Caminando a ninguna parte en una misma dirección

Nadie [me] había dicho que había más de un camino. Había tenido que descubrirlo solo y tomado uno de tantos sin que nadie, siempre el mismo, nadie, avisara no ya de cuál era el mejor sino de adónde conducía cada uno. El que yo elegí, alguno había que coger, es evidente que no me ha llevado a parte alguna. Era, es, aunque ya estoy cansado de caminar y me he detenido no sé si para siempre en esta ciudad en la que todavía creo que estoy de paso, un camino lleno de baches imperceptibles a simple vista, con el suelo de despojos de corazones infartados e hígados hinchados, sus márgenes señalados con lápidas sin inscripción alguna y donde nunca puede saberse si hay sol o está nublado o es de noche. Un camino largo, aparentemente recto, pero en realidad sinuoso y quebrado en extremo, descuidado, desnudo. Con gente, mucha gente. Caminando todos en la misma dirección. Algunos caminando en dirección contraria. Pocos. Saludos. Todo el mundo saludándose a pesar de tener las orejas cortadas. Otros la lengua. Sin ojos los más, pero mirándose unos a otros. Un colchón de vez en cuando. Para descansar. O para follar. Todos los colchones iguales. Sucios, manchados de semen y de sangre. Algunos colchones con un televisor junto a ellos, en el suelo. Todos emiten siempre el mismo programa.  Una mujer gorda cantando ópera, desde lo alto de un olivo. Hay quien se masturba mirándola. Los que no tienen ojos pasan de largo, pero alguno se detiene y llora, sin lágrimas. Cuando oscurece la gente se detiene. Muchos miran absortos las estrellas, sobre todo los que no tienen ojos.  De vez en cuando alguna cae y mata a alguien. Risas y llantos se mezclan sin poder discernir los que ríen de los que lloran. Alguna mujer aprovecha el momento para parir. No todas paren lo mismo. Una pare un pez enorme. Le gente se lo come. Otra, una manta, con la que otros se abrigan. Nadie duerme. Cuando amanece siguen caminando. El paisaje siempre es el mismo y el camino no tiene fin. Nadie se detiene. Los niños, que todavía tienen ojos, miran hacia el suelo. De vez en cuando un señor con chistera y maletín ordena a los guardias que le acompañan que les reúna y les obliga a mirar hacia arriba cuando el sol alcanza su cénit hasta que quedan deslumbrados. Luego vuelven con sus padres. Hay un autobús que recoge a los ancianos. Los lleva a un hospital, donde los cirujanos se afanan en cortarles los pies y colocarles unas ruedas en su lugar. Una orquesta interpreta canciones para sordos, que se hacinan, borrachos, junto a una inmensa barra de bar. Después siguen caminando. Algunos descansan en los colchones sucios de semen y sangre. Muchos follan solos. Otros, los menos, acompañados. Hasta que pasa la borrachera. Siguen caminando. Un policía les ayuda. Carga con ellos sobre su espalda. Llegado el momento, a algunos los deja caer en fosas sépticas. A los que han comido mucho les obliga a vomitar para que pesen menos y los otros tengan alimento.

Manuel Cerdà: El viaje (2014, nueva ed. 2019).

El asesinato de Julius y Ethel Rosenberg

―¿Tú crees que eran culpables? ─preguntó Egon.

