El Partido Comunista Obrero Alemán (1920-1929). La breve historia del KAPD

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Así se titula el primer artículo que publiqué en mi vida. Casi lo tenía olvidado cuando, buscando otras cosas, he topado con él. Me ha hecho ilusión y he decidido compartirlo en el blog por dos razones: por ser el primero y por haber sido publicado en una revista que dirigía alguien a quien he admirado toda mi vida: Eduardo Haro Tecglen. La revista, de periodicidad mensual, se titulaba Tiempo de Historia y se publicó entre 1974 y 1982. Mi artículo apareció en el número 38, correspondiente enero de 1978. Tenía yo 23 años.

El KAPD (Kommunistischen Arbeiter-Partei Deutschlands: Partido Comunista Obrero Alemán) nació de una escisión política en el seno del KPD (movimiento obrero,) en abril de 1920 por parte de sus miembros más izquierdistas. Tras el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo en enero de 1919 la dirección del partido pasó a manos del reformista Paul Levi y se orientó cada vez más –siguiendo así las consignas del ejecutivo de la III Internacional– hacia la táctica parlamentaria, queriendo de este modo reparar el error de la fracasada revolución de 1919 (el llamado Levantamiento Espartaquista) en Alemania, que para Lenin había consistido en considerar que “el parlamentarismo estaba pasado de moda” y no haber participado en las elecciones [Lenin (1920): El extremismo: enfermedad infantil del comunismo]. Levi, además, rechazaba por completo la acción directa, que espantaba a sus posibles electores.

La mayoría del partido, no obstante, rechazaba el parlamentarismo y propugnaba la lucha mediante los consejos obreros en la línea de algunos pensadores marxistas europeos como Anton Pannekoek, que consideraban que la Revolución rusa no había llegado más allá de la implantación de una nueva forma de capitalismo: el capitalismo de Estado, pues como decía Paul Mattick [Anton Pannekoek, 1960] se dejaban intactas las relaciones capital-trabajo al existir la misma separación entre los medios de producción y los trabajadores que en el mundo occidental.

Levi y los suyos resolvieron excluir a los disidentes y, de este modo, el 3 de abril de 1920 nacía el KAPD, al que se sumaron las cuatro quintas partes de la militancia. Se presentaba este como un partido diferente a los entonces existentes: “El Partido Comunista Obrero Alemán no es un partido en el sentido tradicional del término. No es un partido de jefes. Su tarea principal consiste en sostener en la medida de sus fuerzas al proletariado alemán sobre el camino que le conduzca a liberarse de toda dominación de jefes”.

El KAPD participó activamente en la insurrección de Rhur de abril de 1920 –tras el intento de golpe de Estado para instaurar un gobierno derechista fuerte que acabara con los desórdenes sociales– con la creación del Ejército Rojo del Ruhr. La insurrección fue sofocada por las tropas gubernamentales, muriendo en la lucha miles de obreros. Ello, y la posición minoritaria de sus tesis en la III Internacional, terminó por pasarle factura. Trató entonces de fundar una IV Internacional, lo que ocasionó la fractura en su seno. Tras escindirse de él la AAUD (Asociación Libre de Sindicatos Alemanes) en 1929 llegó su final, y con él el del movimiento revolucionario alemán.

Hecha esta síntesis del artículo, les dejo con él tal como aparece en la edición digital de la revista Tiempo de Historia. Si no lo leen correctamente, pueden acceder al mismo clicando aquí.

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La revuelta de Haymarket (el origen del Primero de Mayo)

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Grabado de 1886 que muestra la explosión de la bomba en la plaza de Haymarket y la inmediata carga policial.

En la noche del 4 de mayo de 1886 –hoy, pues, se cumplen 130 años– una concentración de protesta cerca de Haymarket Square (Chicago) en demanda de mejoras laborales y de la jornada de ocho horas acabó con la vida de un elevado número de obreros –además de numerosos heridos– y de ocho policías. El hecho es conocido sobre todo porque dio origen la celebración del Primero de Mayo.

La lucha por la jornada laboral de ocho horas se remonta a los primeros momentos del proceso de industrialización. Ya en 1817 Robert Owen fijó esta en la colonia que había fundado en New Lanark (Escocia). También en Francia, ya creada la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la conquista de la jornada laboral de ocho horas cobró fuerza y, al tiempo, fue extendiéndose por los países industrializados de Europa.

