Hiroshima

El 6 de agosto de 1945, lunes, el cielo amaneció claro. En un día soleado y caluroso, los habitantes de Hiroshima se disponían a iniciar sus quehaceres cotidianos. Pasadas las 7 de la mañana sonó la alarma antiaérea y corrieron a protegerse en los refugios. Salieron sobre las 8, convencidos de que esta había sido falsa. Sin embargo, poco después, a las 8:15, una luz cegadora cubrió el firmamento y enseguida escucharon un estruendo como nunca antes. Había estallado, a 580 metros de altura, la primera bomba atómica de la historia. El azul del cielo desapareció y se volvió rojo intenso a causa de la enorme bola de fuego que generó la explosión. Parecía que lloraba lágrimas de sangre, fuego hecho líquido.

Ese mismo día el presidente de los Estados Unidos de América, Harry S. Truman –un mediocre político que no esperaba llegar a presidente tan pronto (Roosevelt había fallecido el 12 de abril) y confesaba sentirse abrumado en el cargo– se dirigió a sus conciudadanos en los siguientes términos: “Hace poco tiempo un avión norteamericano ha lanzado una bomba sobre Hiroshima inutilizándola para el enemigo. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor y han sido correspondidos sobradamente. Pero este no es el final, con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción […]. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra.”

Efectivamente, no era el final. Solo tres días después, el 9 de agosto, el centro de Nagasaki era arrasado por una segunda bomba atómica. Esta –llamada Fat Man (hombre gordo)– era de plutonio, la primera –alguien que debía tener instintos sádicos la bautizó con el nombre de Little Boy (Niño pequeño)– de uranio. Las dos sumamente letales y de consecuencias imprevisibles, tanto que sus secuelas se prolongaron durante varias generaciones y aún persisten. “A día de hoy, los hospitales de la Cruz Roja Japonesa siguen atendiendo a miles de supervivientes, afectados por las consecuencias a largo plazo que han padecido, mientras que casi dos tercios de las muertes registradas entre los supervivientes está causada por distintos tipos de cáncer”, denuncia el Comité Internacional de Cruz Roja según la noticia de Europa Press publicada tal día como hoy con motivo del setenta aniversario de la atrocidad.

Pero todo esto, entonces, a los responsables de aquellos actos de terrorismo [terrorismo = sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror (RAE)] les importaba simple y llanamente un bledo. La guerra en Europa había terminado, los nazis se habían rendido el 7 de mayo de forma incondicional. Era evidente que Japón no tardaría no capitular, la guerra la tenía más que perdida ya. Pero ¿cómo no probar la bomba? A raíz del descubrimiento de la fisión nuclear a finales de 1938, un grupo de científicos se dedicaron especialmente a estudiar este fenómeno. Leo Szilard, Eugene Paul Wigner, Albert Einstein y otros recibieron del gobierno estadounidense, en 1939, un crédito inicial para llevar a cabo una exhaustiva investigación de la energía nuclear. La intervención de Estados Unidos en la guerra hizo aumentar notablemente los presupuestos de las investigaciones y las aceleró. Los trabajos para la consecución de la primera bomba nuclear de fisión fueron llevados a cabo en Los Álamos bajo la dirección de Jacob Robert Oppenheimer con el nombre de proyecto Manhattan, y la prueba tuvo lugar en Alamogordo (Nuevo México) el 16 de julio de 1945.

Se había invertido mucho dinero –dos mil millones de dólares– y se había conseguido un arma que nadie más poseía. Había que mostrar al mundo –en especial a la Unión Soviética– que los Estados Unidos de América eran la primera potencia porque eran los más fuertes. Y podían ser los más agresivos frente a quien se atreviera a cuestionar su supremacía.

Tras la cruenta experiencia de la Primera Guerra Mundial, “los gobiernos democráticos no pudieron resistir la tentación de salvar las vidas de sus ciudadanos mediante el desprecio absoluto de la vida de las personas de los países enemigos. La justificación del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 no fue que era indispensable para conseguir la victoria, para entonces absolutamente segura, sino que era un medio de salvar vidas de soldados estadounidenses. Pero es posible que uno de los argumentos que indujo a los gobernantes de los Estados Unidos a adoptar la decisión fuese el deseo de impedir que su aliado, la Unión Soviética, reclamara un botín importante tras la derrota de Japón” (Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1995).

