Aliborón: un gran artista injustamente olvidado

“El sol se durmió sobre el Adriático” (1910). Joachim-Raphaël Boronali.

Solo pintó un cuadro –que se sepa– en toda su vida, pero fue suficiente para consagrarse como líder de nueva vanguardia pictórica: el excesivismo. La obra, cuya imagen ilustra el encabezado de este artículo, lleva por título El sol se durmió sobre el Adriático y, a mi juicio, resume a la perfección todas las características y objetivos de las denominadas vanguardias pictóricas que siguieron al postimpresionismo.

El excesivismo se presentó públicamente como nueva vanguardia pictórica pocos días antes de la edición de 1910 del Salón de Artistas Independientes de París, que se inauguraría el 18 de marzo. Lo hizo a través de un manifiesto al estilo futurista, que se publicó en los periódicos, en el que se abogaba por “destruir los museos y pisotear las infames rutinas”.

El Lapin Agile en 1907.

Mas veamos cómo se gestó el movimiento y cómo se pintó esta obra única en todos los sentidos. La idea fue del periodista Roland Dorgelès, habitual de Montmartre y del cabaret Lapin Agile, el más antiguo de París, cuyo ambiente era más intelectual que el del resto de los cabarets parisinos. Entre sus clientes habituales, además de Dorgelès, y entre otros, estaban Guillaume Apollinaire, Charles Dullin, Maurice Utrillo, Max Jacob, Amedeo Modigliani y Pablo Picasso.

Père Frédé (Frédéric Gérard), su dueño, era músico, pintor, poeta y animador. Un individuo sin duda peculiar, de pelo y barba canosos, largos y descuidados, siempre con su pipa y su sombrero o gorra típica de los marineros. De vez en cuando cogía la guitarra y anunciaba que iba a hacer “un poco de arte”, interpretando generalmente algunos poemas de Ronsard y otras antiguas canciones. Entre tema y tema, algún joven poeta declamaba sus últimos versos sin prestar demasiada atención a la rima. Otras canciones, de procaces letras la mayoría, eran coreadas por la clientela mientras la joven Eliane, siempre sonriente, se movía por la sala con su bandeja llena de vasos. Sobre la puerta del Lapin Agile aparecía escrito en letras blancas: ‘El primer deber del hombre es tener un buen estómago’.

Frédé tenía un asno, Lolo. Y fue Lolo quien pintó con su cola la obra que expondrían en el Salón haciendo creer a todo el mundo que un tal Joachim-Raphaël Boronali (anagrama de Aliborón, el asno de Buridán), supuestamente nacido en Génova, era su autor y el principal representante de un nuevo movimiento. Contaban para ello con la colaboración del pintor Pierre Girieud y del joven crítico André Warnod, que trabajaba para la revista satírica Fantasio. Con gran regodeo, llenaron unos cubos con los colores azul, verde, amarillo y rojo y con el asno iban dando vueltas a su alrededor hasta que este se paraba junto a uno de ellos, que resultaba ser el elegido y en el que mojaban su cola, a la que habían atado un pincel. Entonces le mostraban zanahorias y tabaco, sus manjares preferidos, para estimularle y que la agitara. Llevaron a cabo la acción en presencia de un alguacil a fin de que diera fe del proceso seguido en la ejecución. El resultado fue una especie de marina recargada de color a la que pusieron el ampuloso título de El sol se durmió sobre el Adriático.

Obviamente, se divirtieron de lo lindo con la ocurrencia, pero el regocijo alcanzó su cenit cuando, inaugurada la muestra, leyeron los comentarios de los críticos. El cuadro no pasó desapercibido, y los representantes del fauvismo, el cubismo o el futurismo, las tendencias más en boga de las vanguardias pictóricas, no merecieron tanta atención. Se dijeron muchas cosas sobre él, que si era una obra que indicaba una “precoz habilidad”, “una torpeza en la factura”, “un temperamento todavía confuso y colorista” o, incluso, un “exceso de personalidad”, y se vendió ¡por cuatrocientos francos! Las carcajadas aún resuenan en La Butte. Días después, Le Matin, en cuya redacción se había presentado Dorgelès con las pruebas que revelaban la verdadera personalidad del autor, publicaba un artículo suyo con el sugerente título “Un asno, líder de una escuela”.