Emigrantes británicos y centroeuropeos llevaron a Estados Unidos la aspiración a las ocho horas y la experiencia de lucha. La amplitud de la agitación por parte de los trabajadores norteamericanos condujo al Gobierno federal a instituir la misma en 1868. Eso sí, solo para los empleados públicos. Las empresas, sin embargo, podían ampliarla hasta las 18 horas en caso de necesidad (la duración media de la jornada laboral era de entre once y doce horas).

La medida, obviamente, no satisfizo al conjunto de la clase obrera y la reivindicación de que esta se extendiera a todos los oficios se generalizó. Así, en 1885 la Federación de Gremios y Uniones Organizadas de Estados Unidos y Canadá aprobó una resolución en la que decía que “la duración legal de la jornada de trabajo desde el 1º de mayo de 1886 será de ocho horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales de este país hacer promulgar leyes conformes a esta resolución, a partir de la fecha convenida”.

Las protestas para reivindicar la jornada laboral de ocho horas se sucedieron en las más importantes ciudades industriales de Estados Unidos y para el 1 de mayo se prepararon manifestaciones en los principales núcleos industriales con esta consigna:

¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de ocho horas por día!

¡Ocho horas de trabajo!

¡Ocho horas de reposo!

¡Ocho horas de educación!

El 1 de mayo de 1886, más de 200.000 trabajadores norteamericanos se declararon la huelga. En Chicago –donde las condiciones de vida de los trabajadores eran posiblemente las peores– esta prosiguió  los días 2 y 3 de mayo.

El 4 más de 20.000 se concentraron pacíficamente en Haymarket Square. La manifestación contaba con el preceptivo permiso del alcalde, pero alguien –nunca se ha sabido quién– lanzó una bomba a la policía cuando intentaba disolver el acto. Mató a un oficial y un agente e hirió a varios más, seis de los cuales fallecerían poco después. La policía abrió fuego sobre la multitud, matando e hiriendo a un gran número de obreros. Según un comunicado de la propia policía de Chicago más de cincuenta “agitadores” resultaron heridos, muchos de ellos mortalmente. Mas, como señala Maurice Dommanget en su clásica obra Historia del Primero de Mayo (primera edición, en francés, de 1953), “Se trata, evidentemente, una subestimación bien compresible”. El número de víctimas fue mucho mayor: más de doscientos de los concentrados en Haymarket –mujeres y niños incluidos– resultaron heridos o muertos.

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Grabado de 1889 sobre los mismos hechos.

Se declaró el estado de sitio y el toque de queda, y en los días siguientes se detuvo a centenares de obreros. De ellos, finalmente se abrió juicio a 31, cifra que luego se redujo a 8, tres de los cuales fueron condenados a prisión y cinco a morir en la horca. Desde el primer momento fue evidente que el juicio estuvo plagado de irregularidades, nada se pudo demostrar sobre su participación en los hechos. Pero se trataba de un acto de venganza y de dar un escarmiento a los “enemigos de la sociedad”.

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Los ‘Mártires de Chicago’.

Los ahorcados –el 11 de noviembre de 1887– fueron George Engel (alemán de 50 años, tipógrafo), Adolf Fischer (alemán de 30 años, periodista), Albert Parsons (estadounidense de 39 años, periodista), August Vincent Theodore Spies (alemán de 31 años, periodista) y Louis Lingg (alemán de 22 años, carpintero). Este último se suicidó en su celda antes del ahorcamiento.

En 1899 tuvo lugar en París el Congreso Fundacional de la II Internacional, en el que se acordó celebrar el 1 de mayo de 1890 una jornada de lucha a favor de la mejora de las condiciones de trabajo y, en concreto, de la reducción del horario laboral a ocho horas. La elección de la fecha se tomó en recuerdo de los sucesos de Chicago y en concreto en memoria de los que cinco obreros ajusticiados de afiliación anarquista, que desde entonces se conocerían como los “mártires de Chicago”. Y así fue como el Primero de Mayo pasó a ser en el mundo occidental el Día Internacional de los Trabajadores (menos, curiosamente, en Estados Unidos).

La reunificación de Alemania y el triunfo del capitalismo

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Guardias fronterizos de la RDA presencian el derribo del Muro de Berlín (noviembre de 1989) / Reuters.

En un lúcido e interesante artículo que publicó la por entonces prestigiosa revista Debats (núm. 40, 1992) –nada que ver con la actual, anodina e insustancial, entregada al servicio de la endogamia académica–, Charles S. Maier apuntaba el hecho de que los cambios sociales que se iniciaron a finales de la década de 1960 –que se materializan en un recrudecimiento de los conflictos de clase, la contestación del movimiento estudiantil y la aparición de los llamados nuevos movimientos sociales– acabaron por erosionar tanto el statu quo político imperante en la Europa Occidental como en la  Oriental.

