“¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, la libertad, el bienestar”.
Son palabras que George Engel –un alemán de 50 años, tipógrafo de profesión y anarquista de convicción– pronunció ante el tribunal de la Corte Suprema del Estado de Illinois cuando se le preguntó si tenía algo que decir antes de que se dictara sentencia. El veredicto se hizo público el 14 de septiembre de 1887 y condenó a muerte por ahorcamiento a Engel y Adolf Fischer (alemán de 30 años, periodista), Albert Parsons (estadounidense de 39 años, periodista), August Vincent Theodore Spies (alemán de 31 años, periodista) y Louis Lingg (alemán de 22 años, carpintero). Los cuatro primeros fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887, hoy hace, pues, 132 años. Lingg se suicidó en su celda antes del ahorcamiento. También se condenó a cadena perpetua al pastor metodista y obrero del textil Samuel Fielden (inglés de 39 años) y a Michael Schwab (alemán de 33 años, tipógrafo), y a quince años de trabajos forzados a Oscar Neebe (estadounidense de 36 años, vendedor). Todos ellos estaban acusados de asesinato al ser considerados cabecillas de una conspiración anarquista cuya acción causó la muerte de ocho policías al arrojar una bomba uno de sus miembros el 4 de mayo de 1886 durante una concentración de protesta