Solo en los primeros momentos que siguieron al estallido de ambas bombas, fallecieron cerca de 250.000 civiles. A ellos hay que sumar las muertes causadas por los efectos de la radiación nuclear, con lo que la cifra –los cálculos difieren según fuentes– podría rondar el medio millón. Por no hablar de los terribles efectos psicológicos y de que siempre hay buitres carroñeros de aspecto humano que sacan provecho de la desgracia de los demás, sea cual sea esta. Así, miles de niños quedaron huérfanos y otros tantos murieron de hambre. “A otros, la Yakuza, la mafia japonesa, los obligaba a trabajar. Numerosas niñas desaparecieron sin que se haya llegado nunca a conocer su destino.” (Dora Luz Romero: “Hiroshima, 70 años después de la bomba atómica”, El País, 5 de agosto de 2015).

El horror en toda su intensidad, el horror por el terror, y del terror, fue, a pesar de todo lo expuesto, celebrado como un triunfo sin precedentes por la opinión pública estadounidense, que festejó la masacre. Una encuesta de la revista Fortune, realizada en diciembre de 1945, reveló que menos del 5 % de los americanos pensaban que la bomba no tenía que haberse lanzado. Aún hoy una mayoría de estadounidenses –más del 50 por cien– justifican tal atrocidad. No deja de ser preocupante.

Japón se rindió incondicionalmente también el 15 de agosto. De no haber estallado las dos bombas atómicas puede que lo hubiera más tarde. ¿Unos días? ¿Unas semanas? Desde luego, no mucho más. Pero, como decía, la decisión de lanzar las dos bombas atómicas tenía otras motivaciones. Había que justificar la inversión de dos mil millones de dólares, demostrar el poderío a los soviéticos. ¿Por qué, si no, se probaron dos tipos de bomba? Podríamos concluir, pues, que tal barbarie aceleró –muy poco, eso sí– el final de la Segunda Guerra Mundial, pero inició otra: la Guerra Fría.

Entrada publicada en este blog anteriormente (6 de agosto de 2019).

MUJERES, GRANEROS Y CAPITALES: CONCLUSIÓN

El texto que figura bajo estas líneas es un extracto de la “Conclusión” a que llega Claude Meillassoux (1925-2015) en su libro “Mujeres, graneros y capitales” (1975), en el cual, a partir de un análisis en profundidad de la producción y de la reproducción de las sociedades agrícolas, realiza un lúcido análisis y una radical crítica de la antropología clásica y estructuralista y una crítica constructiva a la teoría del salario de Marx.

Mediante [la] política de usura y destrucción de las fuerzas productivas humanas, el capitalismo se condena a sí mismo, ¡por cierto!, pero llevada a su término, la explotación totalitaria del hombre por el hombre condena a toda la humanidad. La crisis fatal y final del capitalismo, que algunos esperan como una liberación, nos arrastrará hacia esa barbarie que Marx había previsto como alternativa al socialismo si el proletariado mundial no se organizaba para oponerse a ella. Barbarie prefigurada por el universo nazi y reactivada por la burguesía internacional, en primer término americana, en todos los lugares donde se implantan, bajo su férula, las dictaduras guardianas del orden imperialista.

La segunda contradicción que enfrenta al capitalismo en su desarrollo viene de la utilización persistente de la familia, hasta en las sociedades más avanzadas, como lugar de reproducción de este ingrediente social del que se ha alimentado hasta el presente: el trabajador libre.

Después de haberse constituido como la célula de la producción agrícola, la institución familiar se perpetuó bajo formas modificadas constantemente, como soporte social de del patrimonio de las burguesías comerciantes, agrarias y luego industriales. Ha servido para la transmisión hereditaria del patrimonio y del capital cuya preservación fue lograda mediante la confusión persistente desde hace tanto tiempo.

