El Comité Olímpico Internacional (COI) había designado en 1963 a México como sede de los Juegos Olímpicos de 1968, convirtiéndose así en el primer país del llamado Tercer mundo que acogía tan importante cita. El COI lo presidía un estadounidense, Avery Brundage, y la elección de México tenía una clara intencionalidad política: gracias a la ayuda de los Estados Unidos, el país azteca alcanzaba la estabilidad económica y social y se mostraba dinámico y emprendedor. Los demás países pobres debían tomar nota. A mediados de la década de 1940 habían empezado a llegar a México los capitales norteamericanos, iniciándose así la colonización económica del país. Eran los años de gobierno ininterrumpido del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que con una política interior autoritaria y corrupta, y al servicio de los Estados Unidos, dejaba de lado los grandes problemas estatales: migración, desigualdades, fracaso de la reforma agraria, paro, delincuencia…, problemas que generaban gran descontento y habían ocasionado diversas protestas estudiantiles y la creación de guerrillas urbanas.
Estudiantes sobre un autobús quemado el 28 de julio. Archivo Marcel•lí Perelló.
El Gobierno mexicano se volcó en el evento y no escatimó en gastos. Solo el nuevo complejo deportivo costó 175 millones de dólares. Este despilfarro, en un país con tantas necesidades, fue duramente criticado. ¡No queremos olimpiadas! ¡Queremos revolución! comenzó a ser una consigna popular y se produjeron los primeros enfrentamientos con las fuerzas del orden.
El ejército mexicano en el Zócalo de la Ciudad de México el 28 de agosto.
El Comité Nacional de Huelga sacó un Manifiesto a los estudiantes del mundo en el que afirmaban que México no era ni de lejos un “modelo a seguir por otros países subdesarrollados”, sino un país económicamente dependiente, con grandes fisuras sociales. Dos meses antes de los Juegos la rebelión estudiantil estallaba. Un incidente entre estudiantes fue reprimido con gran dureza y se produjeron los primeros muertos.
La matanza de Tlatelolco
Estudiantes detenidos por la policía el 2 de octubre de 1968.
Estudiantes asesinados en la masacre de Tlatelolco. Hemeroteca de “El Universal”.
La huelga continuó con mayor fuerza y se multiplicaron las manifestaciones. Primeros camiones volcados y primeras barricadas acompañaron las exigencias de que los oficiales que habían dirigido la represión fueran castigados y se pusiera en libertad a los detenidos, entre otras. A finales de agosto la práctica totalidad de la enseñanza superior estaba en huelga y los estudiantes organizaban manifestaciones de entre 300.000 y 600.000 personas en las que había una importante presencia, cada vez mayor, de obreros y campesinos. Los estudiantes comenzaron a organizar brigadas y el Gobierno recurrió al Ejército y a los grupos paramilitares. Los enfrentamientos fueron a más; también las víctimas. Los arrestos se cifraban en mil diarios. Pero, así y todo, nada hacía prever la barbaridad que se cometería el 2 de octubre. Ese día, miles de estudiantes concentrados en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco (México D.F.). Fuerzas militares (y paramilitares) y policiales, equipadas con coches blindados y tanques de guerra, rodearon completamente la plaza y abrieron fuego, apuntando a las personas que protestaban y a las que pasaban en ese momento por el lugar. En breve una masa de cuerpos cubría toda la superficie de la plaza. La hoy conocida como “masacre de Tlatelolco” dejó más de 300 muertos y miles de heridos y presos. Dos días más tarde se inauguraban los Juegos Olímpicos. Los responsables nunca rindieron cuentas de tamaño crimen.
47 años después
47 años después en Iguala (estado de Guerrero, México), jóvenes estudiantes normalistas (estudiantes de magisterio) fueron atacados por agentes municipales, comandos parapoliciales y sicarios. Sobre las nueve de la noche, los estudiantes se dirigieron a la central de autobuses y tomaron tres vehículos. Al parecer, para acudir con ellos a Ciudad de México y participar en los actos en memoria de la matanza estudiantil de Tlatelolco de 1968. La policía les persiguió, disparó contra ellos y al menos un estudiante murió. Poco después, lo hacía un grupo armado no identificado y, casi simultáneamente, otro grupo abrió fuego contra un bus en el que viajaban los integrantes del equipo de fútbol Los Avispones. En total, seis personas murieron esa noche en Iguala: tres estudiantes, un futbolista, el conductor del bus de los deportistas y una mujer que viajaba en un taxi y fue alcanzada por una bala.
