¿No sabes que los maricones tienen que estar debidamente identificados?

El cabaret Eldorado (local de ambiente LGBT) en febrero-marzo de 1933 tras ser clausurado por las autoridades tras la llegada al poder del NSDAP. / Bundesarchiv.

―Han clausurado Eldorado. Hay un pequeño cartel pegado en la puerta que dice que se cierra el local por orden de la autoridad.

―Pues Helmut y Sam se dirigían hacia allí. Hoy libra Helmut y había quedado con unos amigos. Parecía presentirlo, decía que igual era la última vez. Insistía por eso para que fuéramos con él, pero yo no me encuentro bien.

―¿Qué te ocurre?

―Nada, me siento cansada y tengo náuseas.

―Eso decía tu madre cuando estaba embarazada de ti. ¿Te ha visto el médico?

―No creo que lo esté. Sí tengo un retraso, pero de unos pocos días. Mi regla siempre ha sido irregular. De todos modos, si sigo así iré. Anda, ayúdame a preparar la cena. Supongo que, al estar cerrado, Sam regresará pronto. Hace tiempo que marcharon.

Esa, efectivamente, era la intención de Sam, y también de Helmut. Tal como estaban las cosas, no les extrañó demasiado verlo cerrado. Se acercaron a leer el cartel y dieron media vuelta. En eso escucharon a sus espaldas el plash de pisadas de calzado sobre la calle mojada ─hacía poco menos de una hora que había dejado de llover─. Sonaban fuertes, enérgicas. Sam giró la cabeza hacia atrás.

―No te vuelvas ─exclamó Helmut─. Sigue, con paso decidido, pero que no parezca apresurado.

―¿Qué ocurre?

A Helmut no le dio tiempo a explicarle los motivos de su zozobra. Inmediatamente oyeron gritar: ¡Eh, vosotros, alto ahí!

―No te detengas, haz como si no oyeras nada. Hazme caso.

―¿Estáis sordos? ─escucharon que decía una abrupta y cortante voz a sus espaldas─. ¡Que os detengáis!

No pudieron más que obedecer, estaban en medio de la calle. Un par de bravucones muchachos, que apenas alcanzarían los dieciocho años de edad, los miraban desafiantes, engallados, sonreían con suficiencia. Vestían el uniforme de los miembros de las SA, con su característica camisa parda. Les pidieron la documentación.

―Ustedes no son policías ─dijo molesto Sam con una dicción del alemán más que deficiente─ ¿por qué he de mostrarles nada?

Uno de ellos, rubio, imberbe, de ojos claros, porte altanero, sonrió, cogió su porra y le dio con ella en el estómago. Sam se contrajo, había sido un fuerte golpe que, además, le había pillado de improviso. Helmut lo sujetó.

―Mira, mira cómo se quieren ─decía uno de los camisas pardas al otro; ambos reían.

Helmut y Sam les dieron sus documentos.

―Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ─el rubito parecía llevar la voz cantante─. No solo son maricones, también judíos, y seguro que comunistas ¿no? Porque sois todo eso, ¿verdad?

Ni uno ni otro decían nada. Humillados, avergonzados de sí mismos y de tener que vivir semejante situación, permanecían en silencio.

―¿Verdad? ¿O es que también sois mudos? A ver, tú, el que habla raro, el extranjero; no, tú ─dirigiéndose a Helmut─ repite conmigo: Soy un maricón, un cerdo judío y un comunista.

Helmut calló. El joven rubio le dio un par de bofetadas.

―¡Grita! Soy un cerdo judío, soy maricón. ¡Grítalo! Soy un perro comunista. ¡Un perro! ¡Ladra! ¡Qué ladres! Y luego me lames las botas.

El otro, tan displicente como su camarada, examinaba atentamente la documentación. Se acercó a este y le mostró el pasaporte de Sam mientras le decía algo al oído.

―Así que eres americano. ¿Y qué haces por aquí?

―Soy escritor.

―Es decir, un cabrón de esos que vienen a husmear y luego hablan mal de nuestro pueblo. Venga, ¡largo de aquí! ─y arrojó el pasaporte de Sam al suelo mojado─. Vamos, rápido, antes de que me arrepienta. Tú ─a Helmut─ pasas mañana por la Kripo a por tu documentación. ¿No sabes que los maricones tienen que estar debidamente identificados?

Azarados, dolidos y lastimados, Helmut y Sam regresaron a casa de ese último. Cuando llegaron, Helmut sangraba por la nariz.

―¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ─exclamó Martha al verlos.

―Imagínatelo. Seguro que han sido esas bestias de camisa parda ─dijo Dieter.

Explicaron lo sucedido. Sam se quejaba aún del porrazo en el estómago. Martha le dio un calmante. Pasado el estupor con que escucharon a Sam y Helmut narrar su vejatorio episodio con los SA, la rabia y la consiguiente impotencia, la principal preocupación se centró en la situación de Helmut. ¿Qué hacer en su caso? ¿Y si no lo dejaban salir de la Kripo? ¿Y si lo encarcelaban?

Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird), 2016. Nueva edición 2019.

La recompensa

Un hombre (…) encontró una cartera repleta de dinero, más de mil dólares, la mayoría en billetes de cien, cuando se dirigía a uno de los restaurantes más lujosos de Nueva York donde trabajaba como camarero. No había tenido nunca un billete de cien en sus manos, ni visto tanto dinero junto; eso no lo ganaba él en un año. Visiblemente nervioso, lo primero que hizo al llegar al trabajo fue contárselo a un íntimo amigo, compañero suyo, camarero también. Nuestro hombre estaba hecho un lío y no sabía si devolver o no la cartera a su propietario. En la documentación que había con el dinero figuraba su nombre y las señas; se trataba de un acaudalado hombre de negocios que vivía en un lujoso inmueble de la Quinta Avenida. Desde el primer momento, su amigo le aconsejó que se la quedara, que a un tipo como al que pertenecía la cartera le sobraba el dinero mientras que a él le arreglaba la vida una buena temporada.

Por la noche, lo habló también con su mujer, una irlandesa católica, como él; ambos eran emigrantes, profundamente religiosos y esperaban un tercer hijo. Ella dudaba, pero cuanto más lo pensaba más favorable se mostraba a quedarse con el dinero. ¿No ves cómo vivimos? Piensa en los niños. A él, sin embargo, le ocurría lo contrario. Su moral, concluyó, no le permitía hacer una cosa así.

A la mañana siguiente se presentó en la mansión del dueño de la cartera para hacerle entrega de la misma. Le recibió un criado, con librea, más elegante que él mismo cuando se ponía, los días festivos, sus mejores ropas. Le dijo que esperara un rato en el vestíbulo, suntuoso, más amplio que su casa; cualquiera de los muebles, objetos o cuadros que lo decoraban seguramente tenía más valor que todas sus posesiones juntas. Si esto es así, ¡cómo será el resto de la casa!, pensó. Salió por fin el potentado dueño de todo aquello, que se deshizo en halagos hacia el comportamiento del camarero y le gratificó con veinte dólares. ¡Veinte dólares! ¡Será miserable! Mira que solo darte veinte cochinos dólares. Ya te dije que no le devolvieras el dinero. No se lo merece, ni él ni todos esos acaparadores que ya ves cuánto nos valoran, le dijo su amigo al enterarse.

La casualidad hizo que unas semanas después debieran servir en casa del magnate un ágape para un centenar de invitados que el millonario caballero había encargado al restaurante donde trabajaban los dos amigos. Fíjate en esa figurilla ─un pájaro tallado en cristal con incrustaciones de zafiros y rubíes y adornos en plata y oro─, debe valer una fortuna, con lo pequeña que es, y el muy avaro solo te dio veinte dólares. ¡Qué asco de gente! El honrado camarero seguía creyendo que había actuado conforme su conciencia le dictaba, pero se sentía cada vez más enojado y defraudado, especialmente ante el derroche extravagante que tenía lugar ante sus ojos (…); también porque saludó al dueño de la casa y este no solo no se acordaba de él, sino que ni siquiera le devolvió el saludo.

Cuando terminó la celebración, mientras recogían las cosas, se cercioró de que nadie le miraba y escondió la figurilla en su chaqueta. La mala suerte quiso que, ya saliendo de la casa, tropezara y la figurilla cayera al suelo. Llamaron a la policía, que obviamente le detuvo. La figurilla en cuestión estaba valorada nada menos que en cinco mil dólares. Se enfrentaba a una condena que podía llegar a varios años de prisión, según considerase el juez la gravedad del delito. De nada sirvió que su mujer consiguiera hablar con el ofendido propietario de la figurilla. No dudo de la honradez de su marido, me demostró su rectitud al devolverme el dinero. Pero todos nos extraviamos alguna vez. ¿Y qué hace usted cuando uno de sus hijos realiza una acción que pueda llevarle por el camino del descarrío y la perdición? Corregirle. ¿Cómo? Con un castigo. En lo que pueda intentaré que la pena que le impongan a su marido sea lo más leve posible, pero no retiraré la denuncia. Es lo mejor que puedo hacer por él. Finalmente, el camarero fue condenado a un año de cárcel. Lógicamente, perdió su empleo.