Pero en la actualidad, salvo ciertos medios burgueses, la familia carece de infraestructura económica. Posee nada o poco que transmitir, ni bienes ni, por lo tanto, la ideología patriarcal mediante la cual se justificaban su posesión y su gestión. En los medios populares la familia se perpetúa según el modelo ético y en el marco ideológico y jurídico impuesto por la clase dominante, pues sigue siendo la institución en el seno de la cual nacen, se alimentan y se educan los hijos gracias al trabajo benévolo de los padres, en particular de la madre. […] en la familia conyugal se vuelve a encontrar la misma paradoja de una asociación orgánica de las relaciones domésticas de producción.

Las relaciones […] no responden sin embargo a las normas contractuales que caracterizan a la empresa […]. Los contratos legales del matrimonio solo legislan sobre el destino del patrimonio, pero ignoran el trabajo que se realiza en el interior del hogar […].

La fuerza de trabajo así producida, que sin embargo en el mercado de trabajo es una mercancía, no puede ser comercializada por sus productores. En efecto, legalmente la mayoría libera al hijo de toda obligación frente a sus padres cuando alcanza el umbral productivo. Solo pueden explotar legalmente su fuerza de trabajo aquellos que, al poseer los medios de producción capitalista, están en condiciones de ofrecerle un empleo. […] Al no ser una empresa, la familia no goza de ninguna de las ventajas legales acordadas a las sociedades. Al margen de la familia burguesa, propietaria de una empresa, por lo tanto en condiciones de emplear a sus hijos, la inversión que los padres consagran a la reproducción de la fuerza de trabajo es a pura pérdida.

El modo de producción capitalista depende así para su reproducción de una institución que le es extraña pero que ha mantenido hasta el presente como la más cómodamente aceptada a esta tarea y, hasta el día de hoy, la más económica para la movilización gratuita del trabajo –particularmente del trabajo femenino– y para la explotación de los sentimientos afectivos que todavía dominan las relaciones padres-hijos. […]

La “liberación” de la mano de obra femenina presenta ventajas semejantes pero cuyos efectos son más radicales. En los países capitalistas avanzados el empleo femenino permite recuperar el costo de la instrucción de la que se beneficiaron las mujeres en la escuela o la universidad y de la cual hacen, en el hogar, un uso más personal y cultural que productivo. Desde cierto punto de vista la política familiar hace menos ventajoso para el capitalismo el empleo de la madre en el hogar […] que en los sectores de ocupación capitalista donde sus capacidades pueden ser mejor explotadas y donde se amortiza mejor el costo de la enseñanza pública. […]

La lucha de los jóvenes y las mujeres por emanciparse (por progresista que pueda ser si se subordina a la lucha de clases para reforzarla) va objetivamente en el sentido del desarrollo social del capitalismo que no ha dejado de reclutar a sus trabajadores libres mediante la disminución progresiva de las prerrogativas de la comunidad doméstica, del patriarca primero y después del padre (y hoy de la madre), concediéndoles a los dependientes una emancipación cada vez más precoz para entregarlos más rápidamente a los empleadores. […]

La Alemania nazi –todavía– hizo una obra pionera en este dominio. El Lebesborn, bajo la cobertura ideológica del racismo, era también la experimentación de una producción rigurosamente capitalista de la fuerza del trabajo mediante la desaparición progresiva de la familia en esa empresa. Pero esta evolución lógica del capitalismo lleva en sí su contradicción, pues modifica la naturaleza profunda de las relaciones de producción purgándola de toda libertad. Si con la familia desaparecen los lazos de sujeción personal, con ellos desparece el trabajador libre, vale decir, liberado de esos lazos, pero que no se libera totalmente sino para caer en la alienación total ante el patrón. Esta perspectiva es la de un resurgimiento de la esclavitud bajo una forma avanzada, al estar completamente a cargo de la clase dominante la producción del productor. De esta forma el patrón o el Estado podrán disponer de ellos de acuerdo con las necesidades de la producción, formarlos como quiera y suprimirlos cuando les plazca, y todo dentro del derecho. En esta perspectiva, donde la fuerza de trabajo se convierte en una verdadera mercancía, producida en las relaciones capitalistas de producción, el Estado y el empresario capitalista penetran en los lugares más íntimos de la vida privada. Controlan el nacimiento, la enfermedad, la muerte, los sentimientos. Así amenazada, la familia es considerada, por los pocos lazos afectivos que preserva, uno de los últimos bastiones de la libertad individual. Bastión muy frágil, pues nada la predestina a resistir la corrosión de las relaciones monetarias. Este hecho nos muestra la magnitud de la amenaza totalitaria que hace sufrir el capitalismo. Este totalitarismo, que las burguesías agitan como un espectro frente a las muchedumbres, invocando el ejemplo de los socialismos burocráticos, es, y de manera aún más inhumana, pedestre comparado con la previsible mutación del capitalismo mediante la destrucción necesaria de los lazos afectivos. A estos solo es capaz de substituirlos por la barbarie de la “rentabilidad” absoluta, última forma de la metamorfosis de los seres humanos en el capital, de su fuerza e inteligencia en mercancía, y del “fruto salvaje de la mujer”, en inversión.

