Salieron a toda velocidad y giraron a su derecha. A unos ciento cincuenta metros estaba el furgón. Detuvieron el vehículo a menos de diez metros del lugar, en el carril-bus. A los custodios del traslado del dinero apenas les dio tiempo a reaccionar. Antes siquiera de que pudieran darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, los amigos se habían puesto las máscaras antigás y los chubasqueros, sacado del maletero los fusiles, ya cargados, y lanzado contra ellos las granadas, al tiempo que arrojaban un bote de humo y seguían disparando proyectiles de gas pimienta, los cuales, según lo previsto, impactaron en el cuerpo de los policías. Trataban así de sumar el dolor del choque de las bolas con sus cuerpos a los efectos debilitantes del gas. No disponían de mucho tiempo. De acuerdo con las estimaciones de Argararemon durante los ensayos, no debían tardar más de un minuto en cargar el dinero en el coche sustraído y largarse tan rápidamente, o más, de lo que habían llegado. La confusión era tremenda, las personas que circulaban por las inmediaciones se alejaron velozmente del lugar, despavoridos, algunos con ojos llorosos y dificultades para respirar.
Los coches que circulaban por la calzada se detuvieron en seco y hubo alguna que otra colisión. El humo impedía ver lo que realmente sucedía, el caos era absoluto y los policías y guardias de seguridad nada podían hacer. Un par de los primeros, no obstante, consiguió salir del área afectada. Medio aturdidos, pudieron comprobar cómo los asaltantes habían cargado ya las sacas en el maletero de su vehículo y se disponían a subir en él para, obviamente, iniciar la huida. Entrenados para afrontar las más diversas situaciones, aunque ninguna tan inconcebible como la que estaban viviendo, consiguieron armar sus pistolas. Argararemon se dio cuenta de que apuntaban a las cabezas de los chicos. Inexplicablemente, ninguno de los dos acertó el blanco, sus tiros se desviaron hasta el punto que su objetivo parecía ser alguna de las nubes que decoraban el cielo.
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