La Revolución rusa: su legado

October Revolution anniversary

El escritor austriaco Karl Kraus, siempre ‘políticamente incorrecto’, escribió en un artículo que publicó en su revista Die Fackel (La Antorcha) en 1920: «Dios nos conserve siempre el comunismo, para que esta chusma [los capitalistas] no se torne más desvergonzada y para que por lo menos, cuan-do se vayan a dormir tengan pesadillas.» (cit. Josep Fontana, “A los cien años de 1917. La Revolución y nosotros”, en 1917. La Revolución rusa cien años después, 2017). Y es que sin el temor del poder político y económico occidental al comunismo –así, en abstracto– el Estado de bienestar del que disfrutamos (en pasado) los habitantes de los países europeos capitalistas es más que probable que ni siquiera lo hubiéramos conocido.

La prueba es que, tras la caída del Muro de Berlín, el capitalismo –el financiero siendo más precisos– mostro su notable capacidad de restructuración económica de la mano del neoliberalismo y empezó su desmantelamiento progresivo. Tras convertir Chile, mediante el orquestado golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, en una especie de laboratorio donde experimentar la política económica ultraliberal, poco más tarde Margaret Thatcher y Ronald Reagan pusieron en práctica dicha política en Occidente, lo que nos llevaría a eso que llaman crisis y a un cada vez mayor deterioro del nivel de bienestar social y de continuada pérdida de derechos y libertades.

Con el definitivo desmoronamiento de la Unión Soviética (1991) terminaba el mundo dividido y, historiográficamente hablando, el siglo XX, pues –como acertadamente señaló Hobsbawm– no son los años los que fijan los límites de los periodos de la historia, sino los procesos sociales y económicos. Se iniciaba un tiempo histórico nuevo con Estados Unidos como único poder global y su modelo político-económico-social como único posible. Se cerraba una batalla por la conquista de la mente humana, que dijo Kennedy, y comenzaba un nuevo tipo de sociedad “constituida por un conjunto de individuos egocéntricos completamente desconectados entre sí que persiguen tan solo su propia gratificación (ya se la denomine beneficio, placer o de otra forma)” (Hobsbawm: Historia del siglo XX). El capitalismo había impuesto su lógica, había triunfado. Y en esas seguimos.

“Aunque los sucesores de Stalin no volvieron a recurrir nunca al terror en esta escala [la de Stalin], conservaron siempre un miedo a la disidencia que hizo muy difícil que tolerasen la democracia interna. Consiguieron, así, salvar el Estado soviético, pero fue a costa de renunciar a avanzar en la construcción de una sociedad socialista. El programa que había nacido para eliminarla tiranía del Estado terminó construyendo el Estado opresor.

A pesar de ello, las influencias del comunismo soviético sobre los movimientos revolucionarios del mundo entero siguió siendo percibida como una amenaza por los miembros de la coalición de los países capitalistas, dirigida por Estados Unidos, que después de la Segunda Guerra Mundial organizó la ficción de la ‘guerra fría’ para contener la ‘amenaza de la Unión Soviética’, a la vez que una cruzada global contra el ‘comunismo’, un nombre que aplicaban a todas las ideas o movimientos que pudieran significar un obstáculo para el desarrollo de la ‘libre empresa’” (Fontana: “A los cien años de 1917. La Revolución y nosotros”).

Identificar comunismo con estalinismo lo convertía en una dictadura, como pudiera ser el fascismo o el nazismo, un régimen totalitario en definitiva, que concentra todos los poderes en un partido único y controla coactivamente las relaciones sociales bajo una sola ideología oficial. Y, claro, todo totalitarismo es malo. ¿Qué queda? La democracia. Precisamente la democracia era lo que la Revolución rusa quería alcanzar, entendiendo esta como el poder del pueblo, que es lo que etimológicamente significa. No es esta la democracia de que hacen gala los países capitalistas, supeditados al mayor de los totalitarismos, el del capital financiero.

Cito de nuevo a Fontana (“La Revolución que reinventó el mundo”, artículo introductorio que abre la serie de artículos “Debate sobre la Revolución de 1917” del diario Público con motivo de su centenario):

A partir de 1968 (…) el ‘socialismo realmente existente’ mostró claramente sus límites como proyecto revolucionario, cuando en París renunció a implicarse en los combates en la calle, y cuando en Praga aplastó las posibilidades de desarrollar un socialismo con rostro humano. Perdida su capacidad de generar esperanzas, dejó también de aparecer como una amenaza que inquietase a las clases propietarias de ‘occidente’, lo cual las permitió retirar las concesiones que habían hecho hasta entonces, al tiempo que la socialdemocracia se acomodaba a la situación y aceptaba plenamente la economía neoliberal.

