Un presente atemporal; un pasado relegado del relato oficial, olvidado y prácticamente desparecido de los manuales de historia, y un futuro al que tememos, pues nada bueno esperamos él, determinan esta sociedad espectacular. Así, parece que vivamos un perpetuo presente en el que, no obstante, nunca dejan de ocurrir cosas aparentemente trascendentales que no son más que las banalidades de siempre, “anunciadas de forma apasionada como importantes noticias” (Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, 1988). De forma circular se transmiten estas una y otra vez, se las reviste de una trascendencia que no tienen y no se discute su veracidad. Todo es importante, nos dicen, pero no para quién. Para la gran mayoría de la sociedad es obvio que no. Sigo con Debord: “solo muy de tarde y a sacudidas pasan las noticias verdaderamente importantes, las relativas a aquello que de verdad cambia”.
Se ha construido así un presente sin referencias. El actual modelo de sociedad es el único aceptado, nada puede existir fuera de él, eso de que otro mundo es posible no es más que mera utopía. Por otra parte, el discurso histórico ha pasado a ser lineal y unidireccional, además de manipulado desde las instancias políticas. Sea el partido que sea el que esté en el ‘poder’ tratará de adoctrinar a los niños y jóvenes desde su ‘ideología”. Se trata de hacer ‘buenos ciudadanos al servicio de la sociedad”, lo cual, dicho así, puede ser cumplido por todos ya que en realidad nada dice.
Con un futuro del que nada se espera porque se le teme (“Si ves al futuro, dile que no venga”, como decía el escritor bonaerense Juan José Castelli) y un pasado sin otra historia que aquella que se ajusta al discurso oficial-mediático, el presente no es atacable, pues no hay alternativa, se argumenta. Esta sociedad puede no ser perfecta, pero fuera de ella todo es pernicioso.
No es de extrañar, pues, que para nada se hable de acontecimientos “verdaderamente importantes”, de esos que de verdad afectan a nuestras vidas. Hace hoy veintiséis años, en 1991, se proclamaba el fin de la Unión Soviética tras firmarse el día antes el Tratado de Belavezha, que declaraba la Unión disuelta y establecía la Comunidad de Estados Independientes (CEI) en su lugar. El presente se mostraba tremendamente cambiante y era indudable que las consecuencias de lo que sucediera iban a determinar el futuro de la humanidad. El desenlace de dos procesos en curso –la evolución de los países del antiguo bloque oriental y la posible unión europea– resultaban claves. En todo caso nadie podía dudar que Europa ya no sería como era hasta 1990.
Y así fue. La prueba es que, tras la caída del Muro de Berlín, el capitalismo –el financiero siendo más precisos– mostró su notable capacidad de restructuración económica de la mano del neoliberalismo y empezó el desmantelamiento progresivo del llamado estado de bienestar. Se iniciaba un tiempo histórico nuevo con Estados Unidos como único poder global y su modelo político-económico-social como único posible. Se cerraba una batalla por la conquista de la mente humana, que dijo Kennedy, y comenzaba un nuevo tipo de sociedad “constituida por un conjunto de individuos egocéntricos completamente desconectados entre sí que persiguen tan solo su propia gratificación (ya se la denomine beneficio, placer o de otra forma)” (Hobsbawm: Historia del siglo XX, 1994). El capitalismo había impuesto su lógica, había triunfado.
Ningún debate sobre ello, ninguna discusión, ninguna reflexión sobre algo tan trascendente como fue “el final del corto siglo XX” (Hobsbawm). Aunque bien pensado, casi mejor. Así se evita uno tener que leer y escuchar tantas imbecilidades y evita el correspondiente cabreo.
Termino con Debord: “El individuo a quien ese pensamiento espectacular empobrecido ha marcado profundamente, y más que cualquier otro elemento de su formación, se coloca ya de entrada al servicio del orden establecido, en tanto que su intención subjetiva puede haber sido totalmente contraria a ello. En lo esencial se guiará por el lenguaje del espectáculo, ya que es el único que le resulta familiar: aquel con el que ha aprendido a hablar. Sin duda intentará mostrarse contrario a la retórica, pero empleará su sintaxis. Este es uno de los éxitos más importantes obtenidos por la dominación espectacular”.
