Stefan Zweig y un servidor

Mi más sincero agradecimiento a Ana de la Calle por esta reflexión literaria en la que me compara nada menos que con alguien de la talla de Stefan Zweig, uno de los escritores más sobresalientes del siglo XX. Un honor que no merezco, pero que me halaga sobremanera y colma mi ego.

¿No sabes que los maricones tienen que estar debidamente identificados?

El cabaret Eldorado (local de ambiente LGBT) en febrero-marzo de 1933 tras ser clausurado por las autoridades tras la llegada al poder del NSDAP. / Bundesarchiv.

―Han clausurado Eldorado. Hay un pequeño cartel pegado en la puerta que dice que se cierra el local por orden de la autoridad.

―Pues Helmut y Sam se dirigían hacia allí. Hoy libra Helmut y había quedado con unos amigos. Parecía presentirlo, decía que igual era la última vez. Insistía por eso para que fuéramos con él, pero yo no me encuentro bien.

―¿Qué te ocurre?

―Nada, me siento cansada y tengo náuseas.

―Eso decía tu madre cuando estaba embarazada de ti. ¿Te ha visto el médico?

―No creo que lo esté. Sí tengo un retraso, pero de unos pocos días. Mi regla siempre ha sido irregular. De todos modos, si sigo así iré. Anda, ayúdame a preparar la cena. Supongo que, al estar cerrado, Sam regresará pronto. Hace tiempo que marcharon.

Esa, efectivamente, era la intención de Sam, y también de Helmut. Tal como estaban las cosas, no les extrañó demasiado verlo cerrado. Se acercaron a leer el cartel y dieron media vuelta. En eso escucharon a sus espaldas el plash de pisadas de calzado sobre la calle mojada ─hacía poco menos de una hora que había dejado de llover─. Sonaban fuertes, enérgicas. Sam giró la cabeza hacia atrás.

―No te vuelvas ─exclamó Helmut─. Sigue, con paso decidido, pero que no parezca apresurado.

―¿Qué ocurre?

A Helmut no le dio tiempo a explicarle los motivos de su zozobra. Inmediatamente oyeron gritar: ¡Eh, vosotros, alto ahí!

―No te detengas, haz como si no oyeras nada. Hazme caso.

―¿Estáis sordos? ─escucharon que decía una abrupta y cortante voz a sus espaldas─. ¡Que os detengáis!

No pudieron más que obedecer, estaban en medio de la calle. Un par de bravucones muchachos, que apenas alcanzarían los dieciocho años de edad, los miraban desafiantes, engallados, sonreían con suficiencia. Vestían el uniforme de los miembros de las SA, con su característica camisa parda. Les pidieron la documentación.

―Ustedes no son policías ─dijo molesto Sam con una dicción del alemán más que deficiente─ ¿por qué he de mostrarles nada?

Uno de ellos, rubio, imberbe, de ojos claros, porte altanero, sonrió, cogió su porra y le dio con ella en el estómago. Sam se contrajo, había sido un fuerte golpe que, además, le había pillado de improviso. Helmut lo sujetó.

―Mira, mira cómo se quieren ─decía uno de los camisas pardas al otro; ambos reían.

Helmut y Sam les dieron sus documentos.

―Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ─el rubito parecía llevar la voz cantante─. No solo son maricones, también judíos, y seguro que comunistas ¿no? Porque sois todo eso, ¿verdad?

Ni uno ni otro decían nada. Humillados, avergonzados de sí mismos y de tener que vivir semejante situación, permanecían en silencio.

―¿Verdad? ¿O es que también sois mudos? A ver, tú, el que habla raro, el extranjero; no, tú ─dirigiéndose a Helmut─ repite conmigo: Soy un maricón, un cerdo judío y un comunista.

Helmut calló. El joven rubio le dio un par de bofetadas.

―¡Grita! Soy un cerdo judío, soy maricón. ¡Grítalo! Soy un perro comunista. ¡Un perro! ¡Ladra! ¡Qué ladres! Y luego me lames las botas.

El otro, tan displicente como su camarada, examinaba atentamente la documentación. Se acercó a este y le mostró el pasaporte de Sam mientras le decía algo al oído.

―Así que eres americano. ¿Y qué haces por aquí?

―Soy escritor.

―Es decir, un cabrón de esos que vienen a husmear y luego hablan mal de nuestro pueblo. Venga, ¡largo de aquí! ─y arrojó el pasaporte de Sam al suelo mojado─. Vamos, rápido, antes de que me arrepienta. Tú ─a Helmut─ pasas mañana por la Kripo a por tu documentación. ¿No sabes que los maricones tienen que estar debidamente identificados?