En los años ochenta, en momentos de crisis económica y de inmovilismo político, los ciudadanos del área controlada por la Unión Soviética decidieron que no merecía la pena seguir defendiendo el sistema en el que habían vivido durante tantos años. El testimonio de un antiguo habitante de la Alemania oriental que hoy vive en Estados Unidos ilustra acerca de la naturaleza de este desengaño. Sabíamos entonces, afirma, que lo que nuestra prensa decía sobre nuestro país era un montón de mentiras, de modo que creímos que lo que decía sobre ‘occidente’ era también mentira. No fue hasta llegar a Estados Unidos que descubrió que era verdad que había mucha gente en la pobreza, viviendo en las calles y sin acceso a cuidados médicos, tal como decía la prensa de su país. Hubiese deseado, concluye, haberlo sabido a tiempo para decidir qué aspectos de las sociedades de occidente merecía la pena adoptar, en lugar de permitir a sus expertos que nos impusieran la totalidad del modelo neoliberal”.

Algo parecido al testimonio que recoge Fontana me sucedió hace unos días en el bar donde suelo almorzar, cuya dueña es rumana, ahora también española. Llegó aquí hace catorce años, en 2003, trece después de ser ejecutado Ceaucescu con su esposa por fusilamiento en una farsa de juicio, siendo sus horas finales transmitidas por televisión, imágenes que todos contemplamos atónitos, más aún muchos rumanos, pues encima ocurrió el día de Navidad, un día con mucho arraigo en Rumanía, de tradición secular, que se celebra con gran entusiasmo y armonía familiar. Me contó que su padre, que no tenía una afinidad ideológica concreta, lloraba preguntándose qué clase de espectáculo estaban dando al mundo. ¿Y ahora?, le pregunté. ¿Ahora?, pues los que estaban bien posicionados son muy ricos y los otros están igual que antes o peor.

Regreso a Fontana, a su texto “A los cien años de 1917. La Revolución y nosotros”:

“No hay en estos momentos alternativas como las que en pasado aportaba la socialdemocracia para generar esperanzas de reformas y mejoras. Gabriel Zucman señala que la desigualdad está creciendo en todas partes en beneficio del 0,1 por 100 de los más ricos; pero que, como esto no se percibe ahora como un problema al que haya que poner remedio, lo más probable es que siga creciendo de forma acelerada, extremando la división que separa el pequeño núcleo de los que se benefician de ello de la gran mayoría de los que se empobrecen. Una desigualdad que parece en camino de llegar con el giro a la derecha que ha implicado la elección de Donald Trump.

A los cien a años de la revolución de 1917 parece que la única alternativa global debe basarse en un proyecto popular transnacional, integrado por componentes muy distintos de los partidos tradicionales del pasado: fuerzas como las que hoy surgen desde abajo, de las luchas cotidianas de los hombres y las mujeres.

Algo que en algún modo recuerda la invocación que Lenin hacía en 1917 a ‘la revolución socialista mundial’; pero que, en este caso, deberá construirse de nuevo de acuerdo con las circunstancias y necesidades del mundo en el siglo XXI”.

Así pues, ¿hay que empezar de nuevo? ¿Otra vez? Permítanme que termine con un par de párrafos de mi novela Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird), en la que abordo los mecanismos empleados por la CIA para asegurar ese mundo del pensamiento único, en el que el protagonista, Sam Shuterland, dice al respecto:

Cuando se afirma que esta es una sociedad democrática, en realidad se está diciendo que las instituciones, los partidos, las leyes del capitalismo, la forma de vida que este ofrece, eso que ahora está tan de moda denominar Estado de bienestar, es la única alternativa posible. O eso, o el totalitarismo. Quieren identificar democracia con capitalismo, y no es así: la democracia, tal como yo la entiendo, y presumo que tú también, se acerca más a una sociedad comunista que a una capitalista. De ahí el interés de identificar comunismo con estalinismo. Claro que, todo sea dicho, Stalin está poniendo las cosas muy fáciles para que así sea. No duda en utilizar métodos fascistas para acabar con cualquier oposición. Una burocracia se ha instalado en la Unión Soviética, ha usurpado el poder a los obreros y olvidado que la revolución socialista ha de tener necesariamente un carácter internacional. Ahora bien, si las personas no cambiamos, abrazamos unos valores y defendemos unos derechos que estimamos irrenunciables porque sin ellos no podemos, no sabemos vivir, poca cosa haremos.

Al responder su interlocutor que es necesaria, por tanto, una vanguardia que aglutine los sectores más conscientes y activos del proletariado, responde Sam:

Una vanguardia, dices. Una minoría política que canalice la insatisfacción de la mayoría. ¿Y después? Esa vanguardia llega al poder, con loables intenciones, las más nobles, las que van a instaurar una sociedad justa, igualitaria, socialista, comunista, verdaderamente democrática, llámala como quieras. Llega al poder y ¿qué pasa? Que se burocratiza, como ha sucedido en la Unión Soviética, y aparece de nuevo la desigualdad, la insatisfacción, regresan los privilegios, las clases.