El deterioro de una cosa constituye el nacimiento de otra. Cuanto más deteriorada está una cosa, más aún cuando su descomposición es irreversible, mayores son las posibilidades y probabilidades de que otra emerja. Es esta una ley de vida, de nuestra vida, es decir, de la vida no vivida. Una vida, por tanto, que solo puede verse alterada por el choque de inesperadas fuerzas de la naturaleza con las estructuras de nuestra civilización.
¿Llegará el día en que la naturaleza ‘se rebele’ y ‘se apodere’ del mundo? ¿Es este un mundo que se destruye a sí mismo? Ya en 1934 preguntaba, y se preguntaba, Lewis Mumford en su obra Técnica y civilización: “¿De qué sirve conquistar la naturaleza si nos convertimos en presa suya bajo la forma de hombres sin freno?”. De nada evidentemente, como podemos comprobar día a día. Hemos olvidado –conscientemente– que formamos parte de ella. Creemos que nos pertenece, como si existiera un medio ambiente natural independiente del ser humano. Puede que el fin de la humanidad tarde mucho en llegar, pero el de la civilización tal como la conocemos –tal como la hemos construido– es posible que no tanto.
Bienvenida sea la próxima debacle, necesidad imperiosa para que esta sociedad, somnolienta, sugestionada e hipnotizada, mutante, dispuesta adaptarse a toda situación y circunstancia, supeditada voluntariamente a intenciones ajenas con las que identificarse al haberse quedado sin identidad alguna, sin su propia naturaleza, encuentre salida alguna. ¿Cuál será esta? ¿Qué otra cosa nacerá? Dos opciones hay y ninguna es buena, como las hijas de Elena. Solo que Elena, al menos, tenía tres. Dos opciones: 1. Un nuevo deambular por el camino diseñado sobre diseños anteriores, a su vez tomados de otros más remotos, siempre con el mismo propósito, reducir lo diferente a lo mismo, aceptando que la no vida es la única posible, y 2. El caos.
¿Con cual quedarse? Por supuesto, con la segunda. Como dice Padre Ubú en la obra de Alfred Jarry Ubú encadenado (1899), “No lo habremos demolido todo si no demolemos incluso los escombros. Y no veo otro procedimiento para hacerlo que levantar en ellos hermosas estructuras bien ordenadas”.
Entre los burócratas, generales,
políticos y jefes de Estado se encuentra el más exquisito porcentaje de
individuos fundamentalmente estúpidos, cuya capacidad de hacer daño al prójimo
ha sido (o es) peligrosamente potenciada por la posición de poder que han
ocupado (u ocupan). ¡Ah!, y no nos olvidemos de los prelados. […]
No resulta difícil comprender
de qué manera el poder político, económico o burocrático aumenta el potencial
nocivo de una persona estúpida. […] Los estúpidos son peligrosos y
funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y
entender un comportamiento estúpido. Una persona inteligente puede entender la
lógica de un malvado. Las acciones de un malvado siguen un modelo de
racionalidad: racionalidad perversa, si se quiere, pero al fin y al cabo
racionalidad. […]
Se pueden prever las acciones de un malvado,
sus sucias maniobras y sus deplorables aspiraciones, y muchas veces se pueden
preparar las oportunas defensas.
Con una persona estúpida […] es absolutamente
imposible. […] Frente a un individuo estúpido, uno está completamente
desarmando. […]
La persona inteligente sabe que es inteligente.
El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente
imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos
personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente
a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido
no está inhibido por aquel sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness.
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el
estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu
paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen
humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimiento y sin
razón. Estúpidamente.
Carlo. M.
Cipolla: Fragmento de “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, en Allegro ma non troppo, 1988.
Pintada en Barcelona del 18 de octubre. / Vozpópuli. Alejandro Requeijo.
Veo retransmitidos en directo
los sucesos de estos días en Catalunya; en Barcelona, sobre todo. Los contemplo
con expectación, pero sin preocupación. Los contemplo incluso con la
tranquilidad propia de quien asiste a un espectáculo, pues así me los presentan:
como un espectáculo, con sus anuncios autopromocionales, sus patrocinadores, sus
interrupciones para la publicidad, con las correspondientes sobreimpresiones
que anuncian lo que veremos “a continuación”, o “en unos instantes”, una y otra
vez.
