
Ilustración de la portada del libro de Serhii Plokhy ‘El último Imperio. Los días finales de la Unión Soviética’ (2014).
Se cumplieron ayer 25 años del fin de la Unión Soviética. El 8 de diciembre de 1991 los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaban el Tratado de Belavezha que declaraba la Unión Soviética disuelta y se establecía la Comunidad de Estados Independientes (CEI) en su lugar. Este texto –que forma parte de un artículo más amplio titulado “El mundo dividido (1945-1991) y me fue encargado para el libro Historia del mundo contemporáneo (Materials Crurriculars Batxillerat)– está escrito por esas fechas, a finales de 1991, en pleno de proceso de disolución de la URSS, si bien el libro se editó en 1993. Hoy he decidido rescatarlo y reproducirlo tal cual, añadiendo simplemente esta nota explicativa pues considero que el lector debe estar advertido de tal circunstancia.
A finales de la década de ochenta e inicios de los noventa, Europa se nos muestra muy distinta de cómo era al finalizar la Segunda Guerra Mundial. (…) La URSS ha pasado de ser una superpotencia a su desaparición como Estado; Occidente, de la ilusión de la ilusión de conseguir un Estado de bienestar generalizado a aceptar que no hay de todo para todos y que hay que distribuir lo que se tiene, aunque haya notables diferencias entre la forma de hacerlo y las prioridades a tener en cuenta. El sistema político ha experimentado notables convulsiones: los partidos socialdemócratas han visto cómo se reducía poco a poco su esfera de poder y han pasado a la oposición a pesar de –o tal vez por– la adopción de políticas moderadas y de centro, mientras que los partidos liberales y neoconservadores gobiernan en la mayor parte de Occidente y parecen cobrar auge en las antiguas democracias populares. Separar, no obstante, la política de la economía es tarea cada día más difícil cuanto mayor es el peso de las fuerzas supraestatales, que limitan la acción de los gobiernos en sus respectivos países. Por otra parte, hay un resurgir del nacionalismo, especialmente en los países del antiguo bloque oriental, en contraposición con la idea europea de poner en marcha procesos supranacionales de organización. Además, las migraciones del Este y del Sur hacia Occidente aumentan día a día, la población sigue creciendo –6.000 millones de individuos poblarán el planeta a finales de siglo–, los recursos energéticos son a todas luces insuficientes para satisfacer la demanda existente y nadie parece contar con soluciones claras para resolver estos problemas.
El presente se nos muestra tremendamente cambiante y las consecuencias de lo que hoy ocurra determinarán el futuro de la humanidad, un futuro incierto ante tan complejos y variados problemas como hoy tiene. El desenlace de dos procesos en curso –la evolución de los países del antiguo bloque oriental y la posible unión europea– van a ser claves.
La caída del comunismo como sistema de Gobierno
La perestroika de Mijaíl Gorbachov significó el intento de poner en marcha de nuevo un sistema estancado durante muchos años. Si bien sus intenciones iniciales no iban más allá de mejorar los mecanismos económicos, repercutió en todos los aspectos de la vida de la URSS y empezó un proceso cuyo desenlace, hoy por hoy, nadie alcanza a vislumbrar. El propio Gorbachov reconocía en una conferencia pronunciada en la Sorbona con motivo de su visita a París en 1989 que “la compaginación del socialismo con la democracia demostró ser mucho más difícil y contradictoria de lo que nos habíamos imaginado” y definía así “la esencia de la reforma política: restablecimiento de la plenitud del poder de los Consejos, es decir, desplazamiento del poder del monopolio ejercido por el Partido Comunista a las asambleas elegidas, elecciones auténticamente libres sobre la base de la competición, liberación de toda la vida social de dogmas y prohibiciones, glasnost, obligación real de rendir cuentas por parte de los órganos ejecutivos e independencia de los tribunales”.
Sin embargo, la reforma de Gorbachov era una reforma desde arriba y llegaba en un momento en que el sistema había perdido ya su credibilidad y la población podía empezar a moverse porque ni siquiera el Ejército se libraba del clima general de desconcierto. Ciertamente, Gorbachov no contaba con la alianza de todas las fuerzas opositoras como le ocurrió a Jruschov, pero no por ello dejaba de tener muchos elementos en contra. Por una parte, tropezaba con el desengaño y la desilusión de amplias capas de la población que querían resultados inmediatos y no veían en los reformistas otra cosa que burócratas ilustrados del Partido que seguían controlando el Estado. Así pues, la reforma de Gorbachov carecía del apoyo popular necesario (…). Por otra parte, las dificultades para acceder a una economía con un mayor peso del mercado eran enormes dado el nivel de obsolescencia a que había llegado la industria soviética y la imposibilidad de efectuar reformas radicales en un sistema que no concebía situaciones de desempleo y que, por tanto, no sabía qué hacer con los obreros que sin duda sobrarían en las empresas si tales reformas se llevaban a cabo.
Los acontecimientos se precipitaron a raíz del intento de golpe de Estado de agosto de 1991 y la reforma se desbordó hasta el punto de acabar con la propia Unión Soviética como Estado, algo que no entraba en ningún momento en los planes de Gorbachov. El proceso que ahora se pondrá en marcha significará el final del comunismo como forma de gobierno, llegándose a la disolución de los principales órganos de poder: PCUS, KGB, Soviet Supremo… Los nacionalismos, por su parte, se beneficiaron de esta situación y la URSS acabó desmembrada tras la proclamación unilateral en muy poco tiempo de la independencia de la mayoría de las quince repúblicas de este Estado multiétnico. Borís Yeltsin, presidente de la Federación Rusa, que adquiere gran popularidad con motivo del golpe, aparece como el hombre fuerte de una nueva Unión que se constituirá ahora mediante la decisión soberana de las repúblicas que así lo deseen.