“La recompensa” es un relato de Sam Shuterland, el protagonista de mi novela Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).

Alcoi, 10 de julio de 1873

Incendio de varias casas colindantes con el ayuntamiento para obligar a las autoridades a rendirse.
Grabado de La Ilustración Española y Americana (24 de julio de 1873).

Samuel salió a la calle sobre las siete de la mañana. El día luminoso, raso, despejado Se dirigió a la plaza. Un buen número de personas se congregaba frente al campanario de Santa María. Los guardias municipales se habían quedado sin munición. Estaban indefensos arriba de la torre. Se escuchaban gritos. Bajad ahora, valientes; ¿Tenéis miedo, cobardes?; Bajad de una vez, como subamos a por vosotros…; Bajad, asesinos, traidores; Bajáis o subimos.

Momentos después los guardias se asomaron a la puerta del campanario, los siete, temblorosos, espantados, lívidos, sudorosos, con las manos en alto, atemorizados. No se atrevían a salir. Nadie era ajeno al ambiente de animadversión que dominaba, no había indiferentes. Un odio postergado, antiguo, que algunos creían relegado por el simple paso del tiempo, parecía haber despertado en la conciencia colectiva. Al lado de Samuel se encontraba un tal Parranca, matarife, voluntario de la República, armado con una carabina; de su mano un niño de unos doce años, su hijo, sostenía una navaja.

Un hombre que rondaría la treintena alcanzó en un par de zancadas la posición de los guardias, agarró al cabo por los pelos y le asestó una puñalada en el estómago. Cayó fulminado, retorciéndose de dolor. Inmediatamente, los demás siguieron su ejemplo. Una turba se abalanzó sobre los seis restantes. Desde donde estaba situado, Samuel no pudo ver de qué manera les acometieron, aunque no era difícil de imaginar.

Unos minutos después los cuerpos inertes de los desfigurados guardias eran trasladados al hospital por los mismos insurrectos.

La gente que ocupaba la plaza, cada vez en mayor número, furiosa, encolerizada, seguía demandando justicia. Y la justicia exigía el castigo del máximo responsable de la tragedia: Albors. ¿Dónde está Albors? A por él, que no escape… Tuvo que ser el propio Albarracín, montado sobre su caballo blanco, quien pusiera orden. […]

Todos siguieron a Albarracín a la contigua plaza del Mercado. La espita del odio estaba abierta y la llave para regular su paso atascada de desasosiegos, odios, rencores, ilusiones y esperanzas. La casa consistorial se hallaba completamente sitiada, no había escapatoria posible para sus contumaces ocupantes, era simple cuestión de tiempo. Los defensores del orden, para los de dentro, los enemigos de la justicia social, para los de fuera, no tenían más opción que rendirse o ser pasto de las llamas. Una trompeta llamó a silencio. La potente y subyugante voz de Albarracín conminando a Albors y los suyos a la rendición ─por última vez, dijo─ pudo escucharse perfectamente. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna, de nuevo el silencio. Se oían ruidos procedentes del interior de la casa consistorial y de las aledañas a esta. Al parecer seguían perforando tabiques y paredes interiores buscando una salida. Los ánimos se encrespaban más, si es que ello era posible; a la inquina dominante se añadía la impaciencia, el deseo de acabar de una vez.

―Está en casa de Laliga exclamó de pronto uno de los sublevados que pareció reconocer la voz de Albors.

Hablaba en singular, pues en definitiva se trataba de Albors; los demás eran simples acompañantes en su temerario propósito. La carnicería de Laliga fue ocupada inmediatamente. Nunca la había tenido tan llena. Aquí, están aquí, gritaba la gente. Bribones, pillos, ladrones, y demandaban petróleo. Están ahí, en el sótano, quemad la puerta, veréis que pronto abandonan la madriguera. Por fin Pedro Cort, propietario y fabricante, se decidió a salir y en aquel mismo instante se oyeron disparos y golpes que pusieron fin a su existencia.

