Esos felices estúpidos

Entre los burócratas, generales, políticos y jefes de Estado se encuentra el más exquisito porcentaje de individuos fundamentalmente estúpidos, cuya capacidad de hacer daño al prójimo ha sido (o es) peligrosamente potenciada por la posición de poder que han ocupado (u ocupan). ¡Ah!, y no nos olvidemos de los prelados. […]

No resulta difícil comprender de qué manera el poder político, económico o burocrático aumenta el potencial nocivo de una persona estúpida. […] Los estúpidos son peligrosos y funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y entender un comportamiento estúpido. Una persona inteligente puede entender la lógica de un malvado. Las acciones de un malvado siguen un modelo de racionalidad: racionalidad perversa, si se quiere, pero al fin y al cabo racionalidad. […]

Se pueden prever las acciones de un malvado, sus sucias maniobras y sus deplorables aspiraciones, y muchas veces se pueden preparar las oportunas defensas.

Con una persona estúpida […] es absolutamente imposible. […] Frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmando. […]

La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está inhibido por aquel sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimiento y sin razón. Estúpidamente.

Carlo. M. Cipolla: Fragmento de “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, en Allegro ma non troppo, 1988.

La ballade des gens qui sont nés quelque part (La balada de los idiotas felices)

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Otro vídeo, otra canción de Georges Brassens: La ballade des gens qui sont nés quelque part (La balada de la gente nacida en cualquier lugar). Conocida también en español como La balada de los idiotas felices, Brassens –autor de música y letra– la grabó por primera vez en su álbum Fernande, de 1972.

Con él despido esta semana de fastos patrios en la que los que vivimos en el País Valenciano hemos tenido que soportar dos veces: el 9 (Día de la Comunidad Valenciana) y el 12 (Fiesta nacional de España). No todos, obviamente, pues las calles se han llenado de fervorosos patriotas. Se ha visto mucha gente con banderas y pancartas en mano que jamás llegarán a tocar las auténticas palancas del poder, alejadas tanto de ellos como de aquellos que dicen representar ‘sus intereses’. El País Valenciano es ejemplo de que, al final, unos y otros persiguen el mismo objetivo: “ofrendar nuevas glorias a España”, o lo que es lo mismo, a quienes de verdad la controlan, la élite financiera. “Todo discurso político tiene que dar por sentado que estamos de acuerdo en la necesidad del crecimiento económico y que el único problema estriba en encontrar el partido político más capacitado para conseguirlo”. Estos, con su “arrogancia insufrible”, “hace mucho tiempo tuvieron la audacia, valiéndose del control parlamentario de la radio y la televisión, de conquistar para ellos esta parte intelectual de la nación. La política fue definida como política de partidos y luego se la repartieron, desigualmente, entre ellos”. Son palabras de E.P. Thompson (Nuestras libertades y nuestras vidas, 1987), de quien no puede decirse que sea un antisistema. Pero es que Thompson fue uno de los grandes historiadores del siglo XX.

A mí –ya lo he dicho otras veces, y escrito– España me la suda, me suda la polla por delante y por detrás, como dijo el gran Pepe Rubianes. Parafraseando a Camus, amo demasiado la gente para ser nacionalista. Abomino de quienes anteponen la nación a sus habitantes, se autoproclamen –o así se les considere– progresistas o conservadores, socialdemócratas o neoliberales, de izquierdas o de derechas. Simples convencionalismos, pero necesarios para reforzar el sistema y ejecutar y cumplir, todos, las órdenes de otros, los que realmente detentan el poder, a los que este tipo de asuntos también se la sudan.

Que políticos y acólitos dejen ya tan manido asunto y con su pan se lo coman, a ver si se les indigesta. Que dejen de marearnos, se vayan a la playa y disfruten un poco, que siempre están con la misma cuestión. ¡Cuánta milonga! ¡Qué manera de perder el tiempo! En este mismo sentido me la sudan también el País Valenciano (o Comunitat Valenciana), Cataluña (o Catalunya), Francia (o France), Rusia (o Россия), China (o 中华人民共和国), Estados Unidos (o United States of America) que Tuvalu. En todas partes existe, como canta Brassens, “la raza de los chauvinistas, de los portadores de estandartes”, a quienes poco a poco “sus ínfulas suben tan alto que cualquiera les debe envidiar”. Son “los felices idiotas nacidos en cualquier lugar”, imbéciles miserables “que no tiene(n) en el mundo nada de lo que pueda(n) enorgullecerse [y] se refugia(n) en este último recurso de vanagloriarse de la nación a la que pertenece(n) por casualidad; en ello se ceba(n), y en su gratitud estúpida está(n) dispuesto(s) incluso a defender a cualquier precio todos los defectos y todas las tonterías propias de su nación” (Arthur Schopenhauer: Eudemonología o el arte de ser feliz, explicado en 50 reglas para la vida, 1951).

Ciertamente, como dice Brassens, la vida sería más bella si no existiesen esos felices idiotas nacidos en cualquier lugar. Que la ideología se desvanezca y sea la razón la que identifique los verdaderos problemas que afectan al día a día de la gente se me antoja una utopía, pues “debido a su inhibición (de políticos e intelectuales, mejor ‘expertos’) de todo ‘utopismo’ y a su represión de la ‘educación de los deseos’”, esta dinámica “reproduce en el interior del capitalismo las razones mismas del capital –la definición utilitarista de ‘necesidad’–, y por ende en el momento mismo que invita a luchar contra su poder, inculca a su vez la obediencia a sus reglas” (E.P. Thompson: Miseria de la teoría, 1978).

Y ya. Basta de hablar de los idiotas estos. No merecen tanto.

Feliz domingo.