En el campo de concentración de Miranda del Ebro

Cuarenta y ocho horas después Sam era conducido a Miranda de Ebro con otros extranjeros más. (…) Los casi seiscientos kilómetros que separan la localidad burgalesa de Barcelona les resultaron interminables. Viajaban en una camioneta sin cubrir, hacía un frío espantoso, propio del mes de diciembre. Se tapaban con unas mantas, como podían, pues solo tenían cuatro y eran siete. Se daban con los pies unos a otros para calentárselos, como si estuvieran practicando el fútbol. Los guardianes les reprendían por ello. El día era gris, pero afortunadamente no llovía. La humedad, sin embargo, penetraba en los huesos y les atería; no dejaron de tiritar durante todo el trayecto. La destartalada y vieja camioneta, afortunadamente, no podía alcanzar mucha velocidad. El viento era así menos cortante; el viaje, sin embargo, más largo. Salieron de buena mañana, antes del primer recuento, y llegaron ya de noche, sin haber comido más que un trozo de pan negro y una lata de sardinas cada uno. Se detuvieron varias veces, nunca les dijeron por qué, ni les dejaron descender ni les quitaron las esposas. Fusil en ristre, uno se quedaba vigilándolos.

Entumecidos, bajaron del vehículo. (…) Allí había gente de todas las nacionalidades, [aunque] el grueso de la población reclusa era español. […]

La “internacionalización” cada vez mayor del campo de concentración ─en aquellos momentos Depósito de Concentración─ pretendía suavizar la mala consideración que el exterior se tenía de la España franquista. Todos se regían por los mismos preceptos, pero con los extranjeros el trato era otro. A no ser que se tratara de brigadistas internacionales, lógicos desafectos al régimen, no se les integraba en los batallones de trabajo y había cierta permisividad con ellos. Sam pudo comprobarlo la primera mañana en el campo. Se había levantado este en el solar de la fábrica Sulfatos Españoles SA, junto a la línea férrea Madrid-Bilbao. Uno de sus laterales estaba separado de la vía del tren por una alambrada. Por el espacio entre la vía y la alambrada pasaba gente que tenía algún bancal cercano.  Esa mañana, un hombre caminaba tranquilamente con su burro cuando un grupo de extranjeros ─aliados, del barracón al que Sam había destinado─ al ver el animal se miraron entre sí. Fue suficiente. Al instante levantaron el brazo haciendo el saludo fascista y empezaron a gritar ¡Franco, Franco, Franco! Ni que decir tiene que los arrestaron, pero su castigo consistió simplemente en raparles el pelo.

El campo de Miranda de Ebro ocupaba una extensión de cuarenta y dos mil metros cuadrados y se preveía una ocupación “óptima” de mil doscientos prisioneros, pero siempre superó esta cifra. En el momento del internamiento de Sam, casi el doble se hacinaba en treinta barracones ─dos hileras de quince, paralelas─, no había siquiera suficientes colchones para todos y muchos se veían obligados a dormir en el suelo.

―No he podido pegar ojo en toda la noche. Es terrible, al menos en Barcelona el suelo estaba seco, aquí te duermes un rato y te despiertas al poco. Está siempre húmedo y frío ─explicaba el holandés, compañero de viaje de Sam y de barracón.

―No te quejes ─objetaba un veterano prisionero que ostentaba el dudoso honor de haber sido uno de los primeros ocupantes del campo─. Llegué aquí en noviembre de 1937, a principios. Me capturaron el 20 de octubre, cerca de Gijón, un día antes que fuera tomada por los fascistas. Con otros muchos me llevaron a Oviedo y de allí, en tren, hasta aquí, en vagones de esos que se usan para transportar ganado. Un día entero estuvimos dentro, el tren paraba muchas veces. No nos dejaron salir para nada, ni para hacer nuestras necesidades. Nada más llegar, nos hicieron formar en dos bloques, los que teníamos manta y los que no. Entonces nos obligaron a cortar la nuestra por la mitad y dar esta a quienes no tenían. Apenas podíamos taparnos. Así que nos moríamos de frío, unos y otros.

―Dos días estuvimos nosotros, en vagones de esos que dices, de madera. Vinimos desde Barcelona. Seríamos más de quinientos, puede que un millar. A la mayoría nos habían hecho prisioneros en la batalla del Ebro. Llegué aquí más o menos por estas fechas, pero de 1938. ¡Menudo frío pasamos! Ahora no sé si es porque tengo manta y un buen tabardo que me dio uno cuando le soltaron, o porque me he acostumbrado, pero aquellos primeros meses… ¡La hostia aquellos primeros meses!, que espanto. Hubo quien no puedo resistirlo. Más de uno.