Nadie ha rendido cuentas por la masacre de Tlatelolco. ¿Las rendirán ahora los responsables de lo sucedido en el estado de Guerrero? ¿O seguirá la impunidad?
Policías a caballo en una manifestación en defensa de los derechos humanos y en contra de la guerra del Vietnam (San Francisco, 19 de abril de 1967).
Decía Anthony Gyddens (“Aquel Mayo del 68 en California”, El País, 6 de mayo de 2008) que “desde una perspectiva europea podría parecer que París fue el foco principal de 1968, pero créanme que no fue así. En Europa los radicales eran bastante tradicionales”. Los verdaderos radicales estaban en California, donde ser revolucionario implicaba la politización pero también, y sobre todo, una forma de vida.
Familia blanca estadounidense de clase media frente al televisor (1958).
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial no había duda alguna de que Estados Unidos se había convertido en la primera potencia mundial, y no solo en lo político, lo económico o lo militar, sino también en lo que a la cultura (en el sentido más amplio del concepto) respecta. Los avances tecnológicos que habían tenido lugar durante la contienda bélica –tecnología y guerra siempre han ido unidas– comenzaban a aplicarse ahora al conjunto de la sociedad, que vivía una época de bienestar sin precedentes. La vida cotidiana se transformó: el acceso a los bienes de consumo parecía proporcionar ese ansiado bienestar truncado tantas veces. Automóviles, neveras, lavadoras, televisores, transistores, discos de vinilo, relojes digitales, calculadoras de bolsillo, casetes…, y así hasta una interminable lista de productos manufacturados (unos nuevos, otros tan perfeccionados que lo parecían), estaban a disposición de esa sociedad opulenta cuyo modelo quería ser seguido por el resto del mundo.
Sin embargo, la sociedad estadounidense seguía siendo extremadamente tradicional y conservadora. Debía reforzar su liderazgo, y eso no puede hacerse si no es desde la homogeneidad. Esa homogeneidad debía manifestarse en tres ámbitos sobre todo. En lo político no se podía ceder un ápice, había que mostrar la firmeza del sistema frente a su gran rival (el comunismo). Si para ello había que soportar crisis como la de los misiles de 1962 y que la guerra fría desembocara en una nueva contienda peor que la que hacía poco había acontecido, se soportaba. Pero nada de ceder. Si se tenía que invadir un país (Vietnam), se invadía en nombre de defender esa nueva sociedad garante de un bienestar infinito. En lo económico, la mayor producción de todo tipo de bienes, a los que tenían acceso cada vez mayor número de personas, no podía detenerse. El mundo entero envidiaba aquellos hogares que veían en las películas llenos de comodidades y que ahora empezaban a llegarles también. Producir para consumir y consumir para que se siga produciendo. En lo social, una sociedad como la estadounidense no debía mostrar fisuras: la familia debía estar en el centro del entramado sobre el que descansaba el American Way of Life. Nadie con dos dedos de frente podía quejarse al disfrutar de una opulencia jamás imaginada.
La policía reduce a un hombre durante una protesta contra la segregación racial (Los Ángeles, 1965).
Todo ello llevó a considerar radical cualquier signo de disconformidad. Se persiguió con ahínco a los que pudieran ser comunistas o estar contaminados por el comunismo (la caza de brujas de McCarthy es un episodio de todos conocido), a los que cuestionaran la familia nuclear, a los que no aceptasen su estatus de seres inferiores (los negros). Todo aquel que se mostrara distinto era un enemigo.
Esta situación rayana a la paranoia creó una primera generación de descontentos: los beatniks (vocablo que viene a significar “derrotaducho”), que consideraba al individuo como único –algo que en Europa hacía mella con los postulados del existencialismo– y rechazaba todas las posturas políticas por considerarlas intrínsecamente opresivas. Había que buscar el propio camino (On the road, Kerouac), vivir sin restricciones. Esta manera de entender la vida fue calando cada vez más entre los jóvenes de la siguiente generación, que ya habían nacido, o al menos se habían educado, en la sociedad de consumo.
Esos jóvenes que accedían por primera vez a una sociedad defensora del bienestar no podían dejar de cuestionarla, no tenían el referente de sus progenitores con respecto a la forma de vida anterior. En los años 60 la opulenta sociedad estadounidense mostraba signos más que evidentes de cansancio, de desgaste.
