‘Ausschweifung, Berlin Night Club’ (c. 1922). George Grosz.
¿Qué es lo que hoy produce nuestra aversión contra el hombre? –pues nosotros sufrimos por el hombre, no hay duda–. No es el temor; sino, más bien, el que ya nada tengamos que temer en el hombre; el que el gusano ‘hombre’ ocupe el primer plano y pulule en él; el que el ‘hombre manso’, el incurablemente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia, como ‘hombre superior’; –más aún, el que tenga cierto derecho a sentirse así, en la medida que se siente distanciado de la muchedumbre de los mal constituidos, enfermizos, cansados, agotados, a que hoy comienza Europa a apestar, y, por tanto, como algo al menos relativamente bien constituido, como algo al menos todavía capaz de vivir, como algo que al menos dice sí a la vida…
[…] El empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo encierran nuestro máximo peligro, ya que esa visión cansa… Hoy no vemos nada que aspire a ser más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo, más abajo, hacia algo más débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre, más indiferente, más chino, más cristiano –el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez ‘mejor’… Justo en esto reside la fatalidad de Europa– al perder el miedo al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión del hombre cansa –¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?… Estamos cansados de el hombre…
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Friedrich Nietzsche: La genealogía de la moral (1887). Edición en español de 1972, traducción de Andrés Sánchez Pascual.
Asger Jorn: ‘Letter to my Son’ (finales de la década de 1950). / Tate Modern.
‘Uno siempre a mi alrededor es excesivo
–piensa el solitario–. Uno por uno acaban siendo dos’. Yo y mí están
constantemente dialogando con apasionamiento; y esto no lo podríamos soportar
sin un amigo. Para el solitario, el amigo es siempre el tercero; ese tercero es
el corcho que impide que el diálogo entre los dos se vaya a pique.
Lamentablemente, existen demasiadas profundidades para todos los solitarios. Por
eso anhelan un amigo a su altura. Nuestra fe en otros revela lo que quisiéramos
de nosotros mismos. Nos delata nuestra ansia de amistad. […] El auténtico
respeto que no se atreve a solicitar amistad es: ‘¡Por lo menos sé mi enemigo!’.
Quien quiere tener un amigo tiene también que querer luchar por él; y para
luchar hay que poder ser su enemigo. […] Nuestro amigo debe ser nuestro
enemigo. ¿Qué tu amigo debe sentirse horado de que te presentes a él tal y como
eres? ¡Pues maldito lo que le importa eso a él! Quien se presenta tal como es termina
suscitando irritación. ¡Qué razón tenéis cuando os asusta la desnudez! […]
¿Has visto a tu amigo durmiendo
alguna vez para saber qué aspecto tiene? Pues, ¿qué es en otros momentos el
rostro de tu amigo? No es más que tu propio rostro reflejado en un espejo tosco
e imperfecto. ¿Has visto a tu amigo durmiendo? ¿Y no te horrorizó el aspecto
que tenía en ese momento? Amigo mío, el hombre es algo que debe ser superado.
Un amigo tiene que dominar el arte de adivinar y de quedarse callado. No te
empeñes en verlo todo. Tu sueño te debe revelar qué es lo que hace tu amigo
cuando está despierto. Tu compasión ha de ser un adivinar, para que estés
seguro de que tu amigo quiere que le compadezcas. La compasión para con el
amigo debe estar oculta bajo una dura cáscara; debes dejarte un diente al
intentar morderla. Así tu compasión será dulce y delicada.
¿Eres para tu amigo aire puro y soledad, pan y medicina? Hay quien no puede romper sus cadenas y, sin embargo, redime a su amigo. ¿Qué eres un esclavo? Entonces no puedes ser amigo. ¿Qué eres un tirano? […] ¡Cuanta pobreza y cuanta avaricia […] hay aún en vuestra alma! Lo que vosotros le dais a vuestro amigo se lo doy yo a mi enemigo, y sin que ello me empobrezca más. Existe la camaradería, sí; pero, ¡ojalá exista también la amistad!
Friedrich Nietzsche: “El amigo”,
Así habló Zaratustra (1893).
Traducción de Francisco Javier Carretero Moreno (ed. 1999).
La expansión de la máquina
durante los últimos dos siglos se vio acompañada por el dogma de las crecientes necesidades. La industria iba dirigida no
solo hacia la multiplicación de los bienes y el incremento de su variedad, sino
también hacia la multiplicación del
deseo de dichos bienes. […] El
dinero se convirtió en el símbolo del consumo honorable en todos los aspectos
de la vida, desde el arte y la educación hasta el matrimonio y la religión.
[…] El objetivo de la industria
tradicional no era incrementar el número de necesidades, sino satisfacer los
niveles de una clase en particular. […] La idea de emplear el dinero para escapar a la propia clase y de gastar el dinero
ostentosamente para marcar el hecho que uno ha escapado, no apareció en la
sociedad en general hasta una fase bastante avanzada en el desarrollo del capitalismo,
aunque se manifestó en las categorías superiores al principio mismo del régimen
moderno.
