Justicia

―A mí me soltaron al día siguiente. Vinieron unos señores muy bien vestidos a los que no conocía de nada que dijeron ser mis abogados. Camila los había contratado nada más enterarse que estaba detenido. Eran de los mejores de París, de esos que cobran una fortuna por sus servicios. Ni siquiera estuve veinticuatro horas encarcelado, rápidamente pudieron demostrar que no tenía nada que ver con el delito que me imputaban. Yo era un hombre respetable, vivía en Montmartre, me gustaba ese ambiente bohemio, los cafés y cabarets, pero eso no es ningún delito. Además, poseía una buena cuenta bancaria, mi hija era una conocida cantante de ópera… En fin, era absurdo que me dedicara a ir robando por ahí.

―¿Y ella?

―La condenaron a veinte años de cárcel. ¡Veinte años! Fue acusada de formar parte de la banda de Jacob, un grupo anarquista que había protagonizado numerosos robos con el fin de obtener dinero para la causa. Este, sin embargo, ya había sido detenido en 1903 y condenado de por vida a trabajos forzados en la Guayana. Pero, al parecer, habían encontrado en otra operación a la caza de anarquistas papeles de esos años que involucraban a Marion en algunos robos, concretamente en uno de los últimos que este dio y en el que, para escapar, tuvo que matar a un policía. Llegué a pensar que se libraría de la cárcel, o que en todo caso permanecería en ella por breve tiempo, así me lo aseguraron los abogados. No les hacía gracia alguna tener que defender a una anarquista, eran miembros de uno de los bufetes más acreditados de París, pero el dinero lo puede todo, o eso creía yo. Por su parte no hubo más problema que fijar una exorbitante cantidad por sus honorarios. Una vez acordada la cifra, la que ellos dijeron, yo estaba dispuesto a todo, encontraron enseguida una coherente argumentación que eximiría a Marion de toda culpa, o que al menos convertiría su colaboración, si es que la hubo, en un mero accidente al que, engañada, se vio forzada por las circunstancias, sin saber lo que realmente iba a suceder. Pero Marion, y me descubro ante ella, no aceptó. Mandó a los abogados a hacer puñetas cuando le contaron el plan. Con ella habían sido detenidos varios militantes más, una decena si no recuerdo mal. O todos o ninguno, nunca me prestaré a una maniobra de ese tipo, la vergüenza me acompañaría el resto de mis días, ni traicionaré a mis compañeros ni renunciaré jamás a mis ideas. Esa me explicaron los abogados que fue su reacción. ¿Todos? Un bufete de tal prestigio no podía prestarse a una defensa abocada directamente al fracaso. Marion solo aceptó ser defendida por el mismo abogado que se ocuparía también de sus camaradas. Y así terminó el asunto. Veinte años de condena, una barbaridad. Le tocó uno de los jueces más severos a la hora de condenar esta clase de… lo que sea. Iba a decir delitos, pero no. Ya ves, hubiera podido tocarle otro menos duro, menos cruel, la pena podría haber sido considerablemente menor. La justicia, amigo Taylor, la justicia… Así es la justicia. Marion diría que la justicia burguesa, yo la justicia a secas. El hombre nunca será justo consigo mismo.

―Comprendo que no creas en la justicia, pero debes contemplar la situación desde otro prisma. Su valiente actitud, por desgracia, es necesaria para conseguir cambiar el mundo. Yo soy negro y sé lo que es la lucha por la igualdad. No puede haber un dios tan cruel que castigue nuestros pecados con la eterna miseria y nos condene de por vida a la pobreza. Primero hay que sembrar las semillas, luego vendrán los frutos.

―Eso ya lo he oído antes, muchas veces. Llegará el día en que todos seremos iguales, las injusticias no tendrán cabida en la nueva sociedad, equitativa y solidaria. Siento no creerlo. Me parece bien que haya gente que, como tú, como Marion y alguno que otro que conozco, penséis y actuéis de manera tan altruista. Es muy posible que yo no tenga razón, pero las experiencias en esta ciudad no han sido precisamente las más adecuadas para hacer que modifique mi opinión. Por supuesto que cambiarán las cosas, pero todo seguirá igual, los negros explotarán a otros negros, puede que incluso a blancos.

Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (nueva edición 2019). Disponible en Amazon.

¿Qué mueve a la gente a la sumisión?