―El invierno anterior fue aún más crudo. Y la comida… Bueno, la comida era igual de mala que ahora, pero es que no había cantina ni modo de conseguir nada más. Caían como moscas. Ahí, junto a esa alambrada, sacábamos a los muertos. Todos los días un camión venía y se los llevaba. No sé adónde.

Sam (…) había hecho buenas migas con El holandés, con quien compartía un pequeño rincón en una de las sucias e inhóspitas naves en que el franquismo almacenaba sus cautivos. Ambos sabían que pronto o tarde, pronto más bien, saldrían de allí, pero su situación era bien distinta. Sam sería expulsado de España, entregado a la legación estadounidense en Madrid, y marcharía a Nueva York. El holandés, en cambio, temía ser repatriado. Holanda era territorio ocupado y él, teniente del ejército de su país, había sido hecho prisionero por los nazis cuando la invasión. Consiguió escapar del tren que iba conducirle a un campo de concentración alemán y los nazis lo reclamaron a España por si hubiera cruzado ilegalmente la frontera. Localizado casualmente en Barcelona en una inspección rutinaria por el puerto, fue detenido y se dictó orden de expulsión sobre él que, no obstante, por el momento no se había llevado a cabo.

―A los yanquis os liberan pronto. No estarás aquí mucho tiempo ─le decía a Sam─. Te expulsarán y podrás luchar con tu país. En cambio, yo… Espero que no acaben repatriándome y me destierren a las colonias. Quiero seguir combatiendo. Estoy casado, tengo dos niños, de cuatro y dos años, una preciosidad. Por ellos, quiero hacerlo por ellos. ¿Qué mundo les espera si no conseguimos frenar el fascismo y borrar para siempre su pernicioso ideario de la sociedad?

―Ha pasado ya mucho tiempo desde que se decidió tu repatriación, ¿no? Verás cómo no llega a hacerse efectiva.

―¿Y qué hago? ¿Esperar aquí la resolución del conflicto, impotente? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que ganen unos u otros? ¿Y si finalmente es Hitler el vencedor? No soporto este apartamiento, esta especie de limbo en que me hallo. ¿Sabes? Hay unos belgas en la misma situación que yo y están planeando una fuga. Me voy a sumar a ellos.

―¿Y si te capturan?

―Sam, en la vida hay que correr riesgos, y en tiempos como estos más. ¿Conformarse con la suerte? Eso nunca. Mira esos desgraciados.

Un grupo de cuatro hombres, sentados en el suelo, se despiojaban unos a otros. Dos levantaban los brazos y los otros dos escarbaban en los sobacos. Sus cabezas rapadas denotaban que allí ya se habían alojado tan incómodos huéspedes. Los estrujaban con los dedos. Uno cantaba en voz alta el número de piojos arrancados.

―Es todo cuanto hacen. Así pasan las horas. ¿Qué será de ellos si algún día los piojos dejan de existir?

―A saber desde cuándo llevan aquí, sin conocer qué les espera, sin que nadie les diga nada sobre su situación jurídica, si es que tienen alguna. Eso puede con la entereza de cualquiera.

―Yo no quiero acabar así. Los hombres han de saber afrontar el sufrimiento ─el espíritu militar del holandés parecía salir a flote─. No me refiero a la idea cristiana de un sufrimiento redentor. El sufrimiento no redime, no puede haber dios alguno que condene a los humanos a tanta atrocidad. No aguanto a quienes se escudan en él para resignarse. ¡Qué desdichado soy, cuánto infortunio! Se quejan, se lamentan continuamente, se relamen en la desgracia hasta autoconvencerse de que un cúmulo de circunstancias ajenas a su conducta se han confabulado para arruinarles la vida. Las cosas no son así, Sam. Nada nos puede ser impuesto si no aceptamos ser dominados. Pero es más cómodo regodearse en la apatía. ¿Y yo qué puedo hacer? ¡Qué horror, qué mundo me ha tocado vivir! Pura falsedad. Aprendí un refrán español en el frente: Unos por otros y la casa sin barrer. He de salir de aquí, he de escapar, intentarlo es mi deber, es un deber de todo prisionero. Aunque no sé si esta maldita cagalera no acabará antes conmigo. No debería haber abandonado la cola, creo que voy a cagarme encima.