―Creo que no, pero ahora eso es lo de menos ─respondió Sam─. Una muerte dictada es siempre un asesinato. Sinceramente, en estos momentos me importa un bledo su culpabilidad. Asesinándolos han tratado tanto de castigar a los supuestos culpables como de dejar bien patente que no se juega con el sistema. Eso es fascismo, terrorismo de Estado. Querían matarlos. Por la seguridad de la nación, alegan. Esto nada tiene que ver con la seguridad nacional. Muy endeble debe ser esta si un matrimonio como los Rosenberg puede ponerla en entredicho. El asesinato de los Rosenberg, pues eso es, un asesinato, por mucho que se revista de legalidad solo resulta más abominable, tiene más que ver con la voluntad de destruir los movimientos políticos anteriores a la guerra que con la supuesta seguridad nacional. Eliminado Hitler, el gran enemigo es ahora el comunismo, ni siquiera la Unión Soviética. Que la gente crea que únicamente cuando no tengamos rival en el mundo, ni político, ni armamentístico, ni económico, ni ideológico, y hayamos impuesto nuestras normas y nuestro modo de concebir la existencia, conseguiremos la paz. Y para ello hay que atemorizar a la población con misterios, secretos, traiciones y la gran amenaza: otra guerra. Confía en el Gobierno, deja hacer, no pienses, ese es el mensaje que se esconde tras todo este montaje. Si no llega a ser por el Gobierno, vigilante… ¡Si eran personas normales! ¡Quién lo iba a decir! No te fíes, pues, de nadie, el enemigo puede ser quien menos lo esperes, tu vecino por ejemplo. ¿Por qué será que esta situación me recuerda otras ya vividas?

Manuel Cerdà:Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird), 2016. Nueva edición 2019.

En mi novela, el protagonista, Sam Sutherland, en tanto que miembro del Congreso por los Derechos Civiles de Nueva York, asiste y participa en todo lo relacionado con el asesinato de Julius y Ethel Rosenberg. El texto que sigue aparece, pues, novelado en ella.

El 19 de junio de 1953 la Administración de los Estados Unidos de América llevaba a cabo uno de tantos execrables crímenes de su historia. A las ocho de la tarde de dicho día, poco después de ponerse el sol, la cámara de la muerte de la prisión de Sing Sing fue el último lugar que vieron Julius y Ethel Rosenberg. Concretamente la cámara de la muerte del penal, pues allí fueron asesinados en la silla eléctrica.

Julius y Ethel Rosenberg eran un matrimonio joven –él treinta y cinco años, ella treinta siete–, padres de dos hijos –Michael, de diez años de edad, y Robert, de seis–, acusados de espiar para la Unión Soviética revelando secretos acerca de la bomba atómica y condenados por ello a ser ejecutados en la silla eléctrica. Ese día se cumplía el catorce aniversario de su boda. Llevaban detenidos desde julio de 1950 y, tras un largo proceso plagado de irregularidades, habían sido condenados a muerte el 5 de abril del año siguiente. Él era ingeniero eléctrico, ella peleaba por ser actriz y cantante. Ambos eran neoyorquinos, del Lower East Side. Con dieciséis años, Julius Rosenberg, cuyo padre era sastre, al tiempo que estudiaba en el City College de Nueva York, ingresó en la Liga de los Jóvenes Comunistas encorajinado ante el ascenso del nazismo y cansado de contemplar diariamente las desigualdades sociales y raciales de su país, de las que el Lower East era un ejemplo manifiesto.

No fueron pocos los que afirmaron que el juicio era una farsa, lo que no impidió que este terminara con el peor veredicto posible: la condena a ser ejecutados. El juez, Irving R. Kaufman, al leer la sentencia dijo: Su crimen es peor que el asesinato. Y argumentó: Yo creo que vuestra conducta, entregando en manos de los rusos la bomba atómica años antes de que Rusia pudiera disponer de tal fórmula, ha provocado la agresión comunista en Corea, que ha costado más de cincuenta mil víctimas. ¡Quién sabe si otros millones de inocentes no pagarán el precio de vuestra traición! Con vuestra traición, vosotros, Julius y Ethel Rosenberg, sin ninguna duda habéis cambiado el curso de la historia en perjuicio de nuestro país. El hermano de Ethel se libró de la pena capital al haber acusado a esta y a su cuñado. Ya muertos, declararía que lo hizo en falso. La maquinaria coercitiva del Estado se había puesto en marcha y nadie ni nada la detendría; hasta los hijos de los Rosenberg fueron expulsados de la escuela.