La tranquilidad dura poco.
Tertulianos, analistas, politólogos, economistas, asesores asesorados,
columnistas y, por supuesto, políticos parecen competir a ver quién suelta la
gilipollez más grande o a ver quién la tiene más larga. En los demás medios ‘de
comunicación’ españoles sucede tres cuartos de lo mismo.
“Es una vergüenza la
naturalización de la represión por parte de televisiones, periódicos,
intelectuales, tertulianos y tuiteros españoles. Están convencidos de que viven
en una democracia cuasi perfecta y cualquier crítica a la falta de libertad es
interpretada como un ataque de los secesionistas catalanes y una conspiración
antiespañola”. Son palabras del artículo de Hibai Arbide Aza –abogado en
Barcelona hasta que se fue a vivir a Atenas, donde trabaja como periodista
freelance para diversos medios– publicado en El Salto, que lleva el
acertado título “Vivir en otro mundo”, uno de los pocos, poquísimos, artículos escritos,
entiendo, desde el sentido común y no desde la prepotencia.
Sigue diciendo Arbide Aza: “Una parte significativa de España –la parte
sobrerrepresentada en los medios, la cultura y la política– ha decidido vivir en
un mundo de fantasía. Su mundo, en el que la Constitución que nos dimos entre
todos garantiza nuestros derechos y libertades gracias una transición modélica
que cerró las heridas abiertas por una guerra civil en la que hubo excesos en
ambos bandos. Una fantasía obscena que solo se sostiene gracias a la repetición
machacona del mantra. Un mundo ficticio pero mucho más cómodo de habitar que la
jodida realidad. Una ensoñación donde la policía protege los derechos
fundamentales, los jueces interpretan la norma conforme a las garantías de un
Estado social y de derecho, los representantes políticos velan por el bien
común y los medios de comunicación ejercen su función de control del poder”. En
este mundo tan falso como interesado, tan irreal como
espectacular, se puede ser lo que se quiera. Independentista también, por
supuesto. Ahora bien, atente a las consecuencias si no te ciñes a mis reglas de
juego. Como nos recuerda en el mencionado artículo Arbide Aza, estamos ante la
misma clase de cinismo que la famosa frase atribuida al dictador ugandés Idi
Amin: ‘Hay libertad de expresión. Lo que no garantizo es que haya libertad
después de expresarte’.
Prepotencia y mediocridad son
una mala combinación. Quienes al mismo tiempo mandan y sirven al verdadero
poder, el económico, acaban por considerarse a sí mismos, como escribió Tolstoi
(El reino de Dios está en vosotros, 1894), seres superiores que “caen en
un estado de embriaguez de poder y servilismo al mismo tiempo, con lo que
también pierden la conciencia de su responsabilidad”.
“Los responsables policiales
admiten su ‘perplejidad’ ante el fenómeno que de la noche a la mañana ha
emergido en las calles”, leo en La Vanguardia (19 de octubre). Pues menuda
panda de lelos que están al frente de la policía. También los políticos dicen
mostrarse sorprendidos. Otros que tal. Vaya ojos de lince.
A ver. Irrumpieron cual elefante
en cacharrería cuando el referéndum del 1 de octubre de 2017 con una desmedida,
violenta e innecesaria actuación policial. Encarcelaron a los ‘líderes del procés’
y se ensañaron para que todo el mundo tuviera claro que con el Estado no se juega.
Que sepa a quien se le ocurra cuestionar su mantra que sobre él caerá todo el
peso de la ley. ¿Qué digo peso?, una descomunal maza. De acuerdo con su aviesa
lógica, les juzgaron y les impusieron unas penas que el rotativo The
Guardian tildó de “draconianas” y calificó de “vergüenza para España” (14
de octubre). Y para rematar la faena cometieron (¿intencionadamente?) la
torpeza (o la destreza, vete a saber) de hacer pública la condena un 14 de
octubre (el 14 de octubre de 1940 el presidente de la Generalitat, Lluís
Companys, fue condenado a muerte por un consejo de guerra de los militares
franquistas, siendo fusilado al alba del día siguiente). ¡Claro que sí! Pa’
chulo, chulo mi pirulo.