El excesivismo no tuvo continuidad. Ni lo pretendía, ni era esa su función. Tampoco le hubiera sido posible una vez descubierto el pastel. Lolo siguió con su cabaret, Lolo con sus zanahorias y su tabaco, y los demás pintores del Salón con sus mamarrachadas, cada vez más cotizadas. No podía ser de otro modo, pues como dice un refrán catalán “de Joseps, Joans i ases n’hi ha a totes les cases” (Josés, Juanes y asnos los hay en todas las casas).

Por cierto, a Picasso, quien unos años antes había pintado y regalado a su propietario el cuadro Au Lapin Agile, colgado en una de sus paredes, que representaba el interior del cabaret con Frédé tocando la guitarra y él mismo disfrazado de arlequín, al que parece que la broma no le agradó. Lógico.

Limpiando museos, que buena falta les hace

Sucedió hace cinco años, pero sigue siendo admirable un hecho como este, una acción semejante a la que protagonizó una señora de la limpieza que mostró saber mucho más de qué va todo esto del arte contemporáneo que sus promotores y practicantes.

Fue a finales de octubre de 2015 en la espaciosa sala del Museion, el museo de arte moderno de Bolzano (Italia). Dos modelnas creadoras de eso que llaman arte conceptual, “de moda porque es fácil y porque es algo que hasta las personas sin habilidades pueden hacer” (Eric Hobsbawm, A la zaga, 1998), realizaron una chuminada –también conocida como instalación– que titularon ¿Dónde vamos a bailar esta noche? Consistía –como pueden observar en la fotografía que encabeza el artículo– en un montón de botellas de champán vacías, confetis y desperdicios varios de una supuesta fiesta que había finalizado. Con ella, las modelnas creadoras pretendían “representar el hedonismo y la corrupción política de los años 80” (del siglo pasado). Pues vale. Por pretender que no quede. Pero del dicho al hecho ya sabe. Aquello era, en definitiva, simplemente un montón de mierda.

Por mucho enterado que haya en el mundo del arte, que los hay, la única persona que supo valorar en su justo término la instalación fue la limpiadora. Le ordenaron que limpiara la planta baja del museo, y eso fue, exactamente, lo que hizo. Recogió toda aquella inmundicia y dejó la sala como los chorros del oro. Toda la basura estaba en bolsas para reciclar, lo que permitió al museo recuperar gran parte de los trastos para complacencia de enterados, pijos y esnobs. Si la señora de la limpieza confundió el arte con la basura, fue porque los demás –creadoras incluidas– confundieron antes la basura con el arte.

No sé si a esta mujer le costaría el puesto de trabajo su acción –en la doble acepción que el vocablo tiene en el habla coloquial y en el lenguaje artístico–. Confío en que no. Yo, la verdad, la nombraría asesora de limpieza de museos. Y, ¡hala!, a limpiarlos a fondo, que buena falta les hace.

¿De qué valores estéticos hablamos cuando hablamos de arte?

A raíz del artículo que publiqué ayer sobre las relaciones entre arte y mercado, y a tenor de algunos comentarios al respecto tanto aquí como en Facebook, me ha parecido oportuno reproducir hoy algunas de las cosas que publiqué anteriormente en este blog acerca de cómo surgen esos valores estéticos que a algunos tanto extasían al contemplar una obra, generalmente plástica.

El término arte, en sentido absoluto, significa todo trabajo humano realizado para crear cosas que no podrían existir por el simple juego de las fuerzas naturales y que son útiles para la existencia y supervivencia de la humanidad. Sin embargo, siguiendo una tendencia cuyos orígenes cabría remontar al Renacimiento, se suele emplear el término arte, a secas, para referirnos casi exclusivamente a las artes plásticas, sobre todo a la pintura. Así, cuando se habla de ‘historia del arte’ en realidad se está hablando de ‘historia de las artes plásticas’. La música, la literatura, el cine, el teatro…, no tienen cabida.

