Día de la Vergüenza

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Refugiados llegan a la isla de Kos. Fotografía de Daniel Etter © / The New York Times.

El 4 de diciembre de 2000 la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Resolución 55/76, decidió que a partir del año 2001 –año en que se cumplía el cincuenta aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951– el 20 de junio fuese declarado Día Mundial de los Refugiados.

 “Cada minuto, ocho personas lo dejan todo para huir de la guerra, la persecución o el terror y la mayoría tienen que elegir entre algo horrible o algo aún peor”, se argumentaba entonces. Hoy –leo en la edición impresa de El País– una noticia en la que, entre cosas, se dice: “A finales del año pasado, un total de 65,3 millones de personas vivían lejos de sus hogares, de los que escaparon por conflictos; 5,8 millones más que en 2014. Esto se traduce en que el año pasado, 24 personas por minuto cogieron lo necesario para huir de su ciudad hacia un lugar más seguro”. La cifra, pues, se ha multiplicado por tres. Y eso que solo hablamos de los refugiados que han buscado cobijo en Europa.

Algo más de la mitad del total de refugiados provienen de Siria (4,9 millones), Afganistán (2,7 millones) y Somalia (1,1 millones). De ellos, según los datos de ACNUR, el 51% son niños, de los cuales muchos han abandonado solos sus países. La gran mayoría se han registrado en Turquía, que acoge la mayor población de desplazados en el mundo (2,54 millones de personas). Turquía dista mucho de ser el país seguro que la Unión Europea (UE) asegura que es. Claro que no podía calificarlo de otro modo después de firmar  a finales de marzo del año en curso un infame acuerdo con Turquía –contrario a todos los tratados internacionales sobre derechos humanos– mediante el cual subcontrataba con el régimen despótico de Erdogan la crisis de los refugiados por 6.000 millones de euros a cambio de otras concesiones políticas como la exención de visados a los turcos para viajar por la UE y acelerar el proceso de adhesión. Es así que Médicos sin Fronteras ha renunciado a los fondos de la UE en protesta por dicho tratado, que “pone en peligro el mismo concepto de ‘refugiado’ y la protección que este ofrece a las personas en peligro”.

¿Qué pasa con estos refugiados? Nos lo explica Amnistía Internacional en un informe titulado “Ningún refugiado seguro”: “La mayoría de los solicitantes de asilo que se encuentran en Turquía esperan años para que se tramiten sus demandas. Durante este tiempo no reciben ayuda para encontrar cobijo o manutención. Esta situación fuerza a niños de hasta nueve años a trabajar para ayudar a sus familias”. La eurodiputada Marina Albiol declaraba al respecto: “Un millón de niños refugiados en Turquía tienen edad escolar. Sin embargo, solo el 13% puede ir a la escuela”. Además, sigue AI, “tampoco tienen acceso a procedimientos eficientes para determinar su estatus”, “la mayoría de refugiados se ven obligados a buscar refugio sin apoyo del Gobierno” y “solo han facilitado vivienda social a 100 de los 400.000 solicitantes de asilo, por lo que casi tres millones de refugiados tienen que sustentarse por sí mismos”.

Como país receptor, Turquía es seguido por Paquistán (1,6 millones), el Líbano (1,1 millones), Irán (979.400), Etiopía (700.100) y Jordania (664.100). El resto, se supone, deben ser acogidos por los países de UE, pero hasta ahora España únicamente ha materializado el traslado a su territorio de 124 demandantes de asilo –de los que ha acogido 80– procedentes de Grecia e Italia, lo que coloca al país en novena posición entre sus socios comunitarios. Por delante están Reino Unido (1.864), Austria (1.453), Holanda (637, de los que 362 son refugiados y 275 solicitantes de Grecia e Italia), Finlandia (496, de los que 329 son demandantes y 167 son refugiados), Dinamarca (481), Bélgica (327), Italia (277) e Irlanda (273).

Los Veintiocho y los países asociados han recibido a 7.272 refugiados desde Turquía, Líbano y Jordania de las 22.504 personas que ofrecieron acoger. Una cifra mucho que contrasta con la de los han perdido la vida en aguas del Mediterráneo intentando llegar a Europa en los últimos quince meses: 5.400 migrantes y refugiados en 2015 y 3.400 solo en la primera mitad de 2016. Que se sepa.

Ante tal catástrofe, y para protestar contra la política de la UE que ha conducido a esta dramática e inhumana situación, para hoy se han convocado manifestaciones en las principales ciudades españolas. No dudo de que asistirá mucha gente y menos del sentimiento de justicia y solidaridad que les mueve a la protesta. Me preocupan los que no irán, que obviamente –como en todas las manifestaciones– serán muchos más. En El País de hoy también leía otra noticia (“Los austriacos primero”) en el que vicepresidente de Alta Austria declaraba: “Mucha gente trabaja durante años para cobrar una pensión de 1.000 euros y luego llega un refugiado que no ha trabajado nunca y el Estado le da lo mismo. No es justo. Ven nuestras casas y nuestros coches y quieren vivir como nosotros, pero no ven el trabajo que hay detrás”. Y el sábado, sin ir más lejos, en el bar en que suelo desayunar, un trabajador que ganará poco más de mil euros al mes –es vecino mío, por eso lo sé– le decía a otro más o menos lo mismo, solo que este empleaba la palabra “moros”.

Hace poco más de un año publicaba en este blog un artículo titulado El camino hacia la xenofobia en el que –como dice el sociólogo alemán Wilhelm Heitmeyer (International Handbook of Violence Research, 2003)– la hostilidad contra los extranjeros presenta tres fases: 1. La aparición de sentimientos de alejamiento respecto a los otros como un fenómeno social de masas, que habitualmente se expresa en una actitud de distanciamiento que establece escasas diferencias entre tolerancia y menosprecio, lo que se manifiesta a través de estereotipos y prejuicios; 2. El surgimiento de una postura competitiva alimentada por consideraciones económicas y/o culturales al entender quienes la defienden y practican que se ha perdido el equilibrio entre la tolerancia y el desprecio, y 3. El odio a los extranjeros, etapa posterior más avanzada en la que la tolerancia desparece completamente. En su lugar, y construyéndose sobre posiciones distanciadas y competitivas, surge una hostilidad que está destinada a introducir “claridad” haciendo distinciones fundamentales entre amigos, los “nativos”, y “enemigos”, los extranjeros. Esto contribuye a justificar una lucha ofensiva.

Cerca nos hallamos de esta última fase, si no lo estamos ya. El Día Mundial de los Refugiados más bien debería ser en estos momentos el Día de la Vergüenza.

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