Por supuesto este diálogo es mera ficción, pero como dijo el escritor Tom Clancy, la diferencia entre realidad y ficción es que la ficción tiene mayor sentido.

Gracias por su visita. Que les vaya bien (o lo mejor posible).

 

 

La Revolución rusa: el final

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Lenin y Trotski en el segundo aniversario de la Revolución rusa (1919).

Una revolución –tal como utilizamos el concepto desde la Ilustración– es un cambio profundo y brusco en la organización del Estado y en la estructura social. Representa una ruptura en la continuidad en el orden político, económico, social o cultural e implica una serie de trasformaciones drásticas y radicales con independencia de su carácter violento. Mas no todo se transforma al mismo ritmo. La mentalidad, como dijo Le Goff, es lo que cambia con mayor lentitud. Y como quiera que las revoluciones las protagonizan las personas –unas que lideran y dirigen la multitud, la masa, la clase obrera, las clases populares, como prefieran, que ven en esa élite/vanguardia directora a los defensores del común de sus intereses, que no siempre son ‘revolucionarios’– tal aseveración comporta una discordancia entre unos y otros.

Esta consideración no es únicamente válida para la Revolución rusa, sino para cualquier revolución en general. Sin embargo, en Rusia, dada su estructura social y las características de su proceso revolucionario, cobra mayor relevancia y significación. Máximo Gorki, figura emblemática de la Revolución, testigo de la misma y conciencia preocupada por su evolución, lo que le condujo a sucesivos encuentros y desencuentros con los bolcheviques, escribió en el periódico Vida Nueva, que él mismo dirigía, en 1918: “No cabe duda de que hay muchas contradicciones en mis opiniones políticas, contradicciones que no puedo ni quiero conciliar porque, para que mi alma estuviera en paz, tendría que acabar con esta parte de mí que ama apasionada y dolorosamente al hombre ruso vivo, pecador, patético”.

En 1921, oficiosamente por problemas de salud, Gorki se estableció en Sorrento, desde donde mantenía correspondencia con intelectuales y políticos soviéticos. Las citas que de sus cartas hago a continuación están sacadas de la película documental Lenin, Gorki, la revolución a destiempo (2017), una producción de Arte France y Zadig Productions. Sobre la forma de llevar a cabo la revolución, se pronuncia en estos términos:

“Un lector me escribe: ‘Un soldado me dijo que había disertado porque tenía que tenía que ocuparse de sus dos hijos a los que su mujer, la muy guara, había abandonado. Cientos de miles de soldados desertan a causa de las mujeres, ¿cómo se puede solucionar este problema?’. Un grupo de campesinos me escribe: ‘Le rogamos nos diga cómo interpretar la igualdad que se ha proclamado oficialmente entre las mujeres y nosotros; a los campesinos abajo firmantes nos preocupa una ley que puede tener como resultado el aumento de la desigualdad ahora que las mujeres se encargan solas del pueblo. Han abolido la familia será la ruina para la agricultura’. Un grupo de soldados me escribe: ‘Cada vez hay más casos de soldados que, al ser engañados por sus mujeres, les infligen un castigo brutal. Por favor, utilice su influencia para que la prensa social denuncie este fenómeno y muestre que las mujeres no son las auténticas culpables’. Me preguntan qué hacer con los popes, cómo curar la sífilis, me piden que mande folletos informativos sobre los derechos de la mujer. Estas cuestiones no tienen respuesta en nuestros periódicos, enfrascados en sus controversias tóxicas. Los editores olvidan que, fuera del círculo de su influencia, existen decenas de millones de hombres que ven cómo se despierta en ellos el profundo deseo de edificar nuevas formas de vida. No responderles es despreciarlos, y esto es un terrible error”.

Gorki es consciente de esa discordancia a que me refería al principio y sus causas:

“(…) los verdaderos responsables del drama no son los leninistas ni los contrarrevolucionarios. El principal responsable, el enemigo más pernicioso y más poderoso, es la gran estupidez rusa” (…) “Cada noche, desde hace dos semanas, grupos de gente entran a robar en las bodegas, se emborrachan, se pelean a botellazo limpio; en todos los robos los hombres son abatidos como si fueran lobos rabiosos. Exterminar fríamente al prójimo se ha convertido en una práctica corriente. Todo esto marca el triunfo de la brutalidad asiática que nos corrompe por dentro. Es anarquismo zoológico, rebeldía rusa”.