Janis Joplin a mediados de 1967.
Comenzaba a ser una sociedad en decadencia, incluso en lo económico (Europa ya se había recuperado de la crisis de posguerra). Las pautas de conducta que obligaban a hacer solamente lo correcto no podían ir con los jóvenes, ansiaban vivir, disfrutar de ese bienestar que no reducían solamente a la mayor posesión de cosas. James Dean, Buddy Holly, Janis Joplin, Jimi Hendrix… fueron sus ídolos, sus héroes, aquellos que vivían intensamente sin reparar en lo que el futuro les pudiese deparar, los que de verdad buscaban “el camino”. En ese ambiente de mayor deseo de libertad no podían dejarse de lado las enormes desigualdades que acompañaban a la sociedad estadounidense, su racismo nada disimulado, su desprecio hacia los homosexuales y hacia los que descubrían que la sexualidad comportaba goce y nada más que goce (en 1960 se iniciaba en los Estados Unidos la comercialización de la píldora anticonceptiva), su prepotencia beligerante que, en nombre de unos ideales trasnochados, mataba civiles de otros países y llevaba la muerte y la desolación a muchos hogares del país.
La familia nuclear unida y sin fisuras (símbolo por excelencia de la sociedad estadounidense), la pareja casada con hijos, pasó en los Estados Unidos de representar un 44% de hogares a principios de la década de 1960 a un 29% a finales de la de 1970, consecuencia de los cambios en la conducta respecto a la sexualidad y la pareja que desarrolló la juventud en aquellos momentos. Los tejanos y el rock, muestras de la cultura popular, pasaron ahora a ser adoptados como símbolos de la juventud independientemente de su clase social.
Protesta contra la guerra del Vietnam en el cementerio de Arlington (Virginia), 1967.
“Los experimentos con la forma de vida, la sexualidad, las relaciones, las comunas y las drogas también cundieron entre quienes pertenecían a grupos políticos más comprometidos”, dice Gyddens en el artículo antes mencionado. De este modo, surgieron multitud de movimientos sociales con reivindicaciones hasta entonces desconocidas que las generaciones anteriores difícilmente podían comprender. Así, pronto estuvieron en el candelero el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles, iniciado unos años antes, y también en el que abogaba por la libertad de expresión, cuyo epicentro fue la Universidad de California-Berkeley, situada al otro lado de la bahía de San Francisco.
Esos movimientos se manifestaron radicalmente en contra de la guerra de Vietnam, del racismo y la obligatoria conformidad con las reglas establecidas y se solaparon con el movimiento hippie o con los Panteras Negras. La conjunción de ideas e intereses dio como resultado una oleada de protestas sin parangón hasta entonces. En los años 60 se formaron en Estados Unidos las comunas más extensas en las que se intentaba llevar a cabo un estilo de vida completamente alternativo. Las universidades, cada vez más masificadas, se mostraban especialmente activas. Los estudiantes se preguntaban no qué podían hacer ellos por su país, como habían hecho sus padres y abuelos, sino qué podía hacer su país por ellos.
El Free Speech Movement (Berkeley 1964).
En la Universidad de California, Berkeley, nació en 1964 el Free Speech Movement (Movimiento para la Libertad de Expresión) como respuesta a la prohibición de realizar actividades políticas en el campus. El 1 de octubre de dicho año un antiguo alumno, Jack Weinberg, se negó a identificarse a la policía cuando sentado en la mesa del Congreso de Igualdad Racial y fue arrestado. Unos tres mil estudiantes lo impidieron y utilizaron el coche de la policía como tribuna desde la que diversos oradores llamaban a la protesta contra la política gubernamental. Se produjo una gran sentada que no terminó hasta el 3 de diciembre, día en que fueron detenidos 800 estudiantes. En 1965 se formaría, también en Berkeley, el Vietnam Day Comité (VDC), una coalición de grupos políticos y organizaciones estudiantiles que se oponía a la guerra de Vietnam y agrupaba a más de 35.000 personas. El VDC estableció tres objetivos principales: lograr la solidaridad nacional e internacional en contra de la guerra, coordinar y organizar una acción militante, incluyendo la desobediencia civil, y trabajar ampliamente para desarrollar el movimiento fuera del campus universitario.
