
Antidisturbios de los CRS golpean a unos estudiantes en el boulevard Saint-Germain el 6 de mayo. / AFP/Archives.
Pasó el fin de semana, regresó Hannah, pero seguían sin noticias de su hijo. La tarde del 6 fue larga. Los enfrentamientos no cesaban. Unas veces, los policías conseguían hacer retroceder un centenar de metros a los manifestantes; otras, eran ellos los que retrocedían. Desde su casa, Martha y Sam escuchaban el incesante ulular de las sirenas de las ambulancias que trasladaban a los heridos a los hospitales, tanto policías como manifestantes, las explosiones de las granadas lacrimógenas, los gritos y lamentos de los estudiantes.
Poco después, desde el balcón pudieron ver, en compañía de Hannah, que no había salido de casa, cómo un numeroso grupo de jóvenes lanzaban adoquines a la policía que debían haber arrancado de la vecina calle Mabillon. Aquella respondía con granadas lacrimógenas. Sam, Martha y Hannah tuvieron que abandonar el balcón, pues hasta allí llegaba el gas. Los manifestantes consiguieron detener el avance policial mientras otros amontonaban cualquier cosa a mano que pudiera arder para hacer una gran pira, tras la cual volcaron varios coches que dispusieron a modo de barricada. Ayudadas de tanquetas, las fuerzas de las Compañías Republicanas de Seguridad consiguieron al cabo de un tiempo, no sin tremendas dificultades, llegar hasta los estudiantes. En la misma plaza de Quebec, frente a su casa, pudieron observar como los policías perseguían a los estudiantes, que huían en todas direcciones. Les golpeaban con saña, estaban enrabietados. También vieron pasar a los equipos de la Cruz Roja que evacuaban a los heridos.

Estudiantes arrojan adoquines a la policía en el boulevard Saint-Germain el 6 de mayo. / © ‘Mai 68, l’envers du décor’, Editions Gründ.
Todavía miraban a través de la ventana, comentando estupefactos el aterrador espectáculo que tenía lugar ante ellos, la brutalidad de las cargas, la virulencia con que respondían los estudiantes, cuando oyeron abrirse la puerta. No podía ser más que Bill, solo él tenía llaves, aparte de Sam, Martha y Hannah, obviamente. Llegó acompañado de una muchacha con la cara ensangrentada. Un porrazo en pleno rostro le había roto un diente, manaba sangre por la nariz y tenía un ojo amoratado. Bill también presentaba alguna que otra magulladura, un par de moratones a causa de los golpes recibidos en la espalda huyendo de las CRS.

El boulevard Saint-Germain el 6 de mayo tras lanzar la policía granadas lacrimógenas. / AFP/Archives.
Martha sacó el botiquín y limpió con cuidado la cara de la chica. Envolvió unos cubitos de hielo en un par de paños que aplicó sobre el ojo y la nariz, indicándole que inclinara la cabeza hacia adelante y se mantuviera así un rato. El remedio funcionó y pronto dejó de sangrar, pero el ojo estaba cada vez más hinchado.
―Debería reconocerla un médico.
―Luego. Un amigo que está terminando los estudios de medicina la verá.
―¿No sería mejor llevarla a un hospital?
―Hay policías de paisano en los alrededores de los hospitales, a más de uno lo han detenido cuando salía tras haberle atendido.
―No iréis a marcharos así. Podéis quedaros con nosotros.
―No te preocupes. Tenemos dónde ir, lugares seguros. Eso sí, debemos esperar un poco. No es conveniente que salgamos ahora a la calle.
―¿Quieres llamar a tus padres? Estarán preocupados.
―Mejor no. Mi padre me mata. Y eso que es de la CGT.
―¿No os importaría que dejáramos aquí estas octavillas? ─la compañera de Bill llevaba en el bolso un fajo de panfletos que no les había dado tiempo a repartir.
―En absoluto. ¿Puedo?
Sam cogió una octavilla, firmada por el Movimiento 22 de Marzo, y se puso a leer: Estamos luchando (…) porque nos negamos a convertirnos en profesores al servicio de la selectividad en la enseñanza con los hijos de la clase obrera que serán los que paguen los platos rotos; en sociólogos fabricantes de eslóganes para las campañas electorales gubernamentales; en psicólogos encargados de hacer ‘funcionar’ los ‘equipos de trabajadores’ según los intereses de los amos; en científicos cuyo trabajo de investigación se utilizará de acuerdo a los intereses exclusivos de la economía del provecho. Rechazamos este porvenir de ‘perros de guarda’. Rechazamos las clases que enseñan a serlo. Rechazamos los exámenes y los títulos que premian a quienes aceptaron entrar en el sistema. Rechazamos ser reclutados por esas mafias. Rechazamos mejorar la universidad burguesa. Queremos transformarla radicalmente para que, en adelante, forme intelectuales que luchen al lado de los trabajadores y no en contra de los mismos.
―Todo esto está muy bien, pero un cambio de este tipo no puede ser protagonizado únicamente por estudiantes. Es evidente que, al margen de los trabajadores, aunque solo sea por su importancia numérica, no se logrará. ¿Cómo pensáis conseguirlo?
―Esto no ha hecho más que empezar. Sabemos que la clase obrera siempre nos ha visto como unos niñatos, hijos de burgueses, incapaces de luchar por nada, que salían por piernas nada más ver la policía. Ahora pueden ver que no es así.
―¿Pero cómo creéis que se va a conseguir eso?
―Como determine el movimiento desde las bases ─respondió la muchacha con determinación─. Nosotros estamos por el debate continuo, por la confrontación de ideas. No somos como los viejos partidos, en los que “la verdad” viene de arriba.
―¿Y si los trabajadores no se suman?
―Se sumarán, puede que no lo hagan los partidos y sindicatos que dicen representarles, pero la gente se sumará.
―Espero que sea así.
―Este sistema, señor, es obsceno. Si quiero comerme un suflé me lo como, y si quiero comerme dos pues me como dos. Y si no son de mi agrado ordeno que me los hagan otra vez. Y si me canso de comer tiro lo que ya no quiero. ¿Qué pasa? Soy el amo, tengo dinero. Eso es todo, el dinero. La familia, la pasta. La patria, la pasta. La vida, la pasta. Es lo único verdadero. Nada en las manos y todo en los bolsillos.
Manuel Cerdà: Tiempos de cerezas y adioses (2018).