Acuciado por la necesidad de evacuación de su vientre, que se presentaba de repente nada más sentir el primer retortijón, con las manos sobre sus tripas, se puso rápidamente en la cola que había siempre formada frente a las letrinas. En el campo de Miranda de Ebro se hacía cola para casi todo, hasta para defecar. La colitis era una enfermedad común entre los prisioneros a consecuencia de la mala comida. La escasez de las raciones estaba en abierta contraposición con su calidad. A las patatas ni les quitaban los ojos, las habichuelas no había manera de que se deshicieran en la boca, y cuando había carne la de los gusanos predominaba sobre la que supuestamente comían. Había así quien nada más haber terminado de evacuar se ponía otra vez en la cola, pues sabía que en un rato volvería a tener ganas. Las letrinas eran una simple zanja abierta en un extremo del campo que habían cubierto con maderas con un agujero a cada metro y un par de tableros a modo de boxes entre uno y otro.

―¿Ya está otra vez el holandés en la cola? ─preguntó a Sam uno de los compañeros de barracón.

―Es la quinta vez en una hora. Ayer ya estaba igual. En la enfermería le han dado unas pastillas, le calman el dolor en el vientre, pero nada más.

―He visto morir así a más de uno. Las pastillas esas que dan no hacen nada. A saber qué demonios serán. A ellos les da igual que muramos, es más, si lo hacemos por una enfermedad como esta mejor, dicen que es muerte natural y un problema menos. ¡Pero si a uno que tenía un cáncer solo le daban aspirinas! Murió como un perro, gritando de dolor, aullando. Lo suyo eran aullidos, aún los tengo aquí dentro, en la cabeza. Aquí no cabemos tantos como abarca su odio.

―Casi tres años que terminó la guerra y siguen matando. Y ahora no me refiero a que te dejen morir como un perro sin asistencia ─comentó otro que llegaba en ese momento y se sumó a la conversación.

―¿Y tú qué haces envuelto con la manta? Hoy no hace tanto frío. No te encontrarás mal tú también.

―¿Yo? ¡Qué va! Estos hijos de puta no van a poder conmigo. La manta la llevo porque si no se va sola.

―¿Cómo que se va sola?

―No me digas que la tuya no tiene piojos.

Rieron. Pocas ocasiones tenían de hacerlo. Trataban, pues, de que durase, repitiendo la ocurrencia varias veces. Otro más se acercó.

―¿De qué os reís? ¿Eh? ¿De qué? Decidme, ¿qué os hace tanta gracia? Buscaba la risa como otros resguardarse del frío. Con la sonrisa en la boca esperó la respuesta para soltar una reconfortante carcajada.

Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird), 2014. Nueva edición 2019.

Silvino Zapico, el minero a quien el franquismo castró

El cuadro que encabeza estas líneas es de Eduardo Arroyo (El Minero Silvino Zapico es arrestado por la policía, tinta china sobre papel) y fue pintado en 1967 cuando este se hallaba autoexiliado en París. Silvino Zapico fue un minero asturiano al que detuvo la policía franquista en 1963 con motivo de la represión que siguió a la huelga de mineros asturianos, lo castró y apaleó, y se conoce como El arresto. En él vemos a un hombre vestido de negro a punto de entrar en la casa de Zapico, una niña trata de impedir la detención pero un personaje de evidentes trazos mironianos le invita a pasar. Es una clara referencia al papel condescendiente que Miró tuvo con la dictadura franquista. Pero no es de Miró de quien vamos a hablar.

En 1962 los mineros de Asturias protagonizaron una de las huelgas más sonadas que tuvieron lugar durante la dictadura franquista. El 5 de abril de dicho año, en el Pozo Nicolasa de Fábrica de Mieres, unos 25 picadores empezaron, progresiva y deliberadamente, a reducir su ritmo de trabajo. Por este motivo siete de ellos fueran suspendidos de empleo y sueldo. La solidaridad se convirtió en el principal motor de la respuesta obrera y el conflicto se extendió por toda Asturias y otras 25 provincias españolas. Un plante como el citado era motivo en aquellos tiempos para que sus protagonistas fueran juzgados por el código de Justicia Militar. Su delito: sedición.

Los huelguistas alcanzaron la cifra de 300.000 en toda España –la mayor con diferencia hasta entonces desde el fin de la Guerra Civil–, llegándose a decretar el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. El paro se mantuvo hasta principios de junio, si bien hubo nuevos plantes desde mediados de agosto a los primeros días de septiembre. Resultado de todo ello fue la deportación y dispersión de 126 mineros por 16 provincias españolas.