Y es que como tengan que salirse
lo más mínimo del guión sus esquemas mentales se hacen añicos. Este es el único
mundo posible, la única forma de organización social factible. Nada puede
existir fuera de ellos. Su cerebro no da para más, demasiados años de
adocenamiento continuado (voluntario).
Así las cosas, es natural que
estén desconcertados. No esperaban una respuesta de tal calibre. ¿Cómo?, ¿cómo
puede ser?, ¿qué pasa? Es el suyo un mundo tan irreal que ni alcanzan a
vislumbrar que lo que sucede en Catalunya (me refiero solo a las acciones
violentas, o de fuerza) antes han tenido lugar en otros lugares. Que grupos
‘antisistema’ protesten en Bayona con motivo de la cumbre del G-7, vale; que en
el movimiento de los chalecos amarillos haya grupos violentos, pues también.
Pero, ¿entre nosotros? Somos los mejores, oé, oé, oé…
“Esto ya no va de independencia”, les aclara la pintada que figura en la fotografía con la que ilustro este artículo. Con su actuación han propiciado una acción que no entraba en sus cálculos, pero nada nueva. Se remonta a los enragés de la Revolución francesa y se reproduce, por poner uno de los ejemplos más conocidos, en el Mayo del 68 francés –cuyas imágenes de enfrentamientos, barricadas, adoquines levantados para ser usados como munición se asemejan muchísimo a las que vemos estos días de Barcelona–, se deja ver en los bluosons noirs y en otros muchos movimientos contraculturales de lo que ahora se denominan ‘tribus urbanas’. Nada nuevo, salvando todas las distancias.
El comunicado “CNT Barcelona
ante los últimos acontecimientos represivos” (19 de octubre) puede que les
aclare algo: “[…] como organización de clase nos situamos en contra tanto
del Estado español, como del proyecto de Estado catalán. Ya que todo Estado, en
el ejercicio del monopolio de la violencia, y como instrumento de la
oligarquía, tiene como objetivo el control y la extracción de la riqueza que
genera la clase trabajadora en beneficio de unos pocos. En esta ocasión la
propia burguesía catalana ha sido víctima de las redes represivas de una
Democracia liberal de la que ha sido parte indispensable durante décadas. No
podemos olvidar la tortura en las cárceles catalanas, la corrupción sistemática
y la represión hacia nuestra organización y otros muchos colectivos y personas
que han sido objeto de la misma. En un claro ejercicio de hipocresía y cinismo,
hemos sido testigos de cómo el presidente Quim Torra animaba a manifestarse al
pueblo catalán para luego reprimirlo con la policía. El conseller d’interior,
Miquel Buch, defendía la actuación de los mossos, condenando la ‘violencia
de los manifestantes’. Oriol Junqueras sigue insistiendo en que el conflicto debe
resolverse en las urnas, como no. […] Nos desmarcamos de los partidos
políticos, de estas organizaciones ‘sindicales’, del nacionalismo”.
Frente al nacionalismo, pues, el
internacionalismo. La acción directa no es algo que haya surgido de la noche a
la mañana, es una estrategia utilizada en infinidad de ocasiones por los
anarquistas. También la solidaridad. Sí, solidaridad (“adhesión circunstancial
a la causa o a la empresa de otros”, RAE), aunque a alguien pueda
escandalizarle. Si bien, igual el que se escandaliza clica luego en el ‘me
gusta’ de cualquier publicación –aquí o donde sea– con un texto de Kropotkin o
Malatesta. Y junto al internacionalismo, la libertad de los pueblos y la
descentralización del poder. Entre los calificados como antisistema entrarían
los CDR, una formación anticapitalista que no se conforma con un simple cambio
de rostros y de partidos al frente de unas instituciones al servicio del poder
económico, que –lógicamente; sí, lógicamente– cuentan con un sector
(minoritario) que entronca con lo que decíamos.