Azarados, dolidos y lastimados, Helmut y Sam regresaron a casa de ese último. Cuando llegaron, Helmut sangraba por la nariz.

―¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ─exclamó Martha al verlos.

―Imagínatelo. Seguro que han sido esas bestias de camisa parda ─dijo Dieter.

Explicaron lo sucedido. Sam se quejaba aún del porrazo en el estómago. Martha le dio un calmante. Pasado el estupor con que escucharon a Sam y Helmut narrar su vejatorio episodio con los SA, la rabia y la consiguiente impotencia, la principal preocupación se centró en la situación de Helmut. ¿Qué hacer en su caso? ¿Y si no lo dejaban salir de la Kripo? ¿Y si lo encarcelaban?

Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird), 2016. Nueva edición 2019.

¡Qué corto es el tiempo de las cerezas!

A Samuel le encantaban las cerezas. Comía las que colgaban de las ramas más accesibles y las caídas del árbol, y cogía un buen puñado para después, para cuando regresara el hambre. Nadie vigilaba aquel cerezo. Los primeros días obró con cautela, temía que alguien le descubriera, desconfiaba de que tanta serenidad, tanta placidez, pudiese disfrutarse de manera tan simple. La paz siempre tiene administradores. Pasó una semana y por allí nadie asomaba.

A finales de mayo, principios de junio, el tiempo suele ser de bonanza, los días son claros, el sol se pone tarde y luce sus mejores galas, es radiante, templado, generoso. Aprovechaba Samuel esas jornadas de seducción de los sentidos y pasaba buena parte del día allí tumbado. Lejos quedaban molinos, talleres y fábricas. A veces se quedaba dormido tan profundamente que hubiese podido estallar un obús a su lado sin que lo advirtiera. Y así, a mitad de una de esas mañanas tan gratificantes, sintió que alguien, o algo, le zarandeaba por los hombros, levemente al principio y más bruscamente al no obtener, quien fuera o lo que fuese, respuesta alguna. Se despertó sobresaltado y su primera reacción, al ver un hombre mayor ─pasaría de los cincuenta años─ con un tosco cayado, barba blanca y aspecto un tanto descuidado fue escabullirse. Se zafó a la velocidad de una centella, pero tropezó en un matojo y cayó de bruces.

―No huyas, chico. No voy a hacerte daño.

Samuel, azarado, no atendía a razones. Se levantó en un periquete y se puso a correr.

―Detente, hombre, que no quiero hacerte nada malo. ¡Mira! ─el extraño arrojó el cayado a sus pies─. Si hubiera querido lastimarte ¿no crees que he tenido tiempo suficiente para haberlo hecho ya?

Samuel se detuvo. Volvió la vista, pero no dio paso atrás. Expectante y temeroso miraba los movimientos del desconocido. No inició este, sin embargo, acción de ningún tipo y Samuel disminuyó la resistencia.

―Anda, ven, no tengas miedo. Si yo solo quiero que me ayudes. Además, puedes ganarte unos reales.

Samuel cogió una vara del suelo, aunque ya por entonces dudaba de la necesidad de protegerse con ella. El bastón que aquel individuo había lanzado instantes antes seguía en su sitio, su dueño también, ni el más mínimo cambio de posición. Se acercó lentamente, con cautela. El hombre mantuvo la postura para que Samuel no se amilanara e iniciaron una conversación. Resultó ser el dueño de aquellos bancales, de la deteriorada caseta y, por supuesto, del cerezo. Samuel trató de excusarse. El sujeto ─que respondía al nombre de Tomás, Tomás Farinetes, apuntó él mismo─ había subido a por cerezas. Solo lo hacía una vez al año, dos como mucho. Llenaba lo más posible las alforjas del borrico y las vendía, colocando un capacho lleno frente a la puerta de su casa para llamar la atención. Cuando empezaban a pasarse de maduras hacía conserva con las sobrantes. En aquella ocasión o bien vendería más o bien tendría más conserva que otras veces, pues marchó cargado de cerezas al contar con la ayuda de Samuel. Cuando acabaron, le dio cuatro reales y le propuso ganar alguno más en días sucesivos si le bajaba cerezas a casa y cuidaba de un par de perales que había en el bancal contiguo, cuyos frutos debería llevarle igualmente llegado el momento. Mientras, podía comer cuantas cerezas le vinieran en gana. Samuel aceptó.

―Aprovecha ahora, muchacho, que el tiempo de las cerezas es muy corto. Como todo lo bueno. Come las que quieras.

Manuel Cerdà: fragmento de mi novela El corto tiempo de las cerezas (2019, nueva edición).