El mundo académico, en su práctica totalidad, está de acuerdo en que este es un mal uso de la palabra, pero a la hora de la verdad priman otros intereses más particulares, pues el currículo es el currículo, la pela es la pela, y hay, ante todo, que mantener el estatus. Este es uno de los dos grandes problemas que, a mi juicio, son la base sobre la cual se construye el tinglado de esa farsa que es el mundo del arte. El otro es, en buena medida, consecuencia de este. Que en los niveles superiores de la enseñanza se tenga, y se sostenga, esta concepción del arte es sintomática, revela el total desbordamiento del arte en la vida cotidiana, y su consiguiente estetización a través, y en la forma, de la mercancía culturalista, tan bien promocionada por el pedante pavoneo de los críticos, eminentes bufones del espectáculo. Los intentos por explorar la creación artística como medio de encontrar nuevas ideas y estímulos para la transformación material y espiritual del mundo y de la vida fenecieron en el camino.

El resultado de todo ello se ha plasmado en la “venta a plazos del alma del artista al mercado y al Estado” (J.M. Rojo, 2007, epílogo a la obra de Baj ¿Qué es la ‘patafísica?, 1994). Nosotros, consumidores de su alma, en simples espectadores pasivos. Vamos a esos cementerios de arte llamados museos como antes íbamos a misa, generalmente los domingos por la mañana, con los niños, que tienen allí sus talleres y sus cosas para entretenerse. Cumplido el sacro deber, como buenos culturetas que somos, nos vamos luego a comer por ahí, que hace un tiempo cojonudo. Igual entonces va y experimentamos alguna sensación propia, no inducida ni sugerida.

Ya conté lo fácil que resulta dar gato por liebre en este mundillo del arte en la entrada Todos somos artistas, donde explicaba cómo organicé con un grupo de alumnos un par de ‘acciones’ en las que los visitantes de nuestra exposición aceptaron como obras de arte las que los alumnos –estudiantes de Historia del Arte, no de Bellas Artes– habían hecho con sus propias manos sin advertir diferencia alguna entre estas y las que sí habían sido realizadas por artistas ‘de verdad’. Y es que cualquier objeto, o idea, expuesto en un museo nunca es cuestionado como arte. Decía esto entonces y sigo afirmándolo ahora, como también que la mayor parte del arte contemporáneo es una tomadura de pelo, siendo benignos, una mercancía que se compra y se vende en el mercado. El mercado del arte es un mercado como otro cualquiera, solo que más exclusivo, por lo irracional de los precios y el esnobismo de sus potenciales acaudalados compradores.

Nosotros ya no somos nada, los espectadores son necesarios para los museos, como para los teatros, los cines o los estadios de fútbol; para el arte, para el artista, el pintor mejor, como en los puticlubs, no se requieren espectadores, sino clientes. Y estos no faltan. El mercado del arte sigue al alza, la crisis no le afecta. Siempre ha sido uno de los más seguros, como observamos ayer.

En 2017, leo en la página de The Art Market, agencia de marketing especializada en arte, la tabla Salvator Mundi, de Leonardo da Vinci, “se vendió por casi medio billón de dólares [382 millones de euros], a pesar de algunos inevitables comentarios acerca de su autenticidad y las numerosas restauraciones que se han acometido sobre la obra a lo largo de los años”, estableciendo un nuevo récord mundial. “Ya no se trata solo de la espectacular venta, si no del marketing del que hizo gala la neoyorquina sala de Christie’s. Primero, anunciando la venta con el indudable atractivo nombre de ‘el último da Vinci en manos privadas’. (…) Si el alto precio se debió a la comercialización, el prestigio o alguna turbia geopolítica de la región del Golfo, nunca lo sabremos, pero la pintura fue supuestamente comprada por el príncipe heredero saudita Mohammed bin Salman Al Saud y se exhibirá en el Louvre recién inaugurado de Abu Dhabi”. ‘Se exhibirá’ sigue valiendo por ahora. Se exhibirá. Ya veremos cuando, si es que llega a exhibirse.

