
Policías a caballo en una manifestación en defensa de los derechos humanos y en contra de la guerra del Vietnam (San Francisco, 19 de abril de 1967).
Decía Anthony Gyddens (“Aquel Mayo del 68 en California”, El País, 6 de mayo de 2008) que “desde una perspectiva europea podría parecer que París fue el foco principal de 1968, pero créanme que no fue así. En Europa los radicales eran bastante tradicionales”. Los verdaderos radicales estaban en California, donde ser revolucionario implicaba la politización pero también, y sobre todo, una forma de vida.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial no había duda alguna de que Estados Unidos se había convertido en la primera potencia mundial, y no solo en lo político, lo económico o lo militar, sino también en lo que a la cultura (en el sentido más amplio del concepto) respecta. Los avances tecnológicos que habían tenido lugar durante la contienda bélica –tecnología y guerra siempre han ido unidas– comenzaban a aplicarse ahora al conjunto de la sociedad, que vivía una época de bienestar sin precedentes. La vida cotidiana se transformó: el acceso a los bienes de consumo parecía proporcionar ese ansiado bienestar truncado tantas veces. Automóviles, neveras, lavadoras, televisores, transistores, discos de vinilo, relojes digitales, calculadoras de bolsillo, casetes…, y así hasta una interminable lista de productos manufacturados (unos nuevos, otros tan perfeccionados que lo parecían), estaban a disposición de esa sociedad opulenta cuyo modelo quería ser seguido por el resto del mundo.
Sin embargo, la sociedad estadounidense seguía siendo extremadamente tradicional y conservadora. Debía reforzar su liderazgo, y eso no puede hacerse si no es desde la homogeneidad. Esa homogeneidad debía manifestarse en tres ámbitos sobre todo. En lo político no se podía ceder un ápice, había que mostrar la firmeza del sistema frente a su gran rival (el comunismo). Si para ello había que soportar crisis como la de los misiles de 1962 y que la guerra fría desembocara en una nueva contienda peor que la que hacía poco había acontecido, se soportaba. Pero nada de ceder. Si se tenía que invadir un país (Vietnam), se invadía en nombre de defender esa nueva sociedad garante de un bienestar infinito. En lo económico, la mayor producción de todo tipo de bienes, a los que tenían acceso cada vez mayor número de personas, no podía detenerse. El mundo entero envidiaba aquellos hogares que veían en las películas llenos de comodidades y que ahora empezaban a llegarles también. Producir para consumir y consumir para que se siga produciendo. En lo social, una sociedad como la estadounidense no debía mostrar fisuras: la familia debía estar en el centro del entramado sobre el que descansaba el American Way of Life. Nadie con dos dedos de frente podía quejarse al disfrutar de una opulencia jamás imaginada.

La policía reduce a un hombre durante una protesta contra la segregación racial (Los Ángeles, 1965).
Todo ello llevó a considerar radical cualquier signo de disconformidad. Se persiguió con ahínco a los que pudieran ser comunistas o estar contaminados por el comunismo (la caza de brujas de McCarthy es un episodio de todos conocido), a los que cuestionaran la familia nuclear, a los que no aceptasen su estatus de seres inferiores (los negros). Todo aquel que se mostrara distinto era un enemigo.
Esta situación rayana a la paranoia creó una primera generación de descontentos: los beatniks (vocablo que viene a significar “derrotaducho”), que consideraba al individuo como único –algo que en Europa hacía mella con los postulados del existencialismo– y rechazaba todas las posturas políticas por considerarlas intrínsecamente opresivas. Había que buscar el propio camino (On the road, Kerouac), vivir sin restricciones. Esta manera de entender la vida fue calando cada vez más entre los jóvenes de la siguiente generación, que ya habían nacido, o al menos se habían educado, en la sociedad de consumo.
Esos jóvenes que accedían por primera vez a una sociedad defensora del bienestar no podían dejar de cuestionarla, no tenían el referente de sus progenitores con respecto a la forma de vida anterior. En los años 60 la opulenta sociedad estadounidense mostraba signos más que evidentes de cansancio, de desgaste.
Comenzaba a ser una sociedad en decadencia, incluso en lo económico (Europa ya se había recuperado de la crisis de posguerra). Las pautas de conducta que obligaban a hacer solamente lo correcto no podían ir con los jóvenes, ansiaban vivir, disfrutar de ese bienestar que no reducían solamente a la mayor posesión de cosas. James Dean, Buddy Holly, Janis Joplin, Jimi Hendrix… fueron sus ídolos, sus héroes, aquellos que vivían intensamente sin reparar en lo que el futuro les pudiese deparar, los que de verdad buscaban “el camino”. En ese ambiente de mayor deseo de libertad no podían dejarse de lado las enormes desigualdades que acompañaban a la sociedad estadounidense, su racismo nada disimulado, su desprecio hacia los homosexuales y hacia los que descubrían que la sexualidad comportaba goce y nada más que goce (en 1960 se iniciaba en los Estados Unidos la comercialización de la píldora anticonceptiva), su prepotencia beligerante que, en nombre de unos ideales trasnochados, mataba civiles de otros países y llevaba la muerte y la desolación a muchos hogares del país.
La familia nuclear unida y sin fisuras (símbolo por excelencia de la sociedad estadounidense), la pareja casada con hijos, pasó en los Estados Unidos de representar un 44% de hogares a principios de la década de 1960 a un 29% a finales de la de 1970, consecuencia de los cambios en la conducta respecto a la sexualidad y la pareja que desarrolló la juventud en aquellos momentos. Los tejanos y el rock, muestras de la cultura popular, pasaron ahora a ser adoptados como símbolos de la juventud independientemente de su clase social.
