¿Y qué opinión quieren que tengan luego esos jóvenes de nuestros barrios olvidados?

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Supongo que todos conocerán el vídeo, pues se ha hecho viral y encendido las redes sociales, que muestra la agresión de un policía nacional a una mujer en Valencia. En él se ve a dos oficiales de la Policía Nacional hablando, o discutiendo, con una mujer, en plena calle, ya entrada la noche. La mujer vocifera contra los policías, grita entrecortadamente “a mí no me tocas” cuando el policía interrumpe con “¿O te enteras?”. Ella responde: “o te meto una hostia en todos los cojones…”. En ese instante el policía que le habla le da una bofetada que la tumba, mientras su compañero mira sin intervenir.

Si no lo han visto –dura solo cinco segundos– pueden hacerlo antes de continuar leyendo.

La agresión sucede en Barona, en el barrio de Orriols de la capital, un barrio que, de acuerdo con Wikipedia, tiene una población en torno a los 30.000 habitantes y cuenta con una tasa de paro del 40%, y una presencia de inmigrantes del 30%. Es decir, un barrio como en el que viven los chicos –Robin, Johnny y Tomate– que protagonizan mi última novela, Prudencio Calamidad. Luego no querrán que otros jóvenes como ellos –sin trabajo ni futuro– piensen, o se expresen, en los términos que lo hacen los tres muchachos cuando hablan con Prudencio, un genio –dice él– que va a estar a su disposición para satisfacer cuantos deseos quieran durante doce horas.

─ Son unos cabrones, Prude, unos hijos de puta, el recetario en una mano y la porra en la otra. No hacen más que joder.  Ellos y los maderos.  Documentación, venga. Papeles, rápido. No saben otra. Vacía los bolsillos, quítate las zapatillas, las manos sobre el capó, te registran como si fueras del ISIS ese, te empujan, y si te sueltan una hostia pues ya sabes, jódete. El otro día trescientos pavos me clavaron por una china de mierda que me encontraron en el bolsillo, tan mierda que si siquiera me había dado cuenta que la llevaba. Se la quedaron, claro. Se lo quedan todo, costo, maría, farlopa, jaco, ellos también se ponen, y pasan.  Van por ahí, multan a los coches mal aparcados, paran a uno, paran a otro, según la pinta que te vean. Si les pareces un fumeta cuando lo que pasa es que vienes de currar y estás que echas el bofe, como le pasó a un colega que currela en una panadería, si llevas el pelo demasiado largo o demasiado corto, sudadera con capucha, aunque no la lleves puesta, y pantalones anchos y caídos, si están aburridos o no han cumplido su cupo diario de multas y detenciones, te dan la receta, te canean o te enchironan, depende. Si eres gitano, o negro o un machupichu, lo llevas claro. Y si es por la noche peor aún, por la noche vienen los maderos, y a nadie le gusta trabajar de noche ─explicaba Robin.

─ No os caen muy bien que digamos.

─ El único modo de caer bien estos es que lo hagan por un agujero del que no puedan salir nunca ─afirmó Johnny.

─ Te cuento. ¿Sabes qué hacen los monos que machacan nuestras calles? Un ejemplo. En el bloque que yo vivo, bueno, al lado, hay un bar, el bar Adelina. Allí paran dos a almorzar todos los días, se toman su buen bocata a mitad mañana con su birra o su vinillo. Los veo yo, ¡hostia!, los vemos todos, nadie tiene que contármelo. Pues allí dejan el coche donde les sale de los cojones. ¡Como a ellos nadie les va a multar! Bien papeados, cogen el recetario y a multar a los coches que están mal aparcados. Mientras, el suyo sigue frente a unos contenedores, donde pone que si dejas el carro ahí se lo llevará la grúa. Una multa, otra, cuanto antes acaben antes se tomarán la birrilla. ¡Y diles algo! Sin decirles nada ya te miran mal. Si les miras dicen que les has provocado.

─ Mi madre ─terció Tomate─ es de Massapena, un pequeño pueblo cerca de aquí, unos quince kilómetros creo que habrá. Mis abuelos vivían allí hasta hace poco, en una casita de campo. Mi abuelo era… ¿Cómo se llama eso de las abejas? ¡Ah, sí!, apicultor. Ya estaba jubilado, pero seguía haciendo cosas en un pequeño huerto que tiene. Había plantado ajetes y espárragos. Mi madre, un día que fue a verles, se llevó unos manojos, para venderlos en el mercadillo de los jueves. ¡Hostia!, unos euros, una mierda, para la compra del día, poco más. Fue llegar y aparecer de repente dos monos, le quitaron los manojos y le pusieron una multa de mil quinientos pavos por no tener licencia para vender. ¡Mil quinientos pavos! Y le requisaron lo que había sacado. Para ellos, claro. Hay que ser hijoputa. ¿Sabes qué cuestan los permisos que piden? Entre licencia, seguro y demás, unos cuatrocientos ñapos al mes, y tampoco hay plazas, que ya estuvimos mirándolo. Esperando se quedarán a que la paguemos, que nos embarguen. Como no se lleven mi picha, que es lo más valioso que tengo. Mi madre lloró, les contó que estábamos muy mal, que por unos ajetes y unos putos espárragos no hacían daño a nadie. O se calla de una puta vez o se viene con nosotros, eso le contestaron. ¿Son o no unos hijos de puta? Hasta ellos lo saben. Viven de eso.

Manuel Cerdà: Prudencio Calamidad (2017). Disponible solo a través de Amazon.

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