Gaza

Fotografía Al Mayadeen Español. /Fuente: Al Mayadeen.

Indignación, rabia, dolor, son algunos de los sentimientos que experimento en relación a lo que está sucediendo en Gaza, o con Gaza: un genocidio consentido. Y no solo por Occidente, también por el propio gobierno israelí. Leo en un artículo publicado ayer, 12 de diciembre, por Manlio Dinucci [“Hace más de un año que Israel conocía el plan de ataque del Hamas”], que “Israel conocía el plan de ataque del Hamas desde hace más de un año, revela el New York Times. Así lo demuestra el documento de 40 páginas, de los servicios de inteligencia israelíes, denominado «Murallas de Jericó». Ese documento describe punto por punto, aunque sin precisar la fecha, el ataque que el Hamas realizaría finalmente el 7 de octubre de 2023”.

Sigue diciendo Dinucci: “el ataque del Hamas no fue una sorpresa para los dirigentes israelíes, sino que estos más bien contribuyeron a su ejecución para tener el pretexto que les serviría para poner en aplicación su propio plan estratégico. Y el plan estratégico de los dirigentes israelíes consiste en exterminar la población de Gaza. Los muertos y los heridos graves, principalmente mujeres y niños, ya se elevan hoy a 60 000 –a la escala de la población italiana, eso sería 2 millones de italianos muertos o heridos graves”.

Parece mentira que algo así tenga una respuesta tan tibia por parte de Occidente y que Israel, cuyo pueblo fue perseguida por los nazis, repita la misma historia con los palestinos. Claro que “en el plan de los dirigentes israelíes, la solución final consiste en deportar la población gazauita al desierto del Sinaí, eliminar Gaza como territorio y después… hacer lo mismo en Cisjordania. Llamando las cosas por su nombre, los dirigentes israelíes no solo cometerían así crímenes de guerra sino un verdadero genocidio” (Dinucci).

Los muertos en la guerra de Gaza han superado los 18.500, el 70% mujeres y niños (El Periódico, 13 de diciembre). Hoy, “la Franja de Gaza es el lugar más peligroso del mundo para un niño. Decenas de niñas y niños mueren y resultan heridos a diario. Barrios enteros, donde los niños solían jugar e ir a la escuela, se han convertido en montones de escombros, sin vida en ellos”, comenta Adele Khodr, directora regional de UNICEF para Oriente Medio y el Norte de África”; “el miedo y la ansiedad son constantes para más de 2 millones de personas en Gaza, ya sean niños, mujeres o personas mayores”, relata Philippe Lazzarini, comisionado general de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos”, y el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, advirtió hace semanas que Gaza iba camino de convertirse en “un cementerio de niños” (El Independiente, 12 de diciembre).

Como explica Dinucci, “el plan israelí también consiste en convertir Gaza en un lugar inhabitable, bombardeándola con miles de artefactos de guerra suministrados a Israel por el gobierno de Estados Unidos. En menos de 7 semanas, los bombardeos israelíes han destruido cerca del 70% de las edificaciones en el norte de Gaza. Y ahora, las fuerzas armadas israelíes están haciendo lo mismo en el sur de ese territorio. Para tener una idea de lo que eso significa basta recordar que durante toda la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos de los aliados sobre Alemania destruyeron el 60% de los edificios en Dresde y en otras ciudades alemanas”.

Violencia de todo tipo, destrucción, muerte, dolor, es el pan nuestro de cada día en los territorios palestinos. “Tedros Adhanom Ghebreyesus [director de la Organización Mundial de la Salud] ha denunciado que la operación israelí ha obligado a los palestinos a vivir en un área cada vez más pequeña, creando las «condiciones ideales para que se propaguen las enfermedades. Según el jefe de la OMS, sólo hay una ducha por cada 750 personas y un sanitario por cada 150. Además, «solo 14 hospitales de los 36 originales (en la Franja de Gaza) funcionan de forma parcial”, dos en el norte y 12 en el sur. … Desde el inicio del conflicto el pasado 7 de octubre, la OMS ha registrado 449 ataques a centros o equipos sanitarios en Gaza y Cisjordania» (BBC News Mundo, 11 de diciembre”).