Afirmaba al principio del
artículo que contemplo los hechos con expectación, pero sin preocupación. Y es
que la gente –a la que se le insufla miedo– se acojona pensado que es el caos,
el desastre total. Tranquilos. No pasará nada. ¿Qué demonios va a pasar? ¿Qué
sucedió en Mayo del 68 con los episodios violentos, o de fuerza, en las calles?
Nada. Y eso que contaban con un respaldo
social muchísimo mayor. Las aguas volvieron a su cauce. ¿Alguien puede llegar a
imaginar que estos grupos lleguen a hacerse con el poder?, ¿qué se haga
realidad su modelo de sociedad? ¡Venga ya! Se pretende restaurar el equilibrio.
Pues bien, un equilibrista se caerá enseguida si la cuerda no está bien
tensada. Por una parte (la ‘constitucional’) ya lo está. Por la otra se está
tensando ahora. Ya verán cómo, más tarde o más temprano, habrá un acuerdo que
no sé si solucionará gran cosa, pero se dirá que sí y todos los actores
políticos se atribuirán el mérito y se mostrarán satisfechos. Los grupúsculos
de los CDR a la marginalidad y los grupos anarquistas y anticapitalistas
proseguirán su tarea en otra parte. Mientras, más follón.
Dicen que la violencia no se combate con más
violencia, ¿y el nacionalismo sí con más nacionalismo y mano dura?
Agentes antidisturbios cargan contra los manifestantes en el aeropuerto de El Prat en Barcelona. / Kaos en la Red.
Sin duda se recordará este
reciente y lamentable asunto: al ser practicada la autopsia, se halló la caja
craneana de un agente de policía vacía de todo rastro de cerebro y rellena, en
cambio, de diarios viejos. La opinión pública se conmovió y asombró por lo que
fue calificado de macabra mistificación. Estamos también dolorosamente
conmovidos, pero de ninguna manera asombrados.
No vemos por qué se esperaba
descubrir otra cosa que lo que se ha descubierto efectivamente en el cráneo del
agente de policía. La difusión de las noticias impresas es una de las glorias
de este siglo de progreso; en todo caso, no queda duda que esta mercadería es
menos rara que la sustancia cerebral. ¿A quién de nosotros no le ha ocurrido
infinitamente más a menudo tener un diario en las manos, viejo o del día, antes
que una parcela, aunque fuera pequeña, de cerebro de agente de policía? Con
mayor razón, sería ocioso exigir de esas oscuras y mal remuneradas víctimas del
deber que, ante el primer requerimiento, puedan presentar un cerebro entero. Y,
por otra parte, el hecho está ahí: eran diarios.
El resultado de esta autopsia no
dejara de provocar un saludable terror en el ánimo de los malhechores. De aquí
en más, ¿cuál será el atracador o el bandido que vaya a arriesgarse a hacerse
saltar la tapa de su propio cerebro por un adversario que, por su parte, se
expone a un daño tan anodino como el que pueda producir una aguja de ropavejero
en un cubo de basuras? Quizás, a algunos contribuyentes demasiado escrupulosos
pueda parecerles en cierta manera desleal recurrir a semejantes subterfugios
para defender a la sociedad. Pero deberán reflexionar que tan noble función no
conoce subterfugios.
Sería un deplorable abuso acusar
a la Prefectura de policía. No
negamos a esta administración el derecho de munir de papel a sus agentes. Sabemos
que nuestros padres marcharon contra el enemigo calzados con borceguíes también
de papel y no ha de ser eso lo que nos impida clamar indomable y eternamente,
si es necesario, por la Revancha. Pretendemos solamente examinar cuáles eran
los diarios de que estaba confeccionado el cerebro del agente de policía.
Aquí se
entristecen el moralista y el hombre culto. ¡Ah!, eran La Gaudriole, el
último número de Fin de Siècle* y una cantidad de publicaciones algo más
frívolas, algunas de ellas traídas de Bélgica de contrabando.
He ahí algo que
aclara ciertos actos de la policía, hasta hoy inexplicables, especialmente los
que causaron la muerte de héroe de este asunto. Nuestro hombre quiso, si
recordamos bien, detener por exceso de velocidad al conductor de un conductor que
se hallaba estacionado, y el cochero, queriendo corregir su infracción,
solo atinó, lógicamente, a hacer retroceder su coche. De allí la peligrosa
caída del agente, que se hallaba detrás. No obstante, recobró sus fuerzas,
luego de unos días de reposo, pero, al ser intimado a recobrar al mismo tiempo
su puesto de servicio, murió repentinamente.