En un sistema tan dependiente de Moscú como era el de las democracias populares (…) los acontecimientos de la URSS provocaron una reacción en cadena que acabó con las relaciones de poder existentes. Además, muy pocos parecían ya interesados en defender el sistema y ni siquiera se recurrió, como en otras ocasiones, al Ejército, igualmente sumergido en una situación caótica, que se había agravado, entre otras cosas, por experiencia de la guerra de Afganistán.
Las tensiones internas afloran con rapidez en las distintas democracias populares y poco a poco van cayendo los distintos gobiernos. En Polonia se produce en 1988-1989 un resurgir del sindicalismo nacional y católico de Solidaridad y una progresiva radicalización de las bases, que quieren reformas radicales. Las elecciones que se celebran en abril de 1989 suponen un aplastante triunfo para Solidaridad y el presidente Jaruzelski encarga formar Gobierno a Mazowiecki (católico militante y consejero de Walesa) ante la sorpresa general. En Hungría son los propios comunistas los que intentan reformar el sistema con medidas económicas tendentes a la privatización y la legalización de los partidos políticos, llegando incluso hasta la autodisolución del Partido Comunista Obrero Húngaro. Un año después que en Polonia también aquí se celebrarán elecciones, de las que saldrá vencedor el recién constituido Foro Democrático Húngaro (una heterogénea mezcla de comunistas reformistas, cristianos, nacionalistas e intelectuales). En otros países, como Checoslovaquia, la más occidentalizada de las democracias populares, el cambió se producirá sin grandes sobresaltos. Es lo Václav Havel ha denominado “revolución de terciopelo”: los acuerdos del Foro Cívico con los sectores moderados y reformistas del aparato desembocan en una democracia pluralista de economía de mercado.
Sin embargo, en los Balcanes (Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia) los problemas serán mayores. Aquí, el comunismo goza de un mayor arraigo social y no tan poca estima popular y son muchas veces los intentos por hacerse con el poder los que protagonizan el cambio. Posiblemente este es el caso de Rumanía, donde no están claros los intereses que acabaron, tras una simulación de juicio, con la vida de Ceaucescu. Por otra parte, estos países están menos cohesionados a causa de sus diferencias étnicas, por lo que el proceso que se desencadena en 1989 reabre viejas heridas y hace que renazcan los nacionalismos agresivos hasta el punto de provocar una cruenta guerra civil entre las distintas minorías (serbios, croatas, eslovenos, musulmanes) que integraban un país como Yugoslavia, formado artificialmente tras la Segunda Guerra Mundial.
En estos estados multinacionales fue el propio proceso revolucionario el que desencadenó las tensiones nacionalistas. En cambio, en otro Estado no multinacional, pero también totalmente artificial, como fue la República Democrática Alemana, el deseo de pertenecer a una nación más amplia acabó con el régimen de gobierno comunista. La RDA parecía la más sólida de las democracias populares. Desde 1953 no se habían dado estallidos violentos y la población disfrutaba de un aceptable nivel de bienestar, lo que no obviaba que esta pudiera apreciar las grandes diferencias de su nivel de vida con respecto al de la República Federal Alemana (RFA). Solo así se explica que en el verano de 1989 los turistas de la RDA de vacaciones en otras democracias populares comenzarán a refugiarse en las embajadas de Alemania Occidental en Budapest y Praga, así como en la representación permanente de la RFA en Berlín Oriental. El gran número de refugiados hizo que el gobierno de Bonn tuviera que cerrar las embajadas hasta que, por fin, en septiembre, el nuevo gobierno reformista húngaro autorizó la salida general de los ciudadanos de la RDA de su país. No deja de ser sintomático el hecho de que, de las 343.854 personas que en 1989 pasaron de la RDA a la RFA, el 86 por cien tuviera estudios medios y el 24 estudios superiores, como también lo es, por otra parte, que en Alemania Oriental un 60 por cien de la población tuviera televisión y automóvil y un 15 poseyera, además, una segunda residencia.
Las multitudinarias manifestaciones que desde este momento se produjeron provocaron la caída de Honecker (octubre de 1989) y la apertura del Muro de Berlín un mes después. El camino de la reunificación estaba abierto. El propio Kohl presentó en noviembre al Bundestag un conjunto de diez puntos para “recuperar la unidad estatal de Alemania” que, a pesar de contar con el rechazo de la oposición y de destacados intelectuales como Günter Grass y con las reticencias de Francia y Gran Bretaña, contarán con el beneplácito de Gorbachov y despertarán el entusiasmo de los ciudadanos de la RDA. En septiembre de 1990 se reunían en Moscú los ministros de Asuntos Exteriores de la RFA y de las cuatro potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (Unión Soviética, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia) y el presidente de la RFA, Lothar Maizière, para firmar el Tratado sobre la regulación final respecto a Alemania, que entró en vigor el 3 de octubre de ese mismo año.
Todos estos cambios no han supuesto el fin de los problemas económicos ni una mayor estabilidad política y social. Sigue estar claro cómo efectuar el paso de una economía planificada a una economía de mercado. Ello conlleva grandes sacrificios para la mayoría de la población, que, además, no ve que estos se correspondan con una mejora sustancial de sus condiciones materiales de vida. Por otro lado, la rapidez con que se formaron algunos partidos y movimientos de oposición, así como la falta de experiencia y tradición políticas, hacen aumentar la inestabilidad y provocan serias rupturas que pueden tener graves consecuencias (caso de Solidaridad ante el estilo autoritario y populista de Walesa para conseguir la presidencia de Polonia o del conflicto entre Yeltsin y el Parlamento que vive Rusia en estos momentos). (…) Europa ya no será como era hasta 1990.
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