París, mayo de 1975.

El PP, el ostracismo funcionarial y mi paso por la universidad

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Con un grupo de alumnos durante una de las clases prácticas de la asignatura Arqueología industrial.

Las elecciones autonómicas y municipales que tuvieron lugar el 28 de mayo de 1995 dieron la victoria al Partido Popular (PP), que conseguía, con el apoyo de Unión Valenciana (UV), el gobierno de la Generalitat Valenciana por primera vez y el de las tres diputaciones valencianas.

Con el PP al frente de la Diputación de Valencia era evidente que tanto yo como quienes desempeñaban algún cargo funcionarial o contractual teníamos los días contados. Recuerdo perfectamente un día de mayo de ese año que estábamos Josep Picó, director de la Institució Valenciana d’Estudis i Investigació (IVEI); Mario García Bonafé, director de Publicaciones del mismo y de la entonces prestigiosa revista Debats, y yo, comiendo con Maurice Aymard, director de la École des hautes études en sciences sociales, en un restaurante que había en la dársena interior del puerto de Valencia. Le comentábamos lo que sabíamos a ciencia cierta que iba a suceder y no daba crédito a nuestras palabras. Impensable que pudiera pasar algo así en Francia, nos decía.

Aquí, lógicamente, no. Pasó. Quienes, como Picó o García Bonafé, tenían un cargo contractual y se hallaban en situación de excedencia universitaria regresaron a sus respectivas plazas en la universidad. Los que no –Artur Heras (director de la Sala Parpalló), Bernat Martí (director del Museu de Prehistòria de València) y yo– fuimos inmediatamente cesados en nuestros puestos de responsabilidad. También el director del Museu Valencià d’Etonologia, institución que, al igual que la IVEI, el Museu de Prehistòria y el Centre, tenía su sede en el recién inaugurado Centre Cultural la Beneficència. En mi caso, el primer día a la vuelta de vacaciones tenía el aviso de que el nuevo diputado de Cultura, Antonio Lis, quería hablar conmigo. No hace falta que diga para qué.

El Centre d’Estudis d’Història Local dejó de existir de un día para otro y al frente de Publicaciones de Diputación fui sustituido por Carles Recio (el mismo que fue despedido en 2018 por llevar “diez años cobrando 50.000 euros anuales únicamente por ir a fichar”). Hoy nadie sabe dónde están los libros que publicamos ni los ejemplares de la revista Taller d’història.

No estoy seguro si tenía o no ordenador en el nuevo despacho que me asignaron, más pequeño y sobrio; sí que había una silla, una mesa, un armario metálico y una estantería. Mi función ahora: ninguna. A la espera, pues al parecer no me encontraban ubicación. Así estuve un tiempo hasta que una amiga común le habló de mí al nuevo director del Museo de Etnología, Enrique Pérez Cañamares, un vivalavirgen al que se la traía todo al pairo, y este me reclamó, ya en 1996.

Ese último año, 1996, otro amigo que había trabajado conmigo y era profesor en la Universitat de València me dijo: ¿y por qué no te presentas a una plaza de profesor asociado en la universidad? No lo pensé dos veces, pues en aquellos momentos Inmaculada Aguilar, profesora del departamento de Historia del Arte y especialista en arquitectura y patrimonio industrial, había conseguido introducir en el plan de estudios una nueva asignatura, Arqueología industrial, y me dijo que, efectivamente, se iban a convocar dos plazas de profesor asociado (una para la docencia en castellano, otra para la docencia en catalán) en el departamento. Me presenté y gané el concurso en las dos opciones, eligiendo la docencia en valenciano. Duró esta etapa desde 1997 a 2011 y terminó como el rosario de la aurora.