Acerca de la Guerra Civil Rusa y recién firmada la Paz de Brest-Litovsk, escribe sobre marzo de 1918:

“Parte de nuestra inteligencia se ha pasado al convencimiento pernicioso de la existencia de una singularidad rusa, así como una semiadoración por el pueblo inundado en la servidumbre, el alcoholismo y las oscuras supersticiones de la Iglesia. Dicho pueblo, oprimido hasta el aturdimiento, débil, ignorante y con tendencia a la anarquía, está llamado a ser el mesías de Europa. Curiosa idea sentimental que no disgusta a los comisarios del pueblo. Quieren encender, con leña húmeda de Rusia, una hoguera para iluminar el mundo occidental”.

He aquí el quid de la cuestión: ¿cómo ese pueblo podía convertirse en el mesías de Europa? Como cuando tuvo lugar la Revolución francesa –cuyos excesos describe Dickens en su novela Historia de dos ciudades–, ‘las masas’ tampoco –como luego diría Trotski respecto a la Revolución rusa– siguieron una trayectoria recta, sino en zigzag: “se lanzaban por ese camino [el de la revolución] en lucha con su propio pasado, con sus creencias de ayer y, en parte, con las de hoy” (Historia de la Revolución rusa, vol. II, 1932). De aquí que Gorki escriba este pasaje que es una excelente descripción sobre la naturaleza y comportamiento humano en unos momentos en que la situación político-social derivada de la Guerra Civil Rusa era especialmente grave:

“La ciudad está agobiada de calor, helada de estupor, confinada en un silencio apenas interrumpido unos momentos por una serie de sonidos delirantes: una voz canta en falsete, quejumbrosa. En el arroyo plateado, en la arena dorada, busco la huella de una hermosa muchacha. Una voz ronca le interrumpe: ‘¿Qué has hecho esta mañana?’. ‘Un poco de tiro’. ‘¿Cuántos disparos?’. ‘Tres’. ‘¿Han gritado?’. ‘No, ¿por qué?’. ‘¿Dices que se han dejado disparar sin reaccionar?’. ‘Sí, son muy disciplinados a su manera, saben que se han metido en problemas y que deben pagar por ello’. ‘¿Nobles?’. ‘No, se han santiguado delante de la fosa; era gente normal’. Un momento de silencio. Y después vuelve a cantar: ‘Luna brillante, guíame’. ‘¿Tú también has disparado?’. ‘Sí, ¿por qué no?’. La voz ronca se vuelve socarrona. ‘¿Cantas, oh, mi bella muchacha? Pero tú tienes que coserte la camisa tú mismo, cretino. Espera un poco, las chicas llegarán… cuando sea el momento, todo llegará, todo”.

Nunca llegó. Ni la ansiada nueva sociedad comunista ni el hombre nuevo que debía impulsarla. En mi opinión –y retomo el argumento de que la mentalidad es lo que cambia con mayor lentitud–, no hubo tiempo para ello. La especial coyuntura de condiciones históricas en que tuvo que evolucionar Rusia posrevolucionaria son la principal razón. También, por supuesto, la toma de decisiones. Pero vayamos por partes.

Todo el poder para los sóviets / Todo el poder para el partido

En el mundo occidental, y entre tendencias dentro del partido, se estimó que la Nueva Política Económica (NEP) era una política de retirada ante la imposibilidad de poner en práctica un comunismo ideal. Mas, en realidad, se trataba de una vuelta al capitalismo dirigido de los primeros meses de la Revolución, una ‘improvisación necesaria’. Su objetivo básico era aumentar la producción y productividad agrícola y restablecer la alianza básica de la revolución entre el campesinado y el proletariado. Por eso, la requisa se sustituyó por un impuesto en especie fijo y proporcional, que solo era una parte del excedente, lo cual implicaba volver a conceder a los campesinos el derecho a comerciar con la parte del excedente que quedaba a su disposición, o lo que es lo mismo: la vuelta al mercado agrícola, a las relaciones de mercado como nexo de unión esencial entre agricultura e industria y al restablecimiento de una esfera de circulación para la moneda.

Esta misma política, como veíamos en el artículo de anteayer, se extendió a la industria. Todo esto exigía una gestión equilibrada. Las empresas ya no debían contar con el Estado para financiar sus actividades o para compensar sus compras y ventas, excepto en algunos sectores de la industria pesada, y tenían que cubrir los gastos de explotación, las tasas e impuestos, sin olvidar descontar los fondos de amortización, de proveer las reservas y preparar las futuras inversiones. Es decir, si bien la propiedad era del Estado, las empresas industriales tenían que ser dirigidas de acuerdo con métodos capitalistas para hacerse sólidas y rentables.