“Los experimentos con la forma de vida, la sexualidad, las relaciones, las comunas y las drogas también cundieron entre quienes pertenecían a grupos políticos más comprometidos”, dice Gyddens en el artículo antes mencionado. De este modo, surgieron multitud de movimientos sociales con reivindicaciones hasta entonces desconocidas que las generaciones anteriores difícilmente podían comprender. Así, pronto estuvieron en el candelero el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles, iniciado unos años antes, y también en el que abogaba por la libertad de expresión, cuyo epicentro fue la Universidad de California-Berkeley, situada al otro lado de la bahía de San Francisco.
Esos movimientos se manifestaron radicalmente en contra de la guerra de Vietnam, del racismo y la obligatoria conformidad con las reglas establecidas y se solaparon con el movimiento hippie o con los Panteras Negras. La conjunción de ideas e intereses dio como resultado una oleada de protestas sin parangón hasta entonces. En los años 60 se formaron en Estados Unidos las comunas más extensas en las que se intentaba llevar a cabo un estilo de vida completamente alternativo. Las universidades, cada vez más masificadas, se mostraban especialmente activas. Los estudiantes se preguntaban no qué podían hacer ellos por su país, como habían hecho sus padres y abuelos, sino qué podía hacer su país por ellos.
En la Universidad de California, Berkeley, nació en 1964 el Free Speech Movement (Movimiento para la Libertad de Expresión) como respuesta a la prohibición de realizar actividades políticas en el campus. El 1 de octubre de dicho año un antiguo alumno, Jack Weinberg, se negó a identificarse a la policía cuando sentado en la mesa del Congreso de Igualdad Racial y fue arrestado. Unos tres mil estudiantes lo impidieron y utilizaron el coche de la policía como tribuna desde la que diversos oradores llamaban a la protesta contra la política gubernamental. Se produjo una gran sentada que no terminó hasta el 3 de diciembre, día en que fueron detenidos 800 estudiantes. En 1965 se formaría, también en Berkeley, el Vietnam Day Comité (VDC), una coalición de grupos políticos y organizaciones estudiantiles que se oponía a la guerra de Vietnam y agrupaba a más de 35.000 personas. El VDC estableció tres objetivos principales: lograr la solidaridad nacional e internacional en contra de la guerra, coordinar y organizar una acción militante, incluyendo la desobediencia civil, y trabajar ampliamente para desarrollar el movimiento fuera del campus universitario.
La guerra de Vietnam –paradigma de las contradicciones de la sociedad estadounidense– jugó, pues, un papel determinante en la politización masiva de los sesenta. El 17 de abril de 1965 tuvo lugar en Washington la primera protesta masiva contra la guerra, organizada por el Students for a Democratic Society (SDS), y en octubre más de 100.000 estudiantes norteamericanos participaron en el Vietnam-Day pronunciándose en este mismo sentido. Pero, además, la guerra de Vietnam fue también un referente con el que evaluar las grandes desigualdades sociales de un sistema que creía ser casi perfecto: la mayoría de los soldados destinados a Vietnam eran negros.
El momento álgido de la protesta se alcanzó en el verano de 1967, con revueltas en más de cien ciudades, pero sería 1968 cuando tendrían lugar los hechos más significativos. Ese año fueron asesinados Martin Luther King, el 4 de abril, y Robert F. Kennedy, el 5 de junio. El Black Power aprovechó que los Juegos Olímpicos de México eran los primeros en la historia que se transmitían por televisión vía satélite y varios atletas negros recibieron sus medallas en el podio mientras levantaban el puño cerrado, algunos de ellos con una boina verde en su cabeza. En Chicago, la Convención demócrata acabó con enfrentamientos entre manifestantes y la policía (duraron cinco días). Todo ello con la guerra de Vietnam como fondo. En abril tuvo lugar la matanza de My Lai, una aldea vietnamita que se hizo desde entonces tristemente famosa por haber sido sus habitantes masacrados por el Ejército estadounidense (durante varias horas mataron a más de 500 civiles, la mayoría mujeres, niños y viejos). Las bajas estadounidenses se acercaban a los 15.000 muertos a finales del año.
Como había ocurrido en París tras los sucesos de mayo –y como suele ocurrir siempre que se da un movimiento revolucionario (o que se cree que es revolucionario)–, la mayoría de la población acabó decantándose hacia posiciones más conservadoras. Así, el candidato republicano Richard Nixon ganó las elecciones presidenciales celebradas el 5 de noviembre. Empezaba, de este modo, el fin de la explosión política, social y cultural que había caracterizado gran parte de la década de 1960. En 1969 tendría lugar todavía una muestra de gran valor testimonial de la nueva cultura juvenil. Me refiero al archifamoso festival de Woodstock. Pero los ecos del movimiento de protesta que había tenido en 1968 su máxima expresión comenzaban ya a apagarse. Las demandas juveniles de una sociedad más justa habían encontrado su catalizador en la guerra del Vietnam y la discriminación racial, y aunque la guerra del Vietnam no finalizaría hasta 1975 y la discriminación racial exista aún, la juventud había encontrado ahora otro catalizador de sus aspiraciones: el mercado les tenía en cuenta cada vez más (discos, ropa, publicaciones ex profeso para ellos…) y los padres comenzaban a aceptar sus demandas. Los jóvenes habían conseguido ser sujeto histórico. Eran ya mayores.