La decepción que me llevé al ver cómo funcionaba el departamento y, por extensión, la universidad en general fue mayúscula. Hasta 1998 no comencé a dar clases de arqueología industrial, pues solo había un grupo, por la mañana, y era I. Aguilar quien impartía la docencia. Debía impartir otras asignaturas. Pues bien, pensé, veamos de que asignaturas puedo hacerme cargo, creyendo que serían materias más o menos afines a mi perfil.  ¡Qué va! No recuerdo cuáles fueron las otras, pero sí que me quedé pasmado cuando me ofrecieron la asignatura Historia de las ideas estéticas I. ¿Qué demonios iba a saber yo de ideas estéticas? Pero es que no quedaba nada más, pues resulta que las asignaturas del plan de estudios se repartían en función de la antigüedad y jerarquía del profesorado. Es decir, los que tenían mayor rango y más años en el departamento era los primeros en elegir. A los últimos, yo entre ellos, imagínense qué les quedaba: lo que nadie quería. Adelante, me dije. A ver cómo salimos de esta. Un amable compañero me ofreció sus apuntes de la asignatura y pasé el verano leyendo a Tatarkiewicz, Adorno, De Bruyne…

Al año siguiente ya eran dos los grupos y pude empezar con la arqueología industrial. Ello, sin embargo, no me libraba de la docencia de otras asignaturas. Así, durante los años que permanecí en el departamento, di clases de técnicas de conservación de bienes muebles e inmuebles, de arte del antiguo Egipto y Próximo Oriente, de arte del Renacimiento y del Barroco, de pintura impresionista, de arquitectura contemporánea o de últimas tendencias artísticas. Estas asignaturas, por otra parte, no siempre podía uno seguir impartiéndolas al curso académico siguiente, pues cada año se procedía al reparto de todas ellas de la forma que expliqué antes. Cada año la misma historia, cada año una asignatura nueva, de la que no tenía la más remota idea, cada verano a prepararse un nuevo temario. Un compañero del departamento me llegó a contar que recurría a un pequeño truco: les pasaba a los alumnos una bibliografía de la que recomendaba un par de títulos y obviaba el del manual que él se limitaba a repetir en clase, uno que no fuera muy conocido.

Con otras asignaturas me sentí más cómodo, como las de metodología o fuentes de la historia del arte. En estas, los alumnos, sin embargo, o me odiaban –los más– o me apreciaban, los menos. No había término medio. Por mi formación como historiador podía impartir su docencia con un mayor nivel de conocimientos; también de complejidad y exigencia. Odio tener que sacar los apuntes y repetir como un lorito lo que dicen otros sin aportar nada. Aquí, puesto que podía, nunca lo hice. Los alumnos estaban acostumbrados a ir tomando notas sin parar de cuanto el profesor iba explicando, o repitiendo. ¿Puede ir más despacio?, era una pregunta habitual. Otra, esta a principios de curso, era ¿y que libro me recomienda como manual? ¡En asignaturas de cuarto y quinto carrera!, de lo que se llamaba segundo ciclo. ¿Qué manera es esa de formar a la gente? Además, ¿cómo que una metodología específica para la historia del arte?, ¿cómo que unas fuentes propias? Carece de sentido. El método histórico, el proceso de investigación, los pasos que se siguen, son –con todos los matices que se quiera– los mismos para todas las disciplinas de la historia. También las fuentes, cuya división en primarias y secundarias carece de sentido a mi juicio, prefiriendo la de fuentes escritas, orales y materiales. Esto era lo opuesto de lo que defendía mis compañeros historiadores del arte, los cuales, por otra parte, no solían pasar de la teoría. Mas la teoría no es nada sin la práctica, por lo que yo les encargaba al principio del curso que llevaran a cabo una investigación y en el aula recurría a ejemplos prácticos que luego trabajábamos fuera de ella, en el medio. Con la arqueología industrial, las clases prácticas primaban sobre las otras, así como el trabajo de investigación sobre el tradicional examen de preguntas y respuestas.