Las consecuencias de esta política económica fueron favorables para la agricultura (aumentó la producción y restableció el vínculo con el campesinado), pero no para la industria y los trabajadores industriales. Para solucionar el desajuste entre precios agrícolas e industriales, los trust de todas las industrias se unieron formando sindicatos comerciales que monopolizaban las ventas. De este modo se detuvo la caída de los precios y en 1923, año de abundante cosecha, los precios tendieron a distanciarse a favor de los industriales. Era la que se llamó crisis de las tijeras, que solo pudo solucionarse estableciendo controles de precios y por tanto vulnerando los principios de la NEP.

En este nuevo contexto, el trabajo dejaba de ser un servicio estatal y el pago de salarios un sistema de racionamiento gratuito y un derecho social. Los salarios volvieron a justarse entre el patrono y el sindicato y la mano de obra sobrante era despedida, habiendo en 1923 más de un millón de desempleados. El descontento de los trabajadores se veía avivado con la presencia de los ‘administradores rojos’, que pese a su origen y afiliaciones predominantemente burguesas, adquirieron un lugar reconocido y respetado en la economía soviética. Algunos de ellos fueron admitidos como miembros del partido, recibían tasas de remuneración especiales fuera de las escalas salariales normales y muy por encima de ellas.

En 1936, en su libro La revolución traicionada, Trotsky escribe a propósito de las medidas del X Congreso de 1921:

“La prohibición de los partidos de oposición causó la prohibición de las fracciones en el seno del Partido bolchevique; la prohibición de las fracciones dio lugar a la prohibición de pensar otra cosa que lo que hiciese el jefe infalible. El monolitismo policiaco del partido tuvo como consecuencia la impunidad burocrática que a su vez se tornó la causa de todas las variantes de desmoralización y de corrupción”.

No es tanto que la Revolución rusa renunciase al ideal leninista de abolición gradual de todos los mecanismos de poder del Estado como que “el Estado que aspiraban construir los bolcheviques se vio sometido a pruebas indeseables. No iba a poder ser un Estado dirigido por una cocinera, ni a transitar, cómodamente, del dominio sobre las personas a la administración de las cosas. En su inicio la Dictadura del proletariado se asociaba a lo que se entiende por ‘Tipo de Estado’ y no como forma de régimen político. No olvidemos que la teoría marxista considera que todo Estado es, en última instancia, una dictadura de unas clases sobre otras, aunque esa dictadura pueda adoptar la forma de diferentes clases de régimen (siempre es preferible la democracia parlamentaria a la dictadura fascista), aunque ambos modelos constituyan diferentes formas de ejercer una dominación de clase. Pues bien, el régimen soviético terminó asociando, sin diferenciación alguna, el tipo de Estado y la clase de régimen, alejándose de cualquier evolución democrática. (…) El aislamiento de la revolución rusa acentuó sus rasgos nacionales y estos, a su vez, favorecieron dicho aislamiento. No obstante, este recorrido no se efectúa sin contradicciones y mucho menos sin resistencias. Si hasta 1923 los pasos atrás (NEP, limitación de la democracia soviética y partidaria…) eran reconocidos como lo que fueron, a partir de ese año ya forman parte del cuadro completo y dejan de ser retrocesos inevitables para convertirse en virtudes (Bujarin: ¡Enriqueceos!, el socialismo a paso de tortuga). (José Luis Mateos Fernández: “Un siglo después (1917-2017): Un legado entre escombros”, Público 20/10/2017, artículo que forma parte de la serie “Debate sobre la Revolución de 1917”, que abre un artículo introductorio de mi querido amigo y colega, el profesor Josep Fontana, del que hablaremos mañana).

Como escribió Rosa Luxemburgo en sus Notas sobre la Revolución rusa (1918) la burocracia era el único elemento activo que quedaba una vez el control de la situación quedó en manos del partido único.

La dictadura de burocracia

La NEP duró poco: se consideró un peligro que alimentaba la contrarrevolución. Ahora bien, cabe preguntarse qué quedaba en 1923 de los principios que inspiraron la revolución. Son muchos los historiadores y politólogos que consideran que la Revolución Rusa terminó en el año 1923, cuando se elaboró una nueva Constitución que otorgaba todo el poder al Soviet Supremo, con lo que la organización política quedaba controlada por el Partido Comunista, muy jerarquizado, cuyo principal órgano era el Comité Central, dirigido por el Secretario General (en 1922 fue elegido como tal Stalin). Para otros, ya en 1921, cuando terminó la guerra civil, el sistema político ruso se había convertido en un Estado totalitario de partido único, gobernado desde arriba por el Consejo de Comisarios del Pueblo en sociedad con el Comité Central del Partido Comunista.