La responsabilidad de tales hechos atañe indudablemente a la incuria de la administración policial. Que en adelante controle mejor la composición de los lóbulos cerebrales de sus agentes; que la verifique, si es menester, por trepanación, previa a todo nombramiento definitivo; que la pericia médico-legal solo encuentre en sus cráneos… No digamos una colección de La Revue Blanche y de Le Cri de Paris**, lo cual sería prematuro en una primera reforma; tampoco nuestras Obras completas: a ello se opone nuestra natural modestia, tanto más que esos agentes, encargados de velar por el reposo de los ciudadanos, constituirían más bien un peligro público con la cabeza así rellenada. He aquí algunas de las obras recomendables en nuestra opinión para el uso:
1º) El Código penal; 2º) Un plano de las calles de París, con la nomenclatura de los distritos, el cual coronaría el conjunto y representaría agradablemente, con su división geográfica, un simulacro de circunvoluciones cerebrales: se lo consultaría sin peligro para su portador por medio de una lupa, fijada luego de la trepanación; 3º) un reducido número de tomos del gran diccionario, de Policía, si nos arriesgamos a prejuzgar por su nombre: La Rousse [La Poli, en argot], 4º) y sobre todo, una rigurosa selección de opúsculos de los miembros más notorios de la Liga contra el abuso de tabaco.
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El cerebro del agente de policía fue escrito por Alfred Jarry en 1901. El texto que aquí figura se publicó en el libro ‘Patafísica, junto con Especulaciones, Madrid, Pepitas de calabaza, 2016.
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Notas:
* La Gaudriole tenía como subtítulo “diario de relatos alegres, historias picantes y novelas ilustres”. Fin de Siècle, “periódico literario ilustrado que aparece el sábado”, tenía una tirada de más de 70.000 ejemplares y se había vuelto mucho más insustancial y anodino.
** La Revue Blanche era una revista literaria y artística cercana al anarquismo que se publicó solamente entre 1899 y 1903. Le Cri de Paris era un periódico semanal de carácter político y satírico, muy cercano a La Revue Blanche, que apareció en 1897 y dejó de publicarse en 1940.
El 9 de octubre (Nou d’Octubre) es el ‘Dia de la
Comunitat Valenciana’. Se eligió esa fecha porque el 9 de octubre de 1238 tuvo
lugar la entrada victoriosa a la ciudad de Valencia del rey Jaime I.
Cuando el territorio del actual País Valenciano fue
conquistado por el rey y sus huestes, era un reino taifa poblado por árabes, o balansiyanos mejor dicho, pues en
aquellos momentos sus tierras se denominaban Balansiya, y de aquí viene el
nombre de Valencia y de sus nativos, los valencianos. Más que hablar de
‘reconquista’, como se hizo durante tanto tiempo, o de ‘entrada a la ciudad’,
hay que hacerlo de ‘conquista’, y más que de ‘repoblación’ de ‘ocupación’. El
pueblo musulmán de al-Ándalus fue invadido por una minoría dominante mejor
pertrechada –en 1272 aún poblaban el País Valenciano 200.000 musulmanes y
33.000 cristianos– que le obligaba a cambiar drásticamente su modo de vida, sus
creencias y sus seculares tradiciones. Muchos fueron expulsados de sus casas y
desposeídos de sus propiedades, y si no hubo una matanza generalizada, como en
Mallorca, y buena parte de ellos pudo conservar sus tierras fue por las mismas
características de la conquista, que no hicieron necesaria una repoblación inmediata.
La sensación de dominio, de haber sido invadidos y
sometidos, que debieron experimentar aquellos hombres, mujeres y niños, no desearía
vivirla: confinados a menudo en morerías, convertidos en mano de obra barata
para los nuevos señores, obligados a bautizarse por la fuerza… ¿Por quién? Por
otros. Simplemente eso: unos extraños, unos desconocidos.
