En el claustro de San Francesco de Fiesole. Un texto de Albert Camus.

En el claustro de San Francesco, en Fiesole, un patiecito rodeado de arcadas, colmado de flores rojas, de sol y de abejas amarillas y negras. En un rincón una regadera verde. Por todas partes zumban moscas. El jardincito, recocido de calor, suavemente exhala vapor. Detrás del muro en que me apoyo, sé que está la colina que baja hacia la ciudad y toda esa ofrenda de Florencia con sus cipreses. Pero este esplendor del mundo es como la justificación de aquellos hombres. Pongo todo mi orgullo en creer que también es la mía y la de todos los hombres de mi raza, que saben que el extremo de la pobreza se toca siempre con el lujo y las riquezas del mundo. Si se despojan, es para una vida más grande (y no para otra vida). Es el único sentido que consiento entender en la palabra “despojado”. “Estar despojado” conserva siempre el sentido de la libertad física y ese acuerdo de la mano con las flores, ese entendimiento de la tierra y el hombre liberado de lo humano. ¡Ah!, me convertiría a ella, si no fuera ya mi religión.

Hoy me siento libre respecto a mi pasado y a lo que he perdido. No quiero sino esta estrechez y este espacio cerrado, este fervor lúcido y paciente. Y como el pan caliente que uno aprieta y fatiga, quisiera solamente tener mi vida entre mis manos, igual que estos hombres que supieron enterrar la suya entre flores y columnas. O como en aquellas largas noches de tren en que uno puede hablarse y prepararse a vivir, uno frente a uno mismo, con esa admirable paciencia para retomar ideas, detenerlas en su huida, seguir luego avanzando. Chupar la vida como un chupetín, formarla, aguzarla, amarla, en fin, como se busca la palabra, la imagen, la frase definitiva, aquella que concluye, que detiene, con la cual partiremos y que constituirá en el futuro todo el color de nuestra mirada. Puedo muy bien detenerme allí, encontrar al fin el término de un año de vida desenfrenada y excedida. Mi esfuerzo consiste en llevar esa presencia de mí mismo en mí mismo hasta el fin, en mantenerla frente a todos los rostros de mi vida, aun a costa de la soledad, que sé ahora tan difícil de soportar. No ceder; en eso consiste todo. No consentir, no traicionar. A ello contribuye toda mi violencia, y al punto que me lleve, mi amor me alcanza y, con él, la furiosa pasión de vivir que da sentido a mis días.

Cada vez que uno (que yo) cede a sus vanidades, cada vez que uno piensa y vive para “parecer”, se traiciona. Y siempre fue la gran desgracia de querer parecer lo que me disminuyó frente a lo verdadero. No es necesario confiarse a los demás, sino solo a aquellos que amamos. Pues entonces no es confiarse para parecer sino únicamente para dar. Hay mucha más fuerza en un hombre que no parece sino cuando es necesario. Llegar hasta el final es saber guardar su secreto. Sufrí de estar solo, pero por haber guardado mi secreto vencí el sufrimiento de estar solo. Y hoy no conozco mayor gloria que vivir solo e ignorado. ¡Escribir, mi dicha más profunda! Consentir al mundo y la gozo, pero solo en el despojamiento. No sería digno de amar la desnudez de las playas si no pudiera permanecer desnudo de mí mismo. Por primera vez el sentido de la palabra felicidad no me parece equívoco. Es un poco lo contrario de lo que se entiende comúnmente por “soy feliz”.