El proceso que condujo a tal situación comenzó el mismo 1917. En diciembre de 1917 se disolvió e ilegalizó al partido Kadete (Partido Democrático Constitucional) por ‘contrarrevolucionario’. Le siguió, ese mismo mes, la acción de la Checa, Comisión Extraordinaria Panrusa para combatir la contrarrevolución y el sabotaje, actuando contra los anarquistas la noche del 11 al 12 de abril, cuando muchos centros anarquistas fueron cerrados por agentes de la Checa, obligándoles a entregar las armas que poseían y deteniendo a 600 personas. En 1922, dos acontecimientos marcaron la última etapa en la consolidación de un régimen de dictadura de partido único: la abolición y transformación de la Checa y el proceso público contra los dirigentes eseritas, como se denominaba a los militantes del PSR (Partido Social-Revolucionario), el principal rival de los bolcheviques que contaba con el apoyo de muchos campesinos por proponer la “socialización de las tierras”. La Checa se disolvió, pero se creó el OGPU, o Directorio Político Unificado del Estado, con poderes aún más amplios.

¿Era posible otro camino?

  1. El acoso militar externo e interno hacia la Rusia posrevolucionaria exigió un gran esfuerzo defensivo que requería numerosos recursos materiales y humanos, los cuales, en consecuencia, no podían dedicarse a la producción de bienes que satisficieran las necesidades más perentorias de las grandes masas.
  2. Rusia, como veíamos, era un país eminentemente agrario. La Revolución necesitaba al campesinado, pero al mismo tiempo los sectores urbanos pro-occidentales lo veía como una clase atrasada en la que no se podía confiar del todo.
  3. Una profunda desorganización social resultó de los fenómenos anteriores. La política económica descrita llevó a la escasez y el hambre (hambruna de 1921-1922), lo que tuvo perversos efectos políticos. Poco a poco fue consolidándose un apparátchik (un aparato administrativo gubernamental) –no olvidemos que son las personas quienes hacen las revoluciones– integrado al principio por militantes comunistas que creían fervientemente en la Revolución, pero pronto repleto de arribistas carentes de principios y escrúpulos cuya única motivación era ocupar los cargos administrativos y políticos. Pertenecer al partido significaba disponer de mayores raciones alimentarias y otras ventajas sociales.

Por todo ello, muchos historiadores afirman que cuando Stalin accedió al poder, las bases de la dictadura de partido único estaban ya establecidas. Fuese o no así, lo cierto es que fue como terminó: “Stalin, que presidió la edad de hierro de la URSS, fue un autócrata de una ferocidad, una crueldad y una falta de escrúpulos excepcionales o, a decir de algunos, únicas. Pocos hombres han manipulado el terror en tal escala. No cabe duda de que bajo el liderazgo de alguna otra figura del Partido Bolchevique, los sufrimientos de los pueblos de la URSS habrían sido menores, al igual que la cantidad de víctimas. No obstante, cualquier política e modernización acelerada de la URSS, en circunstancias de la época, habría resultado forzosamente despiadada, porque había que imponerla contra la mayoría de la población, a la que se condenaba a grandes sacrificios, impuestos en gran medida por la coacción. La ‘economía de dirección centralizada’, responsable mediante los ‘planes’ de llevar a cabo esta ofensiva industrializadora, estaba más cerca de una operación militar que de una empresa económica.” (Hobsbawm: Historia del siglo XX).

Gracias por su visita. Que les vaya bien (o lo mejor posible).

La Revolución rusa: las tareas inmediatas de la Revolución (internacionalización y centralización)

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Lenin dirigiéndose al Ejército Rojo en Moscú el 5 de mayo de 1920; a la derecha de la foto Leon Trotski.

El primer acto del Gobierno revolucionario fue dar cumplimiento al primer decreto anunciado por Lenin: “comienzo de las negociaciones en pro de una paz justa y democrática sin anexiones ni indemnizaciones”. La llamada a las partes beligerante no tuvo ningún eco y, ante la superioridad de las tropas alemanas, Lenin y Trotski acabaron firmando una paz que ellos mismos tildaron de vergonzosa: la Paz de Brest-Litovsk (marzo de 1918), por la que Rusia perdía Ucrania y la mayor parte de los territorios occidentales.