En todo el mundo occidental se organizaron actos de protesta contra la condena impuesta a los Rosenberg. Empezaron las apelaciones y los retrasos en la aplicación de la pena, al tiempo que en muchas ciudades tenían lugar mítines y manifestaciones y se mandaban peticiones de clemencia a la Casa Blanca. Sartre había dicho: No os asombréis si gritamos de un extremo al otro de Europa: ¡Cuidado! ¡Norteamérica está rabiosa! Rompamos todos los lazos que nos unen a ella si no queremos ser mordidos y contagiados de hidrofobia. La desmesura era tal que hasta el papa, Pio XII, pidió indulgencia a Eisenhower.

Desde varios días antes de la fecha fijada para la ejecución las movilizaciones se sucedieron en varias ciudades estadounidenses y europeas. Diariamente, numerosas personas se manifestaban frente a la Casa Blanca. El día 15 un nutrido grupo de manifestantes con carteles pidiendo que no se les ejecutara acompañaron al hijo mayor del matrimonio, Michael, a la Casa Blanca para pedir clemencia para con sus padres. Con ellos iba su abuela, que llevaba de la mano al hijo pequeño. Michael entregó una carta para el presidente Eisenhower en la que, entre otras cosas, decía: Espero que reciba usted mi carta, porque es una carta para que no permita usted que pase nada a mi mamá y a mi papá. Nadie quiso recibir al chico.

La cámara de la muerte del penal de Sing Sing era una habitación grande, bien iluminada. En uno de sus lados, centrada, se situaba la silla eléctrica, de madera, austera, con brazos en los que atar las extremidades superiores de los condenados, llena de correas para inmovilizar completamente el cuerpo. Frente a ella cuatro bancos, también de madera, para los asistentes al macabro espectáculo. Al dar las ocho entró Julius. No sabía qué hacer, se le veía desconcertado, aturdido. Permaneció de pie, inmóvil, se apreciaba un ligero temblequeo en sus piernas. Se sentó ayudado por los guardias, que le indicaron cómo debía colocarse. Lo ataron y acto seguido le pusieron una especie de máscara que solo dejaba al aire las fosas nasales y la boca, levantaron la pernera derecha del pantalón y sujetaron a la pantorrilla una plancha de metal por la que penetraría la corriente eléctrica, complementando la que llegaba directamente a la cabeza. Julius parecía un muñeco articulado que adoptaba la postura que marcaban los titiriteros de la muerte. El director del presidio dio la señal. Se oyó el ruido de la llave eléctrica que daba paso a la corriente. Julius dio un respingo. Sus manos y pies se contrajeron. Se oyó un seco quejido. El cuerpo se sacudía con la corriente. Minuto largo después cesó el zumbido. Se acercaron los médicos. Un guardia abrió la camisa de Julius sin muchos miramientos. No la desbrochó, se limitó a desgarrarla. Los facultativos le auscultaron. Todavía respiraba. Otra descarga. Otros interminables cincuenta y siete segundos que parecieron eternos. Las convulsiones del cuerpo eran más violentas que la primera vez, pero no ya no se oyó quejido alguno. La boca comenzó a ponerse morada y una baba sanguinolenta salió de su boca. Olía a quemado. Se detuvo la descarga. Los médicos volvieron a reconocerlo. Declaro muerto a este hombre, pronunció uno de ellos. Apenas habían pasado un par de largos minutos. Dos guardias con bata blanca desataron el cuerpo y lo colocaron en una camilla de ruedas. Tenía los ojos hundidos y estaba blanco como el mármol.

