
Simone Weil.
Simone Weil (1909-1943) fue una filósofa y escritora francesa de origen judío. El interés por conocer personalmente el mundo del trabajo y sus efectos psicológicos la llevó a trabajar en la fábrica Renault durante un tiempo (1934-1935). Allí, escribiría después, “recibí para siempre la marca de la esclavitud, como la marca que los romanos imprimían con hierro candente en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he considerado siempre una esclava”.
Pacifista, pero fiel a sus ideales anarquistas, participó en la Guerra Civil Española en el bando republicano (en la columna de Durruti). Después de una temporada en los Estados Unidos, se estableció en Inglaterra, desde donde colaboró con la Resistencia francesa. Nacida en un ambiente judaico, su inquietud mística la acercó a un cristianismo en la línea existencialista de Kierkegaard.

Simone Weil como soldado durante la Guerra Civil Española en 1936.
Cuando falleció a causa de una tuberculosis, a los 34 años, era casi una desconocida. Muy poco de cuanto había escrito se había publicado, siendo después de la Segunda Guerra Mundial que sus amigos comenzaron a editar sus textos. Así fueron conociéndose obras como La pesanteur et la grâce (1947), La connaissance surnaturelle (1949), La condition ouvrière (1951), Attente de Dieu (1951), Oppression et liberté (1955), además del opúsculo del que hablamos hoy Note sur la suppression générale des partis politiques (Nota sobre la supresión general de los partidos políticos), escrito en 1940, que vio la luz por primera vez en la antología de su obra que editó Gallimard en 1957 Écrits de Londres et dernières lettres (en 1960, también en Gallimard, Albert Camus lo recogió en la selección que hizo de la obra de Weil Écrits historiques et politiques).
Camus y T. S. Eliot (en 1949 prologó la edición de su obra L’Enracinement, prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain) fueron de los primeros intelectuales que mostraron su interés por el pensamiento de Weil. Numerosos les siguieron en los años posteriores, especialmente anarquistas y cristianos. Juan José Tamayo, teólogo español vinculado a la Teología de la Liberación, la calificó de “intelectual compasiva” (“Simone Weil, intelectual compasiva”, El País, 23 de agosto de 1999). Entre otras cosas, dice en su lúcido artículo:
“Muy pocas personas fueron capaces de comprender la profundidad de su pensamiento heterodoxo, la autenticidad de su fe religiosa aconfesional y la radicalidad de su militancia obrera no partidista. (…) fue una pensadora a contracorriente de los intelectuales de su tiempo, a quienes fustigó con severidad inusitada, ubicándolos del lado de los idólatras y los burgueses. Los trabajadores, afirma, sufren ‘una especie de vértigo interior que los intelectuales pocas veces han tenido ocasión de conocer’. Tilda de egoísta a la modernidad y tacha de idólatras a los pensadores modernos porque se sienten cautivados y poseídos de sus conquistas, que cada vez son menos universales y solo alcanzan a grupos sociales reducidos. Sitúa al mismo nivel la idolatría de la ciencia y la de la Iglesia. (…) Llama la atención asimismo sobre la ausencia de compasión en los intelectuales. (…) Por sus actitudes solidario-compasivas fue objeto de burla y desdén en ciertos ambientes culturales, donde se la etiquetaba malévolamente de ‘virgen roja de la tribu de Leví’ o ‘portadora de los evangelios moscovitas’; y se la consideraba excéntrica y alocada. (…)
Sobre ese “vértigo interior” al que se refería Tamayo escribe Weil en su Nota sobre la supresión general de los partidos políticos: “¡Cuántas veces, en Alemania, en 1932, un comunista y un nazi que discutían en la calle se han visto arrastrados por el vértigo mental al constatar que estaban de acuerdo en todos los puntos!”. ¿Cómo pueden llegar a coincidir un nazi y un comunista? Weil defiende que “primero hay que reconocer cuál es el criterio del bien” y que este solo “puede ser la verdad, la justicia, y, en segundo lugar, la utilidad pública”. “La democracia, el poder de los más, no son bienes –prosigue–. Son medios con vistas al bien, estimados eficaces con razón o sin ella”.