Estoy muy cabreado, mucho, como hacía tiempo que no lo estaba. Lo que está sucediendo en territorio palestino es algo repugnante, inmundo, nauseabundo, miserable, vil y cuantos epítetos descalificativos puedan existir. No, no y mil veces no al genocidio sistematizado, a la masacre indiscriminada, a la tragedia cotidiana que viven los palestinos y que se ceba, como siempre, con los más vulnerables, los niños.

Una última cosa. Puede que entre quienes lean estas líneas haya quien simpatice con Israel, o que reparta las culpas de lo que está sucediendo entre unos y otros. Si es así, les pido un favor: absténgase de comentar nada en este blog. Se lo ruego por mi salud emocional.

San Lunes

Le Grand Saint Lundi (1837). Jean Wendling.

Me considero ateo. No creo en Dios, ni en los santos, ni en nada sobrenatural. Y para un santo al que le tengo devoción resulta que no figura en el santoral. Me refiero a San Lunes, una costumbre, o tradición, que consistía en alargar el descanso dominical y que se remonta al siglo XVII, pervive en el XVIII y desparece a lo largo del siglo XIX –o XX, según países– con la industrialización.

Bueno, yo estoy jubilado y para mí ya todos los días, afortunadamente, son San Lunes. Pero no es eso. Es el lamento por la desaparición de una costumbre que no debería haberse perdido, es la racionalización del trabajo y la redistribución de la jornada laboral. Pero veamos la historia de San Lunes.

La revolución industrial, surgida en la Gran Bretaña del siglo XVIII, y las consiguientes revoluciones burguesas que la acompañaron, significó una ruptura con una determinada concepción del mundo. Hombres y mujeres, de tradiciones heredadas a lo largo del siglo XVIII que les convertían en ‘el inglés libre de nacimiento’, vieron –y vivieron–, cómo todo cambiaba a su alrededor y cómo se les escapaba una manera de vivir que, si bien nada tenía que envidiar a la sociedad industrial en cuanto a ciertos aspectos materiales, les permitía vivir más libres y, por tanto, más felices. A lo largo del siglo XIX, en diferentes momentos y distintas circunstancias, dicha ruptura se extendería progresivamente por todo el orbe.

Antes de ese nuevo orden también se trabajaba, ¡y tanto que se trabajaba! Pero el trabajo intenso de unos días se alternaba, y compensaba, con la ociosidad de otros. Los ritmos de trabajo en la época preindustrial eran distintos. En el marco de una economía doméstica, de pequeños talleres y trabajo a domicilio que podía compartir la familia, predominaba la flexibilidad. Con la industrialización –es decir, con la cada vez mayor presencia de industrias mecánicas a gran escala–, el ritmo de trabajo tuvo que adaptarse al proceso de producción tanto en el medio urbano como en el rural. El tiempo se convirtió en una autoridad cada vez más poderosa y el reloj devino indispensable para regular la vida de las gentes, organizada ahora en torno al trabajo. El reloj o los tañidos de las campanas de los campanarios o el canto de las de los serenos, hasta que este se generalizó.

El tránsito de la sociedad preindustrial a la industrial-capitalista no se produjo sin “una resistencia empecinada y el siglo XVIII fue testigo de cómo se creaba una distancia profunda, una profunda alienación entre la cultura de los patricios y la de los plebeyos”, lo que comportó una paulatina destrucción de antiguas tradiciones firmemente arraigadas en el seno de las clases populares, de costumbres que expresaban, en gran parte, lo que ahora significa la palabra cultura. (E.P. Thompson: Costumbres en común, 1991).

Una de estas costumbres era San Lunes. “Parece ser que San Lunes era venerado casi universalmente donde quiera que existieran industrias de pequeña escala, domésticas y a domicilio; se observaba generalmente en las minas, y alguna vez continuó en industrias fabriles y pesadas. Se perpetuó en Inglaterra hasta el siglo XIX –y en realidad hasta el XX– por razones complejas de índole económica y social. En algunos oficios, los pequeños patronos aceptaron la institución y emplearon los lunes para tomar o entregar trabajo. (…) Donde la costumbre se encontraba profundamente establecida, el lunes era el día que se dejaba para el mercado y los asuntos personales”, sigue diciendo Thompson en su magnífico libro. De 1693 son estos versos impresos que recoge el autor británico en dicha obra:

“Ya sabes hermano que el Lunes es Domingo;

el Martes otro igual;

los Miércoles a la Iglesia has de ir y rezar;

el Jueves es media fiesta;

el Viernes muy tarde para empezar a hilar;

el Sábado es nuevamente media fiesta”.