Eran las ocho y seis minutos de la tarde. Inmediatamente entró Ethel. Ethel confiaba hasta el último momento en que se paralizaría la orden. Tal vez por ello daba la impresión de estar más serena que Julius y por eso la dejaron en segundo lugar, por considerar que moralmente era más fuerte que su marido. Las autoridades carcelarias entendieron que se hallaba más entera y es costumbre dejar al más entero para el final cuando se trata de ejecuciones múltiples. Le habían cortado el pelo para que le llegase mejor la corriente, llevaba un vestido verde, los labios apretados. Su muerte fue más cruel aún, ya que hicieron falta cinco descargas. Se dijo luego que la causa radicó en que la silla estaba diseñada para un cuerpo “normal” y, supuestamente, masculino, y no para una mujer pequeña y frágil como ella. Tardó casi cinco minutos en morir. Tras la cuarta descarga, los dos médicos aplicaron sendos estetoscopios sobre su cuerpo para comprobar si había muerto. No estaban seguros. El verdugo, Joseph P. Francel, abandonó por un momento el cuadro de interruptores, situado a unos tres metros de la silla, para preguntar si era necesaria otra descarga. Los médicos asintieron con la cabeza. Volvieron a atar bien sujeta a Ethel y tras la quinta descarga uno de los médicos pudo decir por fin Declaro muerta a esta mujer.

No cruzar. Línea de policía, se indicaba en las vallas de madera tras las cuales debían colocarse en fila centenares de personas que querían rendirles un último homenaje ante sus cuerpos en la funeraria J.J. Morris, donde habían sido velados toda la noche entre otros, por la señora Sophie Rosenberg y la señora Tessie Greenglass, madres de Julius y Ethel respectivamente. Llegado el momento, poco antes de las dos de la tarde, los policías empezaron a apartar a la gente y a hacer sitio para que pudieran salir los féretros en sendos coches fúnebres. Sus familiares se colocaron detrás y la gente les siguió. Las aceras estaban igualmente llenas de personas, varias filas se situaban a ambos lados de la calzada. Había muchos policías y guardias a caballo.

El cortejo emprendió camino al cementerio de Wellwood en Pine Lawn, en Long Island, en Nueva York, a poco más de tres kilómetros de distancia. Más de dos mil personas los acompañaron hasta allí. La policía llegó a hablar de siete mil vehículos en línea, cifra que sin duda exageró para justificar las innumerables trabas que ponía a quienes querían llegar hasta el cementerio escudándose en problemas de tráfico. Llegados a Pine Lawn, bajaron los ataúdes de los vehículos. Ramos y coronas de flores fueron depositados inmediatamente junto a ellos. Sophie Rosenberg, madre de Julius, se deshacía en llantos. Emanuel Bloch, el abogado del matrimonio y tutor de sus hijos, con traje negro, la sujetaba y trataba de reconfortarla. Bloch pronunció el panegírico. Reivindicó su inocencia y calificó de asesinato lo ocurrido.

Cómo a Samuel se le ocurrió montar un cabaret

Aún no era muy tarde, poco más de las diez de la noche, no habían cenado y sí, en cambio, tomado varios vasos de vino peleón. Llegaron a plaza Real y se sentaron en una mesa de la Cervecería Ambos Mundos, recién inaugurada. La afición por la cerveza había aumentado considerablemente en los últimos tiempos y se habían abierto nuevas cervecerías, algunas verdaderamente lujosas, que eran a la vez café y restaurante. Cenaron croquettes de volaille, poulet rôti y poissons frits, pues la carta estaba en francés, como correspondía a un establecimiento selecto y moderno.

―Fíjate, les ponen el nombre en francés y parece que vayas a pedir vete a saber qué. Luego son croquetas, pollo y pescado frito. No entiendo cómo no triunfó tu caviar, igual es porque no era francés.

El local estaba prácticamente lleno y la clientela se veía sumamente complacida, en nada se parecía a la de los cafetines de la Barceloneta, aquí todo el mundo iba bien vestido, aunque a muchos se les notaba en demasía las ganas de aparentar.