Cierta continuidad en la desesperación termina por engendrar la dicha. Y aun los hombres que en San Francesco viven ante las flores rojas, tienen en su celda el cráneo de muerte que alimenta sus meditaciones. Florencia frente a su ventana y la muerte sobre la mesa. Yo, si me siento en un recodo de mi vida, no es por lo que he adquirido, sino por lo que he perdido. Me siento con fuerzas extremas y profundas. Es gracias a ellas por lo que debo vivir como lo entiendo. Si hoy me encuentro tan lejos de todo, es porque no tengo otra fuerza que amar y admirar. Vida con rostro de lágrimas y sol, vida sin la sal y la piedra caliente, vida como la amo y la entiendo, me parece que al acariciarla todas mis fuerzas de desesperación y de amor se conjugan. Hoy no es como un alto entre sí y no, sino que es sí y es no. No hay rebeldía ante todo lo que no sea lágrimas y sol. Sí a mi vida, en la cual siento por primera vez la promesa venidera. Italia y un año ardiente y desordenado que termina; lo incierto del porvenir, pero la libertad absoluta respecto a mi pasado y a mí mismo. Allí está mi pobreza y mi riqueza única. Es como si recomenzara la partida; ni más feliz ni más desdichado, pero con la conciencia de mis fuerzas, el desprecio de mis vanidades y esta fiebre lúcida que me apura frente a mi destino.

15 de septiembre del 37

Albert Camus: Carnets (primera edición 1962, París; primera edición en castellano 1963, Buenos Aires). El texto aquí transcrito pertenece a la edición española de 1985 (Madrid, Alianza–Losada, traducción de Eduardo Paz Leston).

En este país y en este Estado

El siguiente texto es un breve fragmento de Corrección, novela de Thomas Bernhard, uno de mis autores preferidos. Obviamente, Bernhard cuando haba de este país y este Estado se refiere a Austria. Esto lo he omitido al transcribir el texto, ya que, como acertadamente resume la contraportada del libro, “la novela es una reflexión sobre los problemas del hombre contemporáneo, enfrentado a la deshumanización, el desamor y la soledad”. Así pues, este país y este Estado puede perfectamente ser el suyo.

[…] el hombre […], ya en el momento de su nacimiento, es un hombre fracasado y debe comprender claramente, decía, que tendrá que renunciar a sí mismo si se queda en este país y en este Estado, cualesquiera que sean los auspicios, debe decidir si quiere, quedándose ahí, perecer, envejeciendo fatigosamente y sin llegar a nada, perecer en su propio Estado y en su propio país, presenciar con los ojos abiertos, en su propia mente y en su propio cuerpo, ese terrible proceso de extinción, si quiere aceptar un desarrollo descendente durante toda su vida, quedándose en este Estado y en este país, o si quiere irse y marcharse  tan pronto como pueda y, mediante ese pronto irse y marcharse en lo posible, salvarse, salvar su inteligencia, salvar su personalidad, […] y si no es un hombre vil, y si no es de naturaleza abyecta ni infame, se convertirá en este país y en este Estado en un ser de naturaleza vil y abyecta, y por eso hace falta, desde el principio mismo, desde los primeros momentos del pensamiento, salvarse de este país y este Estado y, cuanto antes vuelva la espalda a este país y a este Estado un hombre con facultades intelectuales, tanto mejor, un hombre así tiene que decirse que hay que huir, dejar atrás todo lo que es este Estado, lo que constituye este país, irse a cualquier parte, aunque sea al fin del mundo, no quedarse en ningún caso donde nada puede esperar y, si puede, solo lo más miserable y lo que destruye la inteligencia y lo que vacía la cabeza y lo que le obligará continuamente a la mezquindad y la vileza, y que […] estará expuesto siempre a una vil incomprensión […] y, por tanto, a la muerte, y, por tanto, a la aniquilación de su existencia.

Thomas Bernhard: Corrección (primera edición, en alemán, 1975; en castellano 1983, traducción de Miguel Sáenz).

Los zoos humanos

Por mi edad, nací en julio de 1954, todavía podría haber visto de niño un zoo humano en plena actividad. Eso sí, siempre y cuando mis padres me hubieran llevado a Bruselas a visitar en 1958 la Exposición Universal que allí tuvo lugar del 17 de abril al 19 de octubre, pues en ella se exhibió el último zoológico de estas características.