Antes de que terminara la guerra mundial, Alemania era un país exhausto con un régimen en descomposición. Surgieron entonces consejos obreros y de soldados con un claro objetivo: acabar la guerra. El movimiento se extendió rápida y espontáneamente por todo el país. En noviembre, al terminar la guerra, se presentó el siguiente dilema: el triunfo de una república soviética basada en los consejos o, por el contrario, la evolución de estos hacia la formación de una república democrática. Las dos repúblicas se proclamaron el mismo día, el 9 de noviembre, y durante un tiempo hubo una situación de doble poder. La disyuntiva se resolvió finalmente en enero de 1919 con el conflicto armado. El SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania) –que acordó una alianza con el Comando Militar Supremo alemán– recurrió al ejército y a los freikorps para acabar con el levantamiento (Revolución de Noviembre) y sus líderes. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo –dirigentes del KPD (Partido Comunista de Alemania)– fueron asesinados en enero de 1919. La dirección del partido pasó a manos del reformista Paul Levi y se orientó cada vez más –siguiendo así las consignas del ejecutivo de la III Internacional– hacia la táctica parlamentaria, queriendo de este modo reparar el error de la fracasada revolución de 1919 (el llamado Levantamiento Espartaquista) en Alemania, que para Lenin había consistido en considerar que “el parlamentarismo estaba pasado de moda” y no haber participado en las elecciones [Lenin (1920): El extremismo: enfermedad infantil del comunismo].

¿Qué había pasado para que los bolcheviques fueran objeto de tan acerada crítica? Los bolcheviques no abandonaban la esperanza de una revolución en Alemania, pero en 1920 habían cometido “lo que hoy se nos parece como un error fundamental, al dividir permanentemente el movimiento obrero internacional” (Hobsbawm: Historia del siglo XX). En 1919 se había formado la III Internacional (conocida también como Internacional Comunista o Komintern), concebida como un primer acto de la inminente revolución mundial. En su II Congreso Mundial (Moscú, 19 de julio al 7 de agosto de 1920) se “estructuró un nuevo movimiento comunista internacional según el modelo del partido de vanguardia de Lenin, constituido por una élite de ‘revolucionarios profesionales’ con plena dedicación”, es decir, “lo que buscaban Lenin y los bolcheviques no era un movimiento internacional de socialistas simpatizantes con la revolución de octubre, sino un cuerpo de activistas totalmente comprometido y disciplinado: una especie de fuerza de asalto para la conquista revolucionaria” (Hobsbawm cit.). ¿Hubiera tenido lugar la ansiada revolución internacional de haber sido otro el desarrollo del Levantamiento Espartaquista alemán? Nunca lo sabremos. A mi juicio, nunca el mundo estuvo tan cerca. Pero eso no importa ahora.

La colosal tarea de la que hablaba Carr [véase artículo anterior] era tan gigantesca como compleja. Establecer un control efectivo sobre el caos en que estaba sometido el territorio del difunto Imperio ruso y crear un nuevo orden social que enlazara con las aspiraciones de las masas obreras y campesinas que habían visto en los bolcheviques a sus salvadores y liberadores tropezaba con una tenaz oposición, que desembocó en un conflicto armado múltiple –la Guerra Civil Rusa (1917-1923)–entre el nuevo Gobierno bolchevique y su Ejército Rojo y los militares del ex ejército zarista y opositores al bolchevismo, agrupados en el denominado Movimiento Blanco, compuesto por conservadores y liberales favorables a la monarquía y socialistas contrarios a la revolución bolchevique y relacionados estrechamente a la Iglesia ortodoxa rusa. En 1920 era evidente que la revolución bolchevique no era algo que fuera a suceder de manera inminente en Occidente, menos aun cuando igual de evidente era que los bolcheviques no había conseguido asentarse por completo en Rusia. Apenas recién constituido el Ejército Rojo bajo la dirección de Trotski –a finales de 1919 contaba con 30.000 oficiales y 5 millones de hombres– tuvo que entrar en acción contra los ejércitos de rusos blancos, dirigidos por generales zaristas, que querían derrocar el gobierno revolucionario.

Es en esta atmósfera de guerra civil y aislamiento internacional que hay que encuadrar tanto la política internacional bolchevique, que a grandes rasgos acabamos de ver, como la organización económica del nuevo Estado, que se dividió en tres periodos y políticas económicas definidas:

El capitalismo dirigido de los primeros ocho meses

Según Lenin, el nuevo régimen es el que debía poner las bases para la transición al socialismo, por lo que el objetivo inmediato no era la confiscación o nacionalización de los bienes, sino establecer un régimen de capitalismo dirigido que le permitiera apoderarse de ciertos puntos claves de la economía para consolidar el poder político que ya se había conseguido y ejercer ciertas medidas de control sobre la industria destinadas a que esta siguiera funcionando y a proteger al nuevo régimen tanto de la desintegración económica como de una posible ‘huelga de capitales’. Desde esta perspectiva hay que entender las siguientes disposiciones económicas:

a) Decreto del Control de los Trabajadores de 15 de noviembre que daba a los comités de trabajadores de cada fabrica el derecho a supervisar la dirección, señalar un mínimo de producción y tener acceso a correspondencia y cuentas, pero se reservaba expresamente al propietario el derecho a dar órdenes para la gerencia de la empresa, excepto si se contaba con la sanción de las autoridades competentes.

b) Nacionalización de los bancos y su fusión en un solo Banco Central.

c) Monopolio estatal del comercio de granos (medida ya aprobada por el Gobierno provisional).

d) Nacionalización de la industria bélica y las consideradas claves para la economía, así como aquellas en las que su dueño se negaba a cumplir el decreto de control de los trabajadores y las que habían sido cerradas o abandonadas por sus dueños.