Los fenómenos sociales y las dificultades económicas de los años de 1970 tuvieron, lógicamente, diferente respuesta en el Este y en el Oeste. Mientras que este último mostró una notable capacidad de restructuración económica de la mano del neoliberalismo, las oligarquías burocráticas de los países de economía planificada no podían seguir el camino reformista de apertura hacia Occidente emprendido en los años de 1960 sin que ello pusiera en peligro el conjunto del sistema. La URSS y las democracias populares dieron marcha atrás a las reformas económicas que habían empezado a implantar y que suponían una mayor descentralización, más estímulos al trabajo y una cierta autonomía a las empresas. Estas medidas habían dado sus frutos y posibilitado un mejor bienestar para amplias capas de la población. Sin embargo, tras los sucesos de Checoslovaquia de 1968, las cosas cambiaron. El Nuevo Sistema Económico, que tan buenos resultados había proporcionado en el sentido apuntado en la República Democrática Alemana (RDA), tomó otro rumbo y se volvió a una política económica basada en la centralización.

Así, escribe Maier, “todos los fenómenos sociales que tanto alarmaron a los conservadores occidentales en relación con el funcionamiento de sus sociedades durante los 70 acabaron realmente subvirtiendo una década más tarde, y de manera mucho más efectiva, a los regímenes comunistas rivales. La competición por recursos escasos entre intereses en conflicto, los insidiosos movimientos pacifistas o la anarquía derivada del rock and roll ‘sobrecargaron’ al comunismo mucho más de lo que nunca llegaron a hacer con la democracia”.

LA RDA parecía ser la más sólida de todas las democracias populares. Desde 1953 no se habían dado estallidos violentos y la población disfrutaba de un aceptable nivel de bienestar, lo que no obviaba que esta pudiera apreciar las grandes diferencias de su nivel de vida con respecto al de la República Federal Alemana (RFA). Solo así se explica que en el verano de 1989 los turistas de la RDA de vacaciones en otras democracias populares comenzarán a refugiarse en las embajadas de Alemania Occidental en Budapest y Praga, así como en la representación permanente de la RFA en Berlín Oriental. El gran número de refugiados hizo que el gobierno de Bonn tuviera que cerrar las embajadas hasta que por fin, en septiembre, el nuevo gobierno reformista húngaro autorizó la salida general de los ciudadanos de la RDA de su país. No deja de ser sintomático el hecho de que, de las 343.854 personas que en 1989 pasaron de la RDA a la RFA, el 86 por cien tuviera estudios medios y el 24 estudios superiores, como también lo es, por otra parte, que en Alemania Oriental un 60 por cien de la población tuviera televisión y automóvil y un 15 poseyera, además, una segunda residencia.

Las multitudinarias manifestaciones que desde este momento se produjeron provocaron la caída de Honecker (octubre de 1989) y la apertura del Muro de Berlín un mes después. El camino de la reunificación estaba abierto. El propio Kohl presentó en noviembre al Bundestag un conjunto de diez puntos para “recuperar la unidad estatal de Alemania” que, a pesar de contar con el rechazo de la oposición y de destacados intelectuales como Günter Grass y con las reticencias de Francia y Gran Bretaña, contarán con el beneplácito de Gorbachov y despertarán el entusiasmo de los ciudadanos de la RDA. En septiembre de 1990 se reunían en Moscú los ministros de Asuntos Exteriores de la RFA y de las cuatro potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (Unión Soviética, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia) y el presidente de la RFA, Lothar Maizière, para firmar el Tratado sobre la regulación final respecto a Alemania, que entró en vigor el 3 de octubre de ese mismo año.

Terminaba de este modo el mundo dividido y, historiográficamente hablando, el siglo XX, pues –como acertadamente señaló Hobsbawm– no son los años los que fijan los límites de los periodos de la historia, sino los procesos sociales y económicos. Y se iniciaba un tiempo histórico nuevo con Estados Unidos como único poder global y su modelo político-económico-social como único posible. Se cerraba una batalla por la conquista de la mente humana, que dijo Kennedy, y comenzaba un nuevo tipo de sociedad “constituida por un conjunto de individuos egocéntricos completamente desconectados entre sí que persiguen tan solo su propia gratificación (ya se la denomine beneficio, placer o de otra forma)” [Hobsbawm 1994: Historia del siglo XX]. El capitalismo había impuesto su lógica, había triunfado. Y en esas seguimos.