[…] Según la doctrina de las
necesidades crecientes se suponía que la masa de la humanidad tenía que adoptar
para sí misma la meta final de un nivel de gastos principesco. Existía nada
menos que una obligación moral de pedir mayores cantidades y más variadas
especies de productos, siendo el único límite a esta obligación la persistente renuencia
del fabricante capitalista a dar al trabajador una participación suficiente del
ingreso industrial que le permitiera realizar una demanda efectiva. (En el momento
culminante de la última ola de expansión financiera en los Estados Unidos el capitalista
trató de resolver esta paradoja prestando dinero para el incremento del consumo
–compras a plazos– sin aumentar los jornales, ni bajar los precios, ni reducir
su propia excesiva participación en la renta nacional: una artimaña que no se
les hubiera ocurrido ni siquiera a los Harpagones del siglo XVII, mucho más
sobrios). […]
Cuando se abandonan los niveles
del consumo de clase y se examinan los hechos mismos desde el punto de vista de
los procesos vitales que se han de satisfacer, se encuentra uno con que no hay
un solo elemento que se pueda retener en dichas doctrinas.
Ante todo: las necesidades vitales son necesariamente limitadas. […] El valor
de varios estímulos e intereses no se incrementa con una multiplicación cuantitativa,
ni tampoco, más allá de un cierto punto, con una variedad sin fin. Una variedad
de productos que cumplan funciones similares es como la dieta omnívora: un útil
factor de seguridad. Pero esto no altera el hecho esencial de la estabilidad
del deseo y la demanda. Un harén de un
millar de mujeres puede satisfacer la vanidad de un monarca oriental, pero
¿cuál es el monarca suficientemente dotado por la naturaleza para satisfacer el
harén?
La actividad saludable exige restricción,
monotonía, repetición, así como cambio, variedad y expansión. El aburrimiento quejumbroso
de un niño que posee demasiados juguetes se repita interminablemente en las
vidas de los ricos, los cuales, no teniendo límite pecuniario a la expresión de
sus deseos, son incapaces sin una tremenda fuerza de voluntad de restringirse a
un solo canal lo bastante largo para aprovecharlo abriendo surcos y
profundizándolo hasta el fin. […] Nadie está en mejor posición por tener muebles
que se hacen pedazos en unos pocos años o, a falta de esta feliz manera de
crear una nueva demanda, que ‘se pasan de moda’. […] En la medida en que las
personas desarrollan intereses personales y estéticos quedan inmunes a los cambios
frívolos del estilo y menosprecian el favorecer exigencias tan pobres. […]
[…] La vida, desde el preciso momento del nacer exige, para su cumplimiento,
bienes y servicios que se sitúan usualmente en el departamento de ‘lujos’.
La canción, la historia, la música, la pintura, la escultura, el juego en sí,
el drama; todas estas cosas están fuera del campo de las necesidades humanas,
pero no son cosas que han de ser incluidas después de satisfacer el estómago,
por no decir nada de las necesidades emocionales, intelectuales e imaginativas del
hombre. […]
Técnicamente hablando, los
cambios en la forma y estilo son síntomas de inmadurez: marcan un periodo de
transición. El error del capitalismo como credo reside en el intento de hacer
que este periodo de transición sea permanente. Tan pronto como un artificio
alcanza perfección técnica, no hay excusa para sustituirlo pretendiendo un
incremento de eficacia […]
Pero obsérvese la maligna
paradoja de la producción capitalista. Aunque
el sistema fabril se ha basado en la doctrina de la expansión de las necesidades
y de la masa de consumidores, se ha quedado corto universalmente en lo que se refiere
al abastecimiento de las necesidades normales de la humanidad. […]
Normalizar el consumo es
establecer un nivel que ninguna clase, cualesquiera que sean sus gastos, posee
hoy. Pero ese nivel no puede expresarse en términos de una suma arbitraria de
dinero […]. Y realmente, cuando más alto es el nivel de vida, menos
puede expresarse adecuadamente en términos de dinero, y más debe expresarse
en términos de ocio, de salud y actividad biológica, y de placer estético […].
[…] El máximo de maquinaria y de
organización, el máximo de comodidades y de lujos, el máximo de consumo, no significan
necesariamente un máximo de eficiencia vital o de expresión vital. El error
consiste en pensar que la comodidad, la seguridad, la falta de enfermedad física,
o una plétora de bienes son los mayores dones de la civilización, y en creer
que a medida que aumentan los males de la vida se disolverán y desaparecerán. Pero
la comodidad y la seguridad no son bienes incondicionados; son capaces de derrotar
a la vida tan completamente como las penalidades y la incertidumbre, y la idea de que cualquier otro interés,
arte, amistad, amor, parentesco, debe subordinarse a la producción creciente de
comodidades y lujos, es simplemente una de las supersticiones de una sociedad
utilitaria apegada al dinero.
[…] Como resultado, nuestra sociedad dominada por la máquina está orientada únicamente hacia las ‘cosas’ y sus miembros tienen toda clase de dominios excepto el dominio de sí mismos. No es cosa que asombre que Thoreau observara que sus miembros, incluso en una etapa temprana y relativamente inocente del comercio y la industria, llevaban vidas de callada desesperación. Colocando el negocio por encima de cualquier otra manifestación de la vida, nuestros líderes de la mecánica y de la finanza han descuidado el principal negocio de la vida: a saber, el crecimiento, la reproducción, el desarrollo, la expresión. Dedicando infinita atención al invento y la perfección de las incubadoras, olvidaron el huevo y su razón de existir.
Lewis Mumford: “¡Normalicen el consumo!”, Técnica y civilización (1934). Versión española de Constantino Aznar de Acevedo, 1971.