Se ponía así fin a cinco siglos de cultura árabe que
dejaron una huella imborrable. La agricultura, tras la conquista, se sirvió de
su sistema de regadío. Los musulmanes aprovecharon vestigios y mejoraron anteriores
acueductos y estructuras que se remontan hasta la época romana, y dieron a
conocer la noria al tiempo que perfeccionaron su uso, e introdujeron el
naranjo, la caña de azúcar, el albaricoquero, el algarrobo, la alcachofa, el
algodón, la palmera datilera y, aunque todavía no se cultivaba a gran escala, el
arroz.
La toponimia actual conserva infinidad de nombres
de origen musulmán. De los 542 municipios que integran la actual Comunidad
Valenciana, alrededor de un centenar empiezan por los sufijos -al y -beni, manifiestamente
árabes. Pero no solo estos. Mi pueblo, por ejemplo, Muro, es de origen árabe
(aunque desconozcamos el porqué del topónimo), y otros muchos de una larga
lista, como Silla (pequeña llanura), Manuel (salida de un valle), Monòver (florido)
o Russafa (jardín). También, en todos los órdenes, son muchos los vocablos
actuales provenientes de aquella época: alambique, alforja, alguacil, barrio,
café, dársena, jaqueca, jarra, jinete, mazmorra, mengano, mezquino, rambla,
rehén, sandía, tahona, y un largo etcétera.
El tortuoso trazado del núcleo histórico de muchísimas
localidades valencianas es de origen musulmán y reflejo de dos formas distintas
de organización social: las familias de al-Ándalus eran de tipo extenso y las
cristianas nuclear. En las primeras, cuando un hijo suyo se casaba construían
otra estancia quitando espacio al patio en un solar adyacente. Las cristianas
irán añadiendo parcelas, una al lado de otra, formando calles rectilíneas.
Con todo esto quiero decir que, tras la conquista
del territorio valenciano por las huestes de Jaime I, estas se encontraron con
una sociedad más avanzada que la suya, cuyos logros sirvieron para cimentarla. Así
pues, ¿qué se celebra el Nou d’Octubre? ¿El nacimiento de una nación,
parafraseando el título de la película de D. W. Griffith de 1915? O de un
pueblo, si lo prefieren: el valenciano. Una nueva
sociedad, en definitiva. Si así es, ¿cómo se alcanzó? ¿Como en Estados Unidos?,
¿con la destrucción la cultura de las tribus indias y el genocidio de
comunidades enteras? ¿O como hizo la Corona de Castilla (eso que llaman incipiente
Reino de España) con las culturas precolombinas)? De los 200.000 habitantes que
tenía la taifa de Valencia cuando fue conquistada, unos 40.000 marcharon de sus
tierras. Los que se quedaron, los moriscos, terminaron siendo expulsados en
1609, no sin antes haber sufrido el excesivo celo inquisidor para que se
evangelizaran y padecer el rechazo de los cristianos, que los consideraban
demasiados prolíficos, trabajadores y mezquinos. Un tercio de la población valenciana
–alrededor de 120.000 personas– se vio obligada a abandonar para siempre unas
tierras que habían morado ya sus antepasados y consideraban suyas.
La medida no gustó a los nuevos señores, los
verdaderos beneficiados con la Conquista. El Llibre del Repartiment registra
la donación de propiedades expropiadas a los musulmanes una vez finalizada la conquista
entre aquellos que habían ayudado en la campaña: órdenes militares, alto clero
eclesiástico, nobles y caballeros, principalmente. Todo ello condujo a la
formación de un régimen feudal especialmente duro, fuente de constantes
conflictos entre los señores y los campesinos durante los tiempos medievales y
hasta la época preindustrial.
Yo, la verdad, no sé qué demonios se celebra hoy.
Es más, creo que no lo sé ni yo ni nadie. Entre los valencianos nunca ha habido
eso que llaman ‘conciencia nacional’. No voy a entrar ahora en las causas, sigo
limitándome a los hechos. Y estos me dicen que su faceta más folclórica y
espectacular –versionada según los idearios de quienes en cada momento
detentaba el poder– es la que ha predominado sobre cualquier otra
consideración.