En los zoos humanos mostraban grupos de seres humanos, adultos y niños, en las mismas condiciones que los animales, encerrados entre rejas u otro tipo de valla. Estuvieron muy de moda desde principios de década de 1870 hasta la de 1930, manteniéndose en algunos casos –como el de Bruselas– hasta hace poco más de medio siglo. Llamadas “exposiciones etnográficas” o “aldeas negras”, exhibían aborígenes de diversos lugares del planeta colonizados por los blancos en su “estado natural”, recreando su entorno a modo de decorados teatrales –en los que representaban sus danzas y rituales– y justificando así que fueran desnudos o semidesnudos. Eran toda una atracción que congregaba un enorme número de visitantes. Familias enteras acudían a observar estos “especímenes”, como los calificaba la Sociedad Antropológica de Paris, que habían quedado atrás en la evolución biológica y los comparaban con los monos que habían visto antes. Muy pocos se escandalizaban y criticaban lo contemplado.

París, Londres, Berlín, Bruselas, Madrid, Nueva York, fueron algunas de las capitales que ofrecían este tipo de atracciones cuyos visitantes se contaban por centenares de miles. La ocupación de vastos y lejanos territorios puso de moda lo exótico al despertar la curiosidad –el morbo si se quiere– por lo desconocido, que a los ojos de los occidentales resultaba extraño y estrafalario al tiempo que reafirmaba su superioridad. Primero se exhibieron animales. Pronto, avispados empresarios circenses –los encargados de proveer de animales a zoológicos y circos– descubrieron un auténtico filón con las “exposiciones etnográficas”. Para ello contaban con el beneplácito y colaboración de los gobiernos y de las principales sociedades científicas.

Carl Hagenbeck –zoólogo, domador y director de circo alemán– fue el primero en exhibir, en el zoológico de Berlín, seres humanos (hombres, mujeres y niños samoanos y lapones) en 1874. Su iniciativa obtuvo un rotundo éxito y no tardó en ser seguida por otros. El Jardín de Aclimatación de París organizó en 1877 dos “espectáculos etnológicos” con indígenas africanos de involuntarios protagonistas. El éxito fue aún mayor. Más de un millón de personas visitaron las “exposiciones”, que se prolongaron hasta 1912. La cifra no fue nada comparada con la que alcanzaron las exposiciones universales de París desde 1878, en las que uno de los platos fuertes era este tipo de muestras. Así, la 1889 presentaba una “aldea negra” con más de cuatrocientos africanos capturados a tal efecto. La de 1900 mostraba un cuadro viviente de la isla de Madagascar que contó con más de 50 millones de visitantes. Y en la última, la de 1931, el “zoo humano” que se montó alcanzó los 34 millones de visitas.

Por supuesto, decíamos, este tipo de “espectáculos” no se limitó a Berlín y París, sino que se extendió a las principales ciudades occidentales de uno y otro lado del Atlántico. En el zoológico de Nueva York, en 1906, llegó a colocarse un pigmeo congoleño junto a un orangután con el cartel “El eslabón perdido”.

Fuera de su medio y, por tanto, expuestos a contraer todo tipo de enfermedades para ellos desconocidas, malnutridos, tratados como el resto de animales –la gente les arrojaba comida o chucherías–, objeto de giras como los circos ambulantes, muchos fueron los que perecieron. ¿Pero qué más daba? Al fin y al cabo, para nuestros contemporáneos de principios del pasado siglo no eran humanos.

En mi novela El corto tiempo de las cerezas el protagonista, Samuel Valls, conoce en 1902 casualmente en Londres a un tal Skull, que se dedicaba a este tipo de actividades. Este es el fragmento:

―Permítame que me presente. Me llamó, Skull.

―¿Skull? –preguntó Samuel extrañado–. No me cuadra con su acento. ¿De dónde es usted?

―Soy argentino, señor mío. Skull es como me conocen todos aquí, así que ese es mi nombre. ¿No sabe qué significa Skull? –Samuel se encogió de hombros–. Cráneo, amigo, significa cráneo, cabeza.

―Por su sensatez, supongo. Veo que sabe obrar con cautela.

―No señor, no. ¡Sensatez! –y soltó una enorme risotada–. Con eso no hubiera llegado a ningún sitio. Por las cabezas de los demás. ¿No ha oído hablar de los coleccionistas de cráneos?