San Lunes no fue pues, ni mucho menos, exclusivo de Gran Bretaña. “El lunes, ni las gallinas ponen”, dice el refranero mexicano. En Francia, por ejemplo, “le dimanche est le jour de la famille, le lundi celui de l’amitié”, recuerda Thompson citando a Georges Duveau. Y servidor de ustedes siempre ha conocido esta canción popular que todavía se canta en la zona en que nací (la comarca valenciana de l’Alcoià-Comtat): “El dilluns volem fer festa, / el dimarts ‘pa’ descansar, / el dimecres ‘pa’ anar al cine, / el dijous ‘pa’ festejar, / el divendres traure comptes / ‘pa’ el dissabte anar a cobrar, / i el diumenge, com és festa, no ‘mos’ deixen treballar”.

San Lunes, obviamente, feneció y no subió al calendario santoral, quedando fuera de “todos los santos”. No podía ser de otro modo. Mas servidor de ustedes, como les decía, es el único que venera.

El museo de mamá, la CIA y el expresionismo abstracto

Tres damas de la alta sociedad, tan altruistas ellas y tan sensibilizadas con los graves problemas que sufría en aquellos momentos la sociedad estadounidense (la Bolsa de Wall Street se había hundido hacía poco), fueron las responsables de que el 7 de noviembre de 1929 abriera sus puertas por primera vez el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Eran las mecenas y coleccionista de arte Lillie P. Bliss, la galerista y coleccionista Mary Quinn Sullivan, y Abby Aldrich Rockefeller, de profesión su apellido, casada con el multimillonario John Davison Rockefeller, Jr.

El edificio Heckscher (esquina de la Quinta Avenida y la calle 57), primera sede del MoMA. A la derecha el hotel Plaza.

El MoMA, el primer museo de arte moderno del mundo, nació con la finalidad de potenciar “las artes visuales de nuestro tiempo”. Pero no cualquier arte visual. Con el tiempo –cada vez más aquel proveniente de las tendencias abstraccionistas, es decir, “el arte por el arte”, sin contacto con la realidad, una especie de ente metafísico que se rige por sus propias leyes. También –cómo no– para arrebatar a París el título capital mundial del arte, que pasaba a Nueva York, la gran potencia del mundo tras el fin de la Primera Guerra Mundial.

Nelson Rockefeller, que fue director de MoMA durante las décadas de 1950 y 1960, veía el MoMA como una parte de su propia familia, hasta el punto de que lo llamaba “el museo de mamá”. Tras la Segunda Guerra Mundial –como cuenta, y demuestra, Frances Stonor Saunders en su libro La CIA y la guerra fría cultural (1999)– la CIA encontró en el MoMA un fiel colaborador en su campaña para crear un frente cultural “democrático” en su batalla “por la conquista de la mente humana”, como afirmaría más tarde Kennedy.

Jackson Pollock, Mark Rothko y Franz Kline.

La CIA y el MoMA invirtieron vastas sumas de dinero en la promoción de la pintura abstracta expresionista y los pintores correspondientes como un antídoto contra el arte con contenido social. En palabras del propio Nelson Rockefeller, “la pintura de la libre empresa”. Exposiciones fuertemente subvencionadas de pintura expresionista abstracta fueron organizadas por toda Europa, se movilizó a los críticos de arte y las revistas especializadas publicaron como artículos y  venga artículos llenos de generosos elogios.

Y así acabaron aquellos pintores que fueron utilizados para tal fin, ajenos a los tejemanejes que unos y otros se traían entre manos. Pollock murió en un accidente de coche, conducía borracho, como solía estar siempre, se convirtió en un alcohólico. Rothko, enganchado a los tranquilizantes y el alcohol, terminó suicidándose. También Franz Kline se mató con el alcohol. La fama les había encumbrado; la fama les destruyó. Además, con espurios fines.