Albors, ¿dónde está Albors? Sal, cobarde, ¿vas a permitir que siga muriendo gente por ti? Sal, cagón, gallina. Aquí no está, dijo Baltasar Blanes, guardia municipal, de 40 años, quien había emigrado desde el cercano pueblo de Benasau en busca de un mejor empleo como tantos de los otros que ahora se enfrentaban a él. Creía haber tenido suerte, un municipal tiene trabajo todos los días. No fue así. Salió implorando misericordia, tenía tres niños, decía. Un insurrecto le increpó:

―¿Y cuántos tenía yo el día que me denunciaste? ¡Cuatro! Te supliqué que no dieras parte, que total eran unos pocos metros de tela. Al dueño no le hacían nada, pero a mí… Acabé en la cárcel, me despidieron de la faena.

―No podía hacer otra cosa, cumplía con mi deber. ¿Qué iba a hacer? Yo no dicto las leyes.

―Tu deber era estar con los tuyos. Ahora, yo también cumplo con mi deber.

Un tiró le descerrajó. Otro guardia que se encontraba con ellos tuvo mejor fortuna. Sollozaba, clamaba clemencia, juraba no saber dónde estaba Albors. Cada uno escaba por dónde podía, Albors había dado la consigna de sálvese quien pueda. ¡Ya está bien, llevadlo a la cárcel!, gritó Fombuena cuando un insurrecto se disponía a rematarle en el suelo de un navajazo. Miraron al desgraciado municipal. Levantaron al guardia entre varios y se lo llevaron en medio de un mutismo generalizado.

―¿Y Albors? ─Monllor seguía impaciente la narración de Samuel.

―Lo cogieron. Antes mataron también a Carmelo García, el recaudador de contribuciones. Trataba de escapar simulando ser un internacional, decía que Albors estaba escondido en los bajos del ayuntamiento, que es de donde él salía. Uno, no sé quién, le reconoció y de un culatazo tremendo le abrió la cabeza, se desplomó como si fuera un muñeco de trapo. Después le propinaron unos cuantos culatazos más. Poco después encontraron a Albors, escondido en casa de doña Elena Barceló. Un tal Senent gritaba desde un balcón que por fin lo habían apresado y que cómo lo querían, vivo o muerto. Vivo, gritaron todos, que salga por su propio pie, y empezaron a golpear la puerta con un hacha. Enseguida salió Albors, con Senent y otros dos internacionales. Trataba de mantener la entereza, llevaba el sombrero puesto, pero estaba sucio y demacrado. Miraba a su alrededor no sé si incrédulo o completamente doblegado, si buscando a alguien que saliera en su defensa o esperando a que alguien se decidiera a terminar con él de una vez. Permanecía de pie, impertérrito, en silencio. Todos le increpaban. Ladrón, pillo, asesino, cobarde, traidor, burgués…  Le decían de todo. Supongo que tendría miedo, pero no lo aparentaba. En realidad no aparentaba nada, quiero decir que parecía estar ido, resignado a su suerte.

―¿Te vio?

―Su mirada se clavó en la mía por un instante, pero no sé si me reconoció, no sé si reconocía a nadie, sus ojos nada expresaban.

―¿Y luego lo mataron?

―Enseguida. Mientras seguían insultándole se iba formando un círculo a su alrededor. Un joven con gorra le propinó un golpe con la mano en la cabeza, haciéndole caer el sombrero al suelo. Albors se agachó para recogerlo y otro le pinchó por detrás, en el cuello, con una bayoneta. A continuación se abalanzaron sobre él. Escuché disparos y gritos, pero desde donde yo estaba solo veía los brazos de mucha gente subiendo y bajando palos, garrotes, navajas… Cuando se apartaron, Albors estaba en el suelo en medio de un gran charco de sangre. Me acerqué. Ataron sus piernas a unas cuerdas, por los tobillos, unos cuantos chiquillos empezaron a arrastrarlo por la calle. Con ellos iba uno que se llama Vicente, que es carpintero, con un sable en la mano, ensangrentado. ¿Queréis probar la sangre de Albors?, decía.

Versión novelada de los hechos sucedidos en Alcoi el 10 de julio de 1873 durante la insurrección del Petrolio. De mi novela El corto tiempo de las cerezas (2015, 2019).

Un estudio histórico de los hechos lo encontrará en mi libro Clase obrera e industrialización: El Petrolio (2013).