Subieron por las Ramblas, después de cenar, hasta el Café Hispano Americano, un flamante local que había abierto sus puertas hacía unos meses en el Paseo de Gràcia, entre las calles Diputación y Consell de Cent y que nada tenía que envidiar a los establecimientos   del centro. Su entrada principal daba al paseo, pero había dos más en la parte de atrás, que ocupaba un amplio jardín. Contrariamente a los cafés de la parte vieja de la ciudad, instalados la mayoría en edificios excesivamente compartimentados cuya función original no era precisamente la de alojar un café, constaba de un holgado salón y un subterráneo que albergaba tres salas de billares y otra destinada al juego de tresillo. Las mesas eran de mármol de la mejor calidad y las sillas sumamente cómodas. No se había escatimado en su decoración. Lo que más llamaba la atención, no obstante, era el acuario en forma de glorieta instalado en el centro del salón rodeado de estalactitas y coronado por un busto egipcio que durante la noche se iluminaba y ofrecía un aspecto del local más esplendoroso.

Como casi todos los días había concierto, en esta ocasión fragmentos de La Cenerentola de Rossini, I Puritani de Bellini, Fausto de Gounod, el Capricho de Salón de Batta y el dúo de Dinorah, de Meyerbeer.  Tanto los parroquianos como los que acudían por primera vez al Hispano Americano seguían la función con interés, o eso al menos mostraban, y suma consideración. El ambiente era tan distinto al del Café de Levante que en vez de haber andado media hora entre un lugar y otro parecía que les hubiesen transportado a otro mundo. Igual por eso, a medio camino, estaba la cervecería Ambos Mundos.

―¿Sabes qué sería un buen negocio? Montar un café ─dijo de repente Samuel.

―Eso es una bobería, hay demasiados.

―Pero ninguno que, con su oferta, logre satisfacer lo que en última instancia quiere la mayoría de quienes los frecuentan: diversión y mujeres. En eso no hay diferencia entre los que acuden a los cafetines y los que ves aquí, todos desean divertirse, gozar, pero aquellos, pobres desgraciados, serán siempre unos viciosos, en cambio, los que tienen dinero únicamente se entretienen con los placeres mundanos. Mira aquel ─señaló disimuladamente a un orondo y bien vestido caballero que bostezaba entre calada y calada de un enorme cigarro y trago y trago de su copa─, en el fondo se aburre. Qué no daría por tener a su lado a una desinhibida muchacha en vez de la gorda esa que está con él, que debe ser su esposa.

―El que posee dinero tiene las amantes que quiere.

―Precisamente por eso. Un café con bellas mujeres en el escenario, también sirviendo las mesas, con atrevidas actuaciones en vez de estos recatados números, con los mejores vinos y licores… Eso funcionaría. Tú que conoces París deberías saberlo.

―No estoy tan seguro. De todos modos, ¿con qué dinero vas a montar el café?

―Todavía no lo sé. Eso ya lo solucionaré. Pero si los ricos son los que tienen mucho dinero habrá que sacárselo a ellos. Están ahí, mostrando sin recato alguno su opulencia, arrogantes, seguros de que el futuro está en sus manos. Aprovechémonos, pues, de la situación. ¿Tú hablas francés?

Oui, monsieur, naturellement.

―Pues me vas a acompañar a París.

─ ¿A París a qué?

―A ver los cafés-concerts, los salones de espectáculos, los bailes… He leído en la prensa muchas cosas sobre ellos, no son como los de aquí, algunos al menos, los que yo quiero ver, aquellos en que hermosas mujeres ligeras de ropa muestran las piernas y bailan. Tú los habrás visto ¿no?

―He estado en alguno que otro, sí. ¿Pero exactamente qué es lo que quieres montar?

― No lo sé, no conozco esos sitios, por eso quiero ir.

―Me parece que no tienes las ideas muy claras.

―Al contrario, clarísimas. Todos esos ricachones que cada día abundan más necesitan lugares donde divertirse, no saben qué hacer con el dinero y les vamos a dar la oportunidad de que crean que con él lo consiguen todo, bellas mujeres, selectas bebidas…

―¿Y cómo conseguirás que los ricos sean los clientes principales del local?

―Poniendo los precios tan altos que solo ellos puedan permitírselo. Eso les gusta, a veces es su razón de ser. Les preocupa tanto, o más, gastar que ganar.

―¿Y si no van?

―Irán. Conozco bien a ese tipo de gente.

Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (nueva edición 2019). Disponible en Amazon.