De las diez obras más caras vendidas en los últimos años, además de la ya citada de Leonardo que encabeza el ranking, figuran ocho pinturas y una escultura, todas ellas de lo que llamamos ‘arte contemporáneo’: Interchange, 1955, de Willem De Kooning (óleo adquirido en 2015 por la fundación David Geffen al inversor Kenneth Griffin por 382,1 millones de euros y cedido al Instituto de Arte de Chicago); Los jugadores de cartas, 1890 a 1894, de Paul Cézanne (óleo vendido en 2011 por no se sabe quién a la a familia real de Qatar por 191,6 millones de euros); Nafea faa Ipoipo, 1892, de Paul Gauguin (igual que el anterior pero en 2015 y por 185,5 millones de euros); Number 17A, 1948, de Jackson Pollock (exactamente igual que el De Kooning pero en 2015 y por 176,57 millones de euros); Les femmes d’Alger, 1955, de Pablo Picasso (adquirido por no se sabe quién en una subasta de Christie’s en Nueva York en mayo de 2015 por 160,3 millones euros); Desnudo acostado, 1917 a 1928, de Amedeo Modigliani (en otra subasta de Christie’s en Nueva York en mayo de 2015 lo adquirió el empresario chino Liu Yiqian por 158 millones de euros); El sueño, 1932, de Pablo Picasso (el magnate Steven A. Cohen se lo compró a alguien cuya identidad no se ha revelado por 120 millones de euros); Tres estudios de Lucian Freud, 1969, de Francis Bacon (adquirido por Acquavella Gallery para Sheikha Al-Mayassa, jequesa de Qatar, en otra subasta de Christie’s en Nueva York en noviembre de 2013 por 105 millones de euros), y una escultura en bronce de Alberto Giacometti de 1961, L’homme qui marche I (adquirido por un comprador anónimo en la subasta de Christie’s en Nueva York en mayo de 2015 por 126 millones de euros).

De estas diez obras, solo las de De Kooning y Pollock están expuestas al público (en el Instituto de Arte de Chicago). El resto las puede ver solamente su dueño, o dueña, y quienes a él, o a ella, les salgan del rabo, o del chichi. Ello no es óbice para que los historiadores del arte y los críticos tengan materia de qué hablar y puedan escribir sus panfletos publicitarios en los que nos informamos acerca de la textura de una obra, el color, la luminosidad, la soltura de la pincelada, la técnica empleada y tantos otros aspectos y zonceras varios. ¿De dónde, si no, sacaríamos los conocimientos necesarios para nuestras publicaciones y comentarios en Facebook (propicio sitio para este tipo cosas) u otras plataformas digitales?

Llegados a este punto, servidor de ustedes, alucina más que la gallina Caponata colocada de tripis. ¡Que estamos viendo una fotografía, a ver si somos conscientes, que ahí no se pueden apreciar todas esas maravillas! Es como hacerse una paja viendo una fotografía de un tío, o tía, en bolas. Nadie te está haciendo nada, es todo cosa tuya, tú solito, o tú solita. Pornografía al uso.

Vamos con tres de las obras que están en manos privadas, las tres adquiridas por sumas millonarias que es altamente improbable que alguna vez puedan contemplar si no es a través de una reproducción fotográfica: Los jugadores de cartasNafea faa Ipoipo y Les femmes d’Alger. Como generalmente lo hacemos a través de internet, he buscado en la red tres imágenes de cada una de ellas. He escogido entre las de tamaño grande y que, a la vez, tuvieran una resolución aceptable. No me ha costado mucho, todas las he encontrado en las primeras filas del buscador de imágenes. Helas aquí:

Se parecen, ¿verdad? Pero solo eso. ¿O no? ¿Podrían decirme cuál de ellas –en los tres casos– es la que atesora todos esos valores estéticos que nos extasían? ¿Cuál es ‘la buena? Que quieren que les diga. Para mear y no echar gota. Un bovo quants en fa fer, que decía mi padre.