En el probador de señoras

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Johnny se quedó atónito al ver a su amigo, más disfrazado que vestido, con un fular de seda sobre los hombros, un bolso rojo de piel colgando del brazo, una especie de camisola que no supieron muy bien para qué servía y un sujetador azul de encaje encima de la cabeza, con una copa en cada oreja a modo de auriculares.

─ ¡Qué pinta, menuda chochona! ─soltó Johnny entre risas.

─ Estás guapísima, ¿de dónde has sacado todo eso?

─ De la planta de arriba, del probador de mujeres.

─ ¡El probador de tías! ¡Claro! Vamos.

(…)

La asociación de ideas fue instantánea y compartida: bañadores, bikinis, mujeres, probadores. ¿Dónde mejor podían ir? Para satisfacción de los tres, en vez de pequeñas habitaciones con su correspondiente puerta y pestillo, los probadores de la sección de ropa de baño contaban con un sofisticado sistema de cierre que preservaba por completo la intimidad: un estor ─obra del prestigiado diseñador Luigi Mezzasega─ caía automáticamente de arriba a abajo cuando alguien entraba en el probador; parecía transparente, pero lo que se veía no se correspondía en absoluto a lo que sucediera o dejara de suceder dentro del mismo. Cada uno funcionaba como una pantalla sobre la que se podía observar imágenes de las playas más chic de todo el mundo. Solo desde dentro podía abrirse una vez alguien hubiera accedido a su interior (también desde fuera, con una clave, por si alguien se quedaba encerrado dentro, cosa del todo improbable según el famoso “creativo”). Era, pues, un dispositivo mecánico y, como tal, había dejado de funcionar (…). ¡Fantástico! Nada les impedía fisgar en los interiores de los compartimentos destinados a mudarse de ropa para ver cómo les sentaban los últimos modelos de bañadores y bikinis a unas cuantas mujeres desvistiéndose, o vistiéndose, desvestidas parcialmente, en poses de lo más diversas, poniéndose la braguita, o quitándosela, no estaba claro, o el sujetador.

─ ¡Eh! Venid y veréis.

Robin y Tomate acudieron enseguida al probador desde donde les llamaba Johnny. Una mujer, de veintipocos años, pelo rubio sedoso, piel bronceada, guapa, en el momento en que el tiempo se detuvo estaba a punto de ponerse de nuevo las braguitas, tras ─según parecía─ haberse probado el bikini, del que todavía llevaba el sujetador, sin abrochar. Agachada al efecto de subirse las bragas, destacaba su culo en pompa, tan dorado como el resto del cuerpo, que se presentaba cual tarjeta de visita a sus ojos, pues era lo primero que se veía, o en lo que se fijaron.

─ Está buena, ¿eh?

─ Hostia que si lo está, parece de esas que salen en la tele o en las revistas.

─ Qué lolas, macho.

─ Y la piel, toca, toca ─decía Tomate─. ¡Qué suave! Esta tía debe tener pasta.

─ ¿Podemos hacerle fotos, Prude?

─ No.

─ Hombre, un recuerdo…

─ El recuerdo deberéis conservarlo en la memoria. (…)

─ Estoy palote, tíos ─dijo Tomate.

─ Yo también estoy burraco ─añadió Johnny─. ¿Y si nos la follamos? ¿Podemos, Prude?

─ Siempre y cuando no dejéis huellas de la acción podéis hacer lo que os venga en gana. Eso sí, ya sabéis, nada que luego no se pueda explicar.

─ Pero ¿nos la podemos follar o no?

─ ¿Te refieres a practicar el coito?

─ A metérsela. ¿Sabes lo que es eso, Prude?

─ Lo sé. La respuesta deberías conocerla ya, Johnny. Por supuesto que no. Recordad que (…) cuando recobre la conciencia nada de todo esto habrá sucedido para ella. Por eso insisto en que, hagáis lo que hagáis, nada deberá hacerla dudar de que algo extraño o incomprensible ha sucedido.

─ Está bien, como quieras. ¿Y sobarla un poco qué?

─ La verdad es que está que te cagas ─admitió Robin.

─ Un culo así no se ve todos los días ─consideró Tomate.

─ Y las peras. Duritas, como a mí me gustan ─añadió Johnny mientas acariciaba las tetas de la joven.

Manuel Cerdà: Prudencio Calamidad (2017). Disponible solo a través de Amazon.

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