¿Qué no? A las pruebas me remito. ¡Con la lata que
dieron los que se declaran ‘nacionalistas’ o ‘valencianistas’ cuando se aprobó
el Estatuto de Autonomía de 1982! En él se pactó, entre otras cosas, que el
territorio valenciano se denominaría oficialmente Comunidad (o Comunitat)
Valenciana y se redactó de manera ambigua el articulado sobre la lengua de los
valencianos. Los firmantes de aquel estatuto se convirtieron poco menos que en
traidores. ¿Cómo que Comunitat Valenciana? ¡País Valencià! ¿Cómo que el
valenciano es el idioma oficial? ¡El catalán! Algunos iban un poco más allá y
reivindicaban nuestra pertenencia a los Països Catalans. Y con el himno…
¿Cómo podía ser el himno oficial el mismo de la Exposición Regional Valenciana
de 1909, aquel que dice “Para ofrendar nuevas glorias a España”, aunque solo
sonara la música? ¡Qué barbaridad!
Mucho ha llovido desde entonces. Aglutinados en
torno a Compromís –una heterogénea mezcla en la que se juntan desde los
antiguos procatalanistas a los que militaban en la derecha valencianista más
rancia–, han hecho suyo el “donde dije digo, digo Diego” y, ¡hala! a ofrenar
noves glòries a Espanya tots a una veu. Compromís y los demás partidos
políticos, por supuesto. Todos a cumplir con su misión: continuar con el espectáculo
y así seguir con el condicionamiento cultural en el ámbito del condicionamiento
general.
El encuadramiento de la juventud
en la sociedad actual ha sido un fracaso. El de las generaciones mayores se
reduce a casi nada, adormecidas sobre todo por la rutina laboral, conformadas
con la suerte de las formaciones políticas tradicionales. Viven como mucho de
ilusiones pasadas y sus esperanzas de una vida mejor se ahogan en las
condiciones jerárquicas del mundo dominante, al que aceptan como el único
posible. Unos y otros viven la sociedad del consumo y del tiempo libre como
como sociedad del tiempo vacío, como consumo del vacío. Unos y otros, ¿viven?,
¿o simplemente existen? No hay ni plenitud ni futuro si no hay sueños que
contar. Hoy no hay sueños, excepto aquellos que se derivan del delirio de la
dominación y forman parte de la pesadilla planificada.
¿Qué le queda al que no se
resigna a vivir en un permanente trance hipnótico? Ante todo y sobre todo, una
infinita tristeza. La tristeza del vencido, del que nació con el ánimo elevado que
la vida se encargó de aplastar.
Mas ni siquiera la tristeza es
igual para todos. Tristeza não tem fim, felicidade sim, que dice la
canción. Es lo mismo que les ocurre a los naranjos. Les ataca la tristeza. Sin
saber por qué el árbol se debilita, cada vez más aprisa, sus hojas se marchitan
en poco tiempo. Pero el naranjo no muere, solo aparentemente. Fuera de
estación, cuando ya no es el momento, florece, y además abundantemente, pero
sus frutos nadie los quiere, son pequeños y tienen mal color. Donde
parece que hay, no hay, que dijo Quevedo. Eso sí, los naranjos ricos ─mejor
dicho: aquellos cuyos propietarios cuentan con más medios─ nunca sufren de
tristeza, jamás padecen la enfermedad, pues la planta originaria, más cara
lógicamente, está ya preparada para que no pueda ser inoculada. Se les llama
árboles tolerantes, a estos. Tolerante es quien sabe sufrir, quien lleva las
cosas con paciencia, el que permite algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo
expresamente, lo dice la Real Academia (debe ser así). El tolerante no sufre de
tristeza. Hay que ser, pues, tolerantes, con nosotros mismos sobre todo, con
nuestras acciones e intereses, y hay que formar espíritus tolerantes,
condescendientes, desde el mismo momento de nacer, hemos de ser tolerantes, los
que trabajan doce horas al día en faenas tan poco ilusionantes como mal
remuneradas, los parados que ya no cuentan con el correspondiente subsidio,
quienes prostituyen su espíritu y quienes lo hacen con su cuerpo, los
infelices, los impotentes, los fracasados, los ilusos, los descreídos, los
vencidos. Desde los primeros días de la infancia.