Mira Blas, no soy ningún filósofo ni he recibido instrucción alguna más allá de leer y escribir, y de aquella manera, (…) pero me ha intrigado siempre, desde que a los trece años vi reflejada la indiferencia en los rostros de quienes trabajaban con nosotros, la apatía y la más absoluta indolencia ante la injusticia, qué mueve a la gente a aceptar la sumisión y qué les conduce a creer que las desigualdades forman parte del ordenamiento natural. Piensan que hay quien nace pobre y quien tiene más suerte y lo hace en el seno de una familia rica, ¡qué le vamos a hacer!, así son las cosas, siempre habrá unos que manden y otros que tengamos que obedecer. He visto esos rostros de los que te hablaba antes transmutar de repente y revelar el odio hacia quienes les habían estado explotando durante años y años, y he visto luchar en nombre de esas ideas por un futuro mundo igualitario, hasta matar por ellas. Y luego el fracaso, y con él de nuevo los rostros, doblegados, sumisos como siempre. Me he preguntado por ello toda mi vida, he buscado en los libros la respuesta de acuerdo con mi propio albedrío y he sacado mis propias conclusiones, que pueden ser acertadas o no, pero es lo que siento. Conforme pasan los años, todo va a un ritmo cada vez más acelerado, se suceden los inventos, se mejoran toda clase de técnicas, es el progreso, dicen. Todo cambia, a mejor o a peor es cosa que no voy a discutir ahora, y lo hace cada día más aprisa, pero hay cosas que siempre permanecen. Conozco algunas grandes ciudades y todas ellas tienen en común por encima de cualquier otra cosa uno o más barrios miserables de los que esos rostros resignados forman ya parte del paisaje. Siento tristeza al contemplarlos, y rabia. Viendo esa multitud podría estar de acuerdo contigo en que un día se recogerán los frutos de tanto sacrificio. Pero no me lo creo, el hombre no puede nunca ser justo con él mismo, acepta que siempre ha de haber superiores y aspira a acercarse a ellos, los más osados a formar parte de su club. A la gente le da igual que el mundo sea injusto o desigual, lo que quiere es salir de la parte desdichada de este, lo demás le trae sin cuidado.

Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (nueva edición 2019). Disponible en Amazon.

¡QUÉ CORTO ES EL TIEMPO DE LAS CEREZAS¡

A Samuel le encantaban las cerezas. Comía las que colgaban de las ramas más accesibles y las caídas del árbol, y cogía un buen puñado para después, para cuando regresara el hambre. Nadie vigilaba aquel cerezo. Los primeros días obró con cautela, temía que alguien le descubriera, desconfiaba de que tanta serenidad, tanta placidez, pudiese disfrutarse de manera tan simple. La paz siempre tiene administradores. Pasó una semana y por allí nadie asomaba.

A finales de mayo, principios de junio, el tiempo suele ser de bonanza, los días son claros, el sol se pone tarde y luce sus mejores galas, es radiante, templado, generoso. Aprovechaba Samuel esas jornadas de seducción de los sentidos y pasaba buena parte del día allí tumbado. Lejos quedaban molinos, talleres y fábricas. A veces se quedaba dormido tan profundamente que hubiese podido estallar un obús a su lado sin que lo advirtiera. Y así, a mitad de una de esas mañanas tan gratificantes, sintió que alguien, o algo, le zarandeaba por los hombros, levemente al principio y más bruscamente al no obtener, quien fuera o lo que fuese, respuesta alguna. Se despertó sobresaltado y su primera reacción, al ver un hombre mayor ─pasaría de los cincuenta años─ con un tosco cayado, barba blanca y aspecto un tanto descuidado fue escabullirse. Se zafó a la velocidad de una centella, pero tropezó en un matojo y cayó de bruces.

―No huyas, chico. No voy a hacerte daño.

Samuel, azarado, no atendía a razones. Se levantó en un periquete y se puso a correr.

―Detente, hombre, que no quiero hacerte nada malo. ¡Mira! ─el extraño arrojó el cayado a sus pies─. Si hubiera querido lastimarte ¿no crees que he tenido tiempo suficiente para haberlo hecho ya?

Samuel se detuvo. Volvió la vista pero no dio paso atrás. Expectante y temeroso miraba los movimientos del desconocido. No inició este, sin embargo, acción de ningún tipo y Samuel disminuyó la resistencia.

―Anda, ven, no tengas miedo. Si yo solo quiero que me ayudes. Además, puedes ganarte unos reales.

Samuel cogió una vara del suelo aunque ya por entonces dudaba de la necesidad de protegerse con ella. El bastón que aquel individuo había lanzado instantes antes seguía en su sitio, su dueño también, ni el más mínimo cambio de posición. Se acercó lentamente, con cautela. El hombre mantuvo la postura para que Samuel no se amilanara e iniciaron una conversación. Resultó ser el dueño de aquellos bancales, de la deteriorada caseta y, por supuesto, del cerezo. Samuel trató de excusarse. El sujeto ─que respondía al nombre de Tomás, Tomás Farinetes, apuntó él mismo─ había subido a por cerezas. Solo lo hacía una vez al año, dos como mucho. Llenaba lo más posible las alforjas del borrico y las vendía, colocando un capacho lleno frente a la puerta de su casa para llamar la atención. Cuando empezaban a pasarse de maduras hacía conserva con las sobrantes. En aquella ocasión o bien vendería más o bien tendría más conserva que otras veces, pues marchó cargado de cerezas al contar con la ayuda de Samuel. Cuando acabaron, le dio cuatro reales y le propuso ganar alguno más en días sucesivos si le bajaba cerezas a casa y cuidaba de un par de perales que había en el bancal contiguo, cuyos frutos debería llevarle igualmente llegado el momento. Mientras, podía comer cuantas cerezas le vinieran en gana. Samuel aceptó.

―Aprovecha ahora, muchacho, que el tiempo de las cerezas es muy corto. Como todo lo bueno. Come las que quieras.

Manuel Cerdà: fragmento de mi novela El corto tiempo de las cerezas (2019, nueva edición).