Weil recurre a Rousseau para argumentar su exposición: “Rousseau partía de dos evidencias. Una, que la razón discierne y elige la justicia y la utilidad inocente, y que todo crimen tiene como móvil la pasión. Otra, que la razón es idéntica en todos los hombres, frente a las pasiones, que, casi siempre, difieren”. En consecuencia, “la verdad es una”, como la justicia. En cambio, “los errores, las injusticias son indefinidamente variables”. Pensaba Rousseau –continúa– “que casi siempre una voluntad común de todo un pueblo era, de hecho, conforme con la justicia, por neutralización mutua y compensación de pasiones particulares. Ese era para él el único motivo de preferir la voluntad del pueblo a una voluntad particular”. Defiende Weil que “en el momento en que el pueblo toma conciencia de una de sus voluntades y la expresa, no hay ninguna especie de pasión colectiva”, mas “cuando hay pasión colectiva en un país, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura”.
Los partidos políticos son máquinas “de fabricar pasión colectiva”, organizaciones “construida[s] de tal modo que ejerce[n] una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros”, pues “la primera finalidad y, en última instancia, la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límite”.
Para Weil, “solo el bien es un fin. Todo lo que pertenece al dominio de los hechos es del orden de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del dominio de los hechos. Es un pensamiento animal. Posee la noción de bien solo lo suficiente como para cometer el error de tomar tal o cual medio por el bien absoluto”. Y eso es lo que sucede con los partidos: un partido es, en principio, un “instrumento para servir a una cierta concepción del bien público”. Así, “un hombre, aunque pase toda su vida escribiendo y examinando problemas de ideas, solo raramente tiene una doctrina. Una colectividad no la tiene jamás. No es una mercancía colectiva. Se puede hablar, cierto es, de doctrina cristiana, doctrina hindú, doctrina pitagórica, etc. Lo que se designa entonces con esa palabra no es ni individual, ni colectivo; es una cosa situada infinitamente por encima de este o aquel nivel. Es, pura y simplemente, la verdad”.
“La finalidad de un partido político –dice unas líneas después– es algo vago e irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención, pues una concepción del bien público no es algo fácil de pensar. La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho sea el partido para sí mismo su propia finalidad”. Por ello, “la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no solo en lo que respecta a una nación, sino en lo que respecta al globo terrestre”. Estos, “hablan, cierto es, de educación de los que se les han acercado, simpatizantes, jóvenes, nuevos adherentes”, pero “es una mentira”, pues “se trata de un adiestramiento para preparar la influencia mucho más severa que el partido ejerce sobre el pensamiento de sus miembros”. La existencia de partidos políticos conlleva la imposibilidad de “intervenir eficazmente en los asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el Juego. Cualquiera que se interese por lo público desea interesarse eficazmente. Por lo que quienes se inclinan por la preocupación hacia el bien público, o renuncian a pensar en ello y se orientan hacia otra cosa, o pasan por el aro de los partidos. En este caso también eso les causa preocupaciones que excluyen la del bien público”.
Por todo esto, “los partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad. El resultado es que –a excepción de un pequeño número de circunstancias fortuitas– solo se deciden y se ejecutan medidas contrarias al bien público, a la justicia, a la verdad. Si se le confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso”. Por tanto, “la supresión de los partidos sería un bien casi puro. Es eminentemente legítima en principio, y en la práctica solo parece susceptible de efectos buenos”.
Se equivocará, y mucho, quién quiera ver en la propuesta de Weil de supresión de los partidos una apuesta por cualquier tipo de gobierno dictatorial o totalitario. Cuando escribió esta Nota –pues eso es el texto, un escrito breve– el nazismo estaba en pleno apogeo y ella lo sufría. Además, había participado en la guerra de España y seguro que le dolerían profundamente sucesos como los de Barcelona de mayo de 1937. Lo que Weil viene a decir es que, sin partidos, “los candidatos no dirán a los electores: ‘Tengo tal etiqueta’ –lo que, prácticamente, no dice en rigor nada al público sobre su actitud concreta respecto a los problemas concretos–, sino: ‘Pienso tal y tal y tal cosa respecto de tal y tal y tal problema’”, y “los electores se asociarán y se disociarán según el juego natural y cambiante de las afinidades”.
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