Samuel le miró de arriba abajo. Advirtió el machete.

―¿Se dedica a cortar cabezas humanas? –preguntó atónito.

―¿Humanas? ¡Jamás! ¡Andá a la reconcha de tu madre! ¿Por quién me toma usted? De todos modos, cabezas ya no se cortan apenas, ahora se prefiere el bicho entero. No me confunda con uno de esos desesperados aventureros que están a la que caiga. Soy un hombre de negocios. Verá. Yo era cazador de animales y los vendía a los zoológicos, pero pronto la gente se cansó de ver fieras, ya no era novedad, quería otras cosas. Me dediqué entonces, le hablo de hará unos veinte o veinticinco años, a lo que algunos ignorantes llaman zoos humanos. Tiene narices la cosa. ¿Humanos? Si así fuera, quien acudiera a ver a los salvajes es que no se diferencia de ellos. No, amigo, no. Yo cazo bichos de apariencia humana.

―Recuerdo haber visto en París…

―¿En París? Entonces, sí. Debe haber visto en el jardín de no sé qué…

―El Jardín de Aclimatación.

―Eso es, amigo. ¡Un éxito! Estuvo usted allí, claro. Todo el mundo pasó por el dichoso jardín ese. ¿Qué vio?

―No recuerdo el nombre de su… ¿especie?

―Digamos especie. Está bien.

―Aunque a mí me parecieron tan humanos como nosotros, el color de su piel algo rojizo, pero por lo demás…

―Creo adivinar que no le gustó.

―No. La verdad es que no. Había quienes les arrojaban alimentos o cualquier cosa para ver cómo reaccionaban. Reían a todo pulmón con su manera de comportarse. Vi cómo un grupo se desternillaba al ver una mujer enferma temblequeando en su choza.

―Serían los galibis, seguro. Fue un gran éxito. Pero le entiendo. Es usted una persona sensible. Mal asunto, amigo mío, este mundo no es para los sensibles. De todos modos, no se engañe, no son seres humanos. No es que se lo diga yo, lo dice la ciencia, y la razón. ¿Cree usted que un estado como el francés consentiría los asesinatos? Y no crea que es exclusivo de Francia, exhibiciones de este tipo se pueden contemplar en Hamburgo, Londres, Barcelona, Nueva York, Ginebra… ¿Se han vuelto todos locos acaso?

La mirada de Samuel reflejaba el desconcierto que sentía oyendo a Skull, no tanto por lo que decía como por la manera en que lo hacía.

―¿Le sorprende que hable así? –prosiguió Skull–. Aquí donde me ve, tengo mi cultura y mis estudios de antropología. Unos empresarios circenses se pusieron en contacto conmigo precisamente por esto último. La gente estaba harta de ver animales, como le decía, ya no eran novedad alguna. Y así empezó la cosa. Luego me independicé. Nada de intermediarios, directamente con los máximos responsables. En 1881 el profesor Virchow, de Berlín, me encargó la captura de un centenar de primitivos de la Tierra del Fuego. Por supuesto, con el beneplácito de los gobiernos chileno y alemán. Era una misión científica. Primero fueron expuestos en diversas ciudades y, después, sirvieron para la experimentación en laboratorios y hospitales. Hasta el rey Leopoldo II de Bélgica me mandó a una misión para la Exposición Universal de Bruselas de hace cuatro o cinco años. Nada menos que casi trescientos negros del Congo, de todas las edades. Le traje también otros animales. En fin, un negocio como otro cualquiera, aunque duro y arriesgado, se lo aseguro. Qué hago en un antro como este, se preguntará. Reclutar gente para la próxima expedición. A África.

―Bueno, yo he de marcharme.

―Como quiera, amigo, pero antes acabe el vaso ¿no?

Samuel apuró el whisky de un trago e inmediatamente el camarero, desde detrás del mostrador, volvió a llenarlo.

Esta entrada fue publicada originalmente en mi blog Música de Comedia y Cabaret el 15 de julio de 2015.