No fue obstáculo la represión para acallar a los mineros, y en 1963, en el mes de julio, las protestas se reprodujeron durante cuatro meses. La represión tampoco cesó y muchos mineros fueron detenidos y torturados. El minero Rafael González, de 36 años, murió el 3 de septiembre a consecuencia de los malos tratos recibidos en la Inspección de Policía de Sama de Langreo. Otros lograron sobrevivir, lo que no les libró del ensañamiento de los “defensores del orden”. Uno de ellos fue Silvino Zapico, que el mismo día del asesinato de Rafael González, y en el mismo lugar, fue castrado y apaleado. A su esposa le cortaron el pelo al cero. A otro minero, Vicente Bargaña, le quemaron los testículos. Al dirigente obrero Alfonso Braña lo torturaron y arrojaron luego su cuerpo a la calle, siendo recogido allí por un compañero suyo, pero se encontraba en tal estado que cuando llamaron a un médico para curarle este dijo no saber por dónde empezar.

No fueron estos los únicos casos, que fueron denunciados mediante una carta dirigida al ministro de Información y Turismo (Manuel Fraga Iribarne) que firmaron 102 intelectuales, entre ellos José Bergamín, Vicente Aleixandre, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, Gabriel Celaya, Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Carlos Barral, Juan y José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Paco Rabal y Fernando Fernán-Gómez. Los hechos fueron negados por el gobierno, que acusó a los firmantes de denunciar las “supuestas” torturas con la pretensión de “salir de su anonimato”. Finalmente, el 25 de octubre los 102 firmantes fueron expedientados “por delito de difusión de noticias falsas o tendenciosas”.

Hoy no hubieran castrado a Silvino Zapico. Hoy no podría existir ningún Silvino Zapico. Hoy la castración es mental. Hoy todos somos monórquidos de espíritu y lo llevamos la mar de bien. Pobre Zapico. Pobres de nosotros.

Muro (mi pueblo), sus políticos y José Antonio

El pasado día 24 se exhumaron los restos de Franco del Valle de los Caídos –solo 44 años después de que fuese enterrado– y se trasladaron a un cementerio. De “victoria de la democracia española” nada de nada. A buenas horas mangas verdes. Sigue habiendo miles de fosas comunes en las cunetas, de desparecidos, de símbolos y monumentos que ensalzan el régimen franquista. Sin ir más lejos, la tumba de José Antonio Primo de Rivera se encuentra delante del altar mayor de la basílica del Valle de los Caídos. Ahora parece que también serán exhumados. No sé si lo harán con la misma celeridad, pero sea cual sea el ritmo de esta, me da a mí que seguro que antes de que desparezca del cementerio de mi pueblo (Muro, al norte de la provincia de Alicante) la cruz que recoge la fotografía, en la que se lee la inscripción Caídos por Dios y por España. José Antonio Presente.

Al respecto publiqué en este blog un artículo titulado “La cruz de los caídos de mi pueblo” (2 de febrero de 2018) en el que manifestaba que me ofende y me duele su simple visión cada vez que voy al cementerio a visitar la tumba de mis padres y otros familiares. Y –escribía– me duele aún más que el gobierno del Ayuntamiento desde 1999 hasta hoy esté en manos de partidos que se dicen ‘de izquierda’. Desde ese año han sido alcaldes Rafael Climent González (de Compromís, 1999-2015; desde 2015 conseller de Economía sostenible, Sectores productivos, Comercio y Empleo de la Generalitat Valenciana), Francesc Ramón Valls Pascual (de Esquerra Unida, 2015-2017), Jovita Cerdà García (2017-2019) y, en la actualidad, Gabriel Tomás Salvador, candidato de EUPV y hoy ‘no adscrito’ al ser elegido ‘por sorpresa’ con los votos del PP y Ciudadanos y no renunciar al cargo.

A este último es al único de los mencionados que no me he dirigido. Harto ya de comprobar que la dichosa cruz se la trae al pairo a los políticos locales. A los demás, en persona o por correo electrónico, en varias ocasiones. También a algunos de sus colaboradores. ¿Resultado? Pueden suponer que ninguno. De lo contrario no estaría escribiendo esto ahora. De acuerdo con que el cementerio es parroquial y no municipal, pero ello no es razón para saltarse incluso la propia Ley de Memoria Democrática y para la Convivencia de la Comunitat Valenciana. Los detalles los explico en el otro artículo.

Así que arrojo la tolla. Que hagan con la cruz lo que quieran, es decir, nada. Mas cuando una cosa se me indigesta necesito vomitarla, y la única manera que se me ha ocurrido para ello es este vídeo. Entiendo que pueda molestar a alguien, pues, entre otras cosas, para eso lo he hecho.