Victoria de Samotracia’ [referencia a la escultura que sirve de símbolo a la marca de coches Rolls Royce, NdT].

5. Despreciamos el volante, el cambio, el acelerador, el reprís del motor y la apestosa gasolina, droga de todo motorista. La petroleodependencia está a un nivel insoportable.

6. Ardor, pompa, magnificencia acompañan la creatividad del poeta lejos de rimbombantes ferrallas.

7. No hay belleza sino en la quietud. La agresividad no tiene nada que ver con arte ni con poesía, más bien es lo opuesto.

8. La dimensión humana se desarrolla siempre en el espacio y el tiempo, en los límites del territorio y la duración. La eterna velocidad omnipresente es una solemne memez. Queremos yacer, y fornicar sin prisas.

9. Queremos glorificar la Mujer, y despreciar la guerra, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo y las “bellas” ideas por las que se muere. La única muerte aceptable es la del propio lecho.

10. Museos, bibliotecas, academias no nos conciernen, pero no hay ninguna necesidad de destruirlas. Estamos a favor del feminismo, a favor de la mujer portadora de vida y no destrucción. Rechazamos, pues, la imagen aberrante de una paridad sexual que no existe y la machización en la jefatura de la industria, en la competencia y en la violencia.

11. Dan asco las grandes multitudes manipuladas por los medios, el celo de los arsenales y de las obras, los ríos hediondos y venenosos, los movimientos revolucionarios e inauténticos de las violentas y criminales ciudades modernas. Da saco la algazara de las locomotoras y cada pretexto movilizador que induce corrupción, consumismo, miasmas, contaminaciones y accidentes en cadena. Queremos una ciudad solar.

Fundamos hoy el Futurismo Estático, en nombre del inmovilismo plástico, para liberar a los hombres de la gangrena de del movimiento, del motor, del turismo ya sea vacacional ya sea intelectual. Creéis que estamos locos porque proponemos una nueva sensibilidad. Fuera de la atmósfera, los espacios son infinitos y la galaxia en la que vivimos es de tal dimensión que cada movimiento se anula. En la calma y en la huella de quien quiera desplazarse todavía naturalmente se puede encontrar nuestra medida que es ilimitación. La imaginación de los cielos es nuestro hábitat que escanda el tiempo en el devenir de la memoria. Estirados sobre el lecho del mundo, acariciamos la bóveda celeste.

¡Ubú está con nosotros! ¡Ha! ¡Ha!

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El texto del “Nuevo manifiesto futurista” lo he extraído del libro de Enrico Baj ¿Qué es la ‘patafísica? (1994) en la edición de 2007 de Pepitas de calabaza. Incomprensiblemente, ni en la parte introductoria “Erico Baj, o la ‘Patafísica entendida como”, ni en el “Epílogo”, ambos obra de José Manuel Rojo, se indica el año en que fue redactado. He buscado exhaustivamente en internet en varios idiomas y lo único que he averiguado es que fue publicado por primera vez en 1983 (Edizioni Henry Beyle), pero su redacción, teniendo en cuenta el contexto, debió ser anterior.