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Con un grupo de alumnos e interesados en la materia cuando impartía la asignatura Arqueología industrial

Ser profesor universitario me sirvió para poner en marcha otros proyectos. En 1999 conseguí que el Museu d’Etnologia y la Universitat establecieran un acuerdo de colaboración en materia de arqueología industrial y patrimonio industrial. Al frente del primero ya no estaba Enrique Pérez, pero los que le siguieron en el cargo se portaron bien conmigo, los tres: Joan Gregori, Joan Seguí y Francesc Tamarit, cosa que no puedo decir de otros y de los políticos. Conocedores de mi situación –¿qué demonios pintaba yo allí?–, se mostraron conmigo comprensivos, amables y tolerantes. Pude, así, llevar a cabo distintas actuaciones arqueológicas, especialmente en Alcoi, en concreto en ambas cuencas de los dos ríos que rodean la ciudad, el Barxell y el Molinar, actuaciones que pasan por ser las primeras excavaciones de carácter arqueológico-industriales realizadas en España. De ello dejé constancia en mi libro Arqueología industrial. Teoría y práctica (2008). En este año, 2008, la crisis económica empezaba a causar estragos y se cortó toda financiación. Mas en todo esto ya profundizaré en próximas entradas.

Legamos a 2011 y al final de mi paso por la universidad. Un año ante había desaparecido del plan de estudios la asignatura Arqueología industrial. Debí haber abandonado la docencia universitaria entonces, pero no lo hice. Y ese último año toda la frustración acumulada estalló. Ese año no tuve más remedio que dar clases, una vez más, sobre últimas tendencias artísticas. Las ponía a parir, qué quieren que les diga. Que si el trazo, la pincelada, la mancha, la composición…, o el color de los pelos de los cojones del autor de la obra, o del desaguisado, según. Y todo esto contemplando imágenes de las obras tomadas de internet. Eso en 2011, que antes aún era peor: tenías que hacer tú mismo las diapositivas en casa, fotografiando libros; el departamento te facilitaba los carretes y pagaba el revelado. Lógicamente, el parecido entre lo que se reflejaba en la pantalla y la obra original era pura coincidencia.

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Con los alumnos al finalizar las clases prácticas de la asignatura Últimas tendencias artísticas (2008).

El último día de clase, faltaban unos minutos para que oficialmente terminara, pero los alumnos y yo habíamos acordado que si era necesario alargaríamos el tiempo unos minutos más hasta dejar claras algunas de las cosas en que habíamos trabajado y eran claves para el examen, entró un becario a pasar la encuesta de evaluación de la actuación docente a los alumnos. Tenemos cosas más importantes que hacer que la chorrada esta, le dije. Se largó, claro. Poco después, por la puerta de atrás (el aula tenía dos) entró el director del departamento con las encuestas bajo el brazo. Se quedó al final del aula, de pie. Yo seguí con la clase como si nada. Él empezaba a mostrar signos de impaciencia. Terminé y dije algo así como adelante quien quiera con el paripé, allá vosotros si queréis colaborar con esta hipocresía, si no queréis acabar con la endogamia profesoral, si queréis seguir engordándola. Y me largué. Obviamente, no me renovaron el contrato. No me lo comunicaron, no fueron capaces ni el director ni el secretario del departamento de decírmelo personalmente. La cobardía es un rasgo distintivo de los mindundis, como me demostrarían los mindundis que conocí después, los mindundis más mindundis entre los mindundis.

Entre unas cosas y otras, fuera de los ámbitos académico y administrativo, me llamaron de nuevo de Editorial Prensa Valenciana para dirigir un nuevo proyecto, el mayor reto al que me había enfrentado hasta entonces. Mira por dónde había aún quien creía en mi capacidad de trabajo. Fue en 2003. Me ofrecieron nada menos que dirigir lo que sería la Gran Enciclopedia de la Comunidad Valenciana (2005-2008), obra que consta de 18 volúmenes en la que colaboraron más de doscientos especialistas y alcanzó una difusión de cincuenta mil ejemplares. Pero a ella quiero dedicarle una entrada propia. Así que lo dejo por hoy. Que tengan un buen día.