Este capitalismo de Estado –esta ‘etapa de transición’– se desenvolvió en una situación, como veíamos, inestable y no sobrevivió al verano de 1918 por la actitud de los comités de fábrica y el estallido pleno de la guerra civil, pues la burguesía en masa se pasó a las zonas de rusos blancos. La necesidad de las autoridades de ejercer un control directo sobre la producción llevó a promulgar el Decreto de General de Nacionalización (28 de julio) por el que se procedía a la nacionalización de todas las empresas de cierta importancia sin distinción. Mil se nacionalizaron en 1918 y entre tres y cuatro mil en el otoño de 1919. Comenzaba lo que se ha dado en llamar comunismo de guerra.

El comunismo de guerra

Tercera Internacional ComunistaLa falta de combustibles, materias primas y alimentos hicieron disminuir la producción industrial, aumentando el absentismo y cerrando muchas empresas. Las ciudades perdieron entre la tercera y cuarta parte de la población por la inmigración al campo, al tiempo que aumentaba la inflación y se depreciaba la moneda. La escasez de bienes del mercado conllevó la ocultación de parte de las cosechas y el florecimiento del mercado negro. Así las cosas, ¿cómo alimentar al Ejército Rojo y a los trabajadores de las industrias de guerra? Se optó por la requisa de productos agrícolas y la asignación centralizada de víveres tanto para la industria como para el comunismo de guerra. El excedente de cada granja –una vez cubiertas las necesidades mínimas de subsistencia y asegurado el grano para la siembra– era confiscado y el Comisariado de Abastos (Narcomprod) se encargaba de organizar la recogida del producto y su distribución entre el ejército, la industria y los principales puntos de abastecimiento para el racionamiento de los trabajadores.

La nacionalización de las industrias continuó hasta abarcar no solamente la gran industria y la de tamaño medio, sino también la pequeña industria, pues en noviembre de 1920 se decretó la nacionalización de todas las empresas mecanizadas con más de cinco empleados. Las condiciones de trabajo se parecían cada vez más a las del ejército y debido a la escasez de materia prima y combustible se primó las industrias de choque, relacionadas directamente con la guerra, sobre las industrias de consumo. Ello acarreó el alejamiento de las masas campesinas de la política bolchevique. La alianza que forjó la Revolución de Octubre amenazaba resquebrajarse, se produjeron levantamientos campesinos en 1921 en las regiones del Volga, Siberia Occidental, Norte del Cáucaso y Rusia Central. También se abrió una importante brecha entre los trabajadores industriales y el Estado: en la segunda mitad de 1920 las huelgas eran algo habitual y aumentaba el absentismo. A ello se sumó la revuelta de los marineros de Kronstadt, la última gran rebelión en contra de los bolcheviques durante la guerra civil (marzo de 1921).

La Nueva Política Económica (NEP)

La situación, que hemos descrito a grandes líneas, llevó a Lenin a plantear la abolición de la práctica de requisas y a iniciar los principios de una Nueva Política Económica. “El antídoto [del comunismo de guerra], familiarmente conocido como la NEP, consistió en (…) una serie de medidas que no fueron concebidas de una sola vez, sino que fueron desarrollándose gradualmente una después de la otra. Primero empezó enfrentando el punto de mayor peligro, como una política agrícola para aumentar el suministro de alimentos ofreciendo nuevos incentivos a los campesinos; luego evolucionó hacia una política comercial para la promoción del comercio y el intercambio, incluyendo una política financiera para una moneda estatal; y finalmente, enfrentando el problema más profundo de todos, se transformó en una política industrial tendiente al aumento de la productividad industrial, condición para la construcción de un sistema socialista. La característica principal de la NEP fue la negación o revocación de las políticas del comunismo de guerra” (Carr: Historia de la Rusia de la Rusia Soviética).

Y aquí lo dejo por hoy. Continuaremos mañana con el quinto artículo de esta de serie de seis sobre la Revolución rusa con motivo de conmemorarse su primer aniversario, el último sobre su evolución histórica, pues en el sexto nos ocuparemos de su legado y repercusión actual. En él abordaremos la evolución de la Nueva Política Económica y la transición al régimen de partido único, que daría paso al afianzamiento del dominio de Stalin sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética y sobre la III Internacional. La Revolución rusa desde entones fue otra cosa que nada tenía a ver con los principios y valores que la germinaron. Mañana lo veremos.

Gracias por su visita. Que les vaya bien (o lo mejor posible).