La guerra de Vietnam –paradigma de las contradicciones de la sociedad estadounidense– jugó, pues, un papel determinante en la politización masiva de los sesenta. El 17 de abril de 1965 tuvo lugar en Washington la primera protesta masiva contra la guerra, organizada por el Students for a Democratic Society (SDS), y en octubre más de 100.000 estudiantes norteamericanos participaron en el Vietnam-Day pronunciándose en este mismo sentido. Pero, además, la guerra de Vietnam fue también un referente con el que evaluar las grandes desigualdades sociales de un sistema que creía ser casi perfecto: la mayoría de los soldados destinados a Vietnam eran negros.
Atletas negros levantando el puño durante los Juegos Olímpicos de 1968.
El momento álgido de la protesta se alcanzó en el verano de 1967, con revueltas en más de cien ciudades, pero sería 1968 cuando tendrían lugar los hechos más significativos. Ese año fueron asesinados Martin Luther King, el 4 de abril, y Robert F. Kennedy, el 5 de junio. El Black Power aprovechó que los Juegos Olímpicos de México eran los primeros en la historia que se transmitían por televisión vía satélite y varios atletas negros recibieron sus medallas en el podio mientras levantaban el puño cerrado, algunos de ellos con una boina verde en su cabeza. En Chicago, la Convención demócrata acabó con enfrentamientos entre manifestantes y la policía (duraron cinco días). Todo ello con la guerra de Vietnam como fondo. En abril tuvo lugar la matanza de My Lai, una aldea vietnamita que se hizo desde entonces tristemente famosa por haber sido sus habitantes masacrados por el Ejército estadounidense (durante varias horas mataron a más de 500 civiles, la mayoría mujeres, niños y viejos). Las bajas estadounidenses se acercaban a los 15.000 muertos a finales del año.
Woodstock, 1969.
Como había ocurrido en París tras los sucesos de mayo –y como suele ocurrir siempre que se da un movimiento revolucionario (o que se cree que es revolucionario)–, la mayoría de la población acabó decantándose hacia posiciones más conservadoras. Así, el candidato republicano Richard Nixon ganó las elecciones presidenciales celebradas el 5 de noviembre. Empezaba, de este modo, el fin de la explosión política, social y cultural que había caracterizado gran parte de la década de 1960. En 1969 tendría lugar todavía una muestra de gran valor testimonial de la nueva cultura juvenil. Me refiero al archifamoso festival de Woodstock. Pero los ecos del movimiento de protesta que había tenido en 1968 su máxima expresión comenzaban ya a apagarse. Las demandas juveniles de una sociedad más justa habían encontrado su catalizador en la guerra del Vietnam y la discriminación racial, y aunque la guerra del Vietnam no finalizaría hasta 1975 y la discriminación racial exista aún, la juventud había encontrado ahora otro catalizador de sus aspiraciones: el mercado les tenía en cuenta cada vez más (discos, ropa, publicaciones ex profeso para ellos…) y los padres comenzaban a aceptar sus demandas. Los jóvenes habían conseguido ser sujeto histórico. Eran ya mayores.
No es de la música que escuchaban aquellos jóvenes que protagonizaron la revolución cultural de 1968 –tanta y tan diversa que sobrepasaría con creces los límites de cualquiera de nuestra publicaciones– de la que nos ocupamos en esta entrada que completa la serie que dedicamos a Mayo del 68, sino de canciones compuestas dicho año a raíz de los hechos que tuvieron lugar en Francia, en París especialmente, hechos que, por otra parte, son los que hemos tratado en esta serie. Por supuesto, 1968 fue mucho más y podríamos decir que hubo otros “mayos del 68”, pero de ellos –como anunciamos en la primera entrada– hablaremos en sucesivas entregas.
No obstante, empezamos con un tema de 1967, una canción de Georges Moustaki: Ma liberté. Mayo del 68 –lo comentábamos, aunque con otras palabras, a modo de conclusión en la última entrada: “Mayo del 68 (y 5): Bajo los adoquines no estaba la playa”– acabó siendo sobre todo el triunfo del “yo” y el fin del “nosotros”. Que no era eso lo que el movimiento pretendía, es obvio. Que fue su legado, malgré tout, también. “Mi libertad, has sido tú quien me ha ayudado a soltar amarras, para ir a no importa dónde, para llegar la final de los caminos del azar, para arrancar, soñando, una rosa de los vientos de algún rayo de luna.” ¿Mi? ¿La? No me refiero, naturalmente, a las notas musicales.
Una de las canciones que durante los días de la revuelta fue adoptada por la juventud como una especie de himno –no fue la única– es Il est 5 heures, Paris s’éveille (Son las cinco de la mañana, París despierta), de Jacques Dutronc, cantante de éxito que ya había conseguido un par de números uno en el ranking de canciones más escuchadas en Francia. Con letra de Jacques Lanzmann –inspirada en una canción de 1802, Tableau de Paris à cinq heures du matin, de Marc-Antoine-Madeleine Désaugiers–, miles de gargantas corearon “París despierta, París despierta” durante las manifestaciones.
Uno de aquellos jóvenes –dieciséis años cumplía el 11 de mayo– era el cantante y actor francés Renaud Séchan, quien escribió CrèveSalope (Revienta cabrona, refiriéndose a la boca de su padre, es decir, a las palabras que salen de ella. “J’lui réponds: Ta gueule sale con, ça t’regarde pas! / Et j’ui ai dit: Crève salope!”), exposición de las ideas que movían la lucha generacional inspiradora del Mayo francés. “Venía de manifestarme en el Barrio. / Llego a casa cansado, agotado. / Mi padre me dice: buenas noches, chiquillo, ¿cómo te va? / Yo le respondí: ¡cierra la boca!, asqueroso gilipollas, no es asunto tuyo. / Y le dije: ¡revienta cabrona! / Y le dije: ¡jódete carroña! / Y le dije: ¡jódete basura!”. Con parecidos términos se dirige a a su profesora de inglés o al director del instituto. Condenado a la guillotina “dije: ¡Revienta cabrona! / dije: ¡jódete carroña! / dije: ¡jódete cabrón!”. La cantó a capella cuando se ocupó la Sorbona y nunca ha sido registrada en disco.
Semejante es el mensaje de La révolution, un tema de Evariste, cantante, físico e investigador francés que grabó varios discos entre 1967 y 1975. “¿Qué haces en la calle criatura?”, pregunta el padre. “La Revolución”, “contra la sociedad de consumo”, “la Revolución”. Escuchamos Evariste con un coro formado por miembros del Comité Revolucionario de Agitación Cultural (Sorbona libre).
El 10 mayo –cuya noche pasaría a ser conocida como la de las barricadas– Léo Ferré cantaba en Mutualité pour la Fédération anarchiste por primera vez Les Anarchistes: “No hay más que uno entre cien y, sin embargo, existen; / la mayoría españoles, vaya a saber por qué. / Uno diría que en España no los comprenden / los anarquistas recibieron de todo: bofetadas y adoquines/ (…) / Tienen una bandera negra que se burla de la esperanza, / y la melancolía para avanzar en la vida, /cuchillos para cortar el pan de la amistad / y oxidadas armas para no olvidar / que solo hay uno entre cien y, sin embargo, existen, /y que se mantienen firmes, codo a codo, / dichosos y por ello siempre en pie: los anarquistas.”
La brutalidad con que las fuerzas de seguridad reprimieron a los manifestantes llevó a Claude Nougaro a componer Paris Mai. “La Consagración de la Primavera suena como una masacre, / pero cada día que pasa embellece mi voz. / Es posible que abrigue un Stravinski”.
Nougaro, ex legionario, no era precisamente un izquierdista ni un cantante comprometido, pero tampoco un insensible carente de empatía. La emisión de Paris Mai por radio y televisión fue prohibida.
Dominique Grange
El Comité Revolucionario de Agitación Cultural (CRAC) a que antes nos referíamos antes estaba integrado por artistas de todo tipo que apoyaban el movimiento. Una de las figuras más emblemáticas del mismo era Dominique Grange (Lyon, 1940), cuya voz fue una de las pocas que nadie consiguió acallar tras el fin de la rebelión. Pagó por ello, por supuesto; estuvo vetada en la radio y televisión francesas durante años y grabar sus temas se convirtió en una odisea. Esta sí fue, y sigue siéndolo, una cantante comprometida. Suya es la canción A bas l’état policier, cuyo disco se vendía en las manifestaciones a tres francos. Fue compuesta en las horas bajas del movimiento “pero –decía– estamos en París / Praga y México / y de Berlín a Tokio / millones gritando que / ¡Abajo el Estado policial”
Hubo más canciones, pero creemos que esta sucinta selección se ajusta bastante a lo que fue la “música de Mayo del 68”. Espero que ustedes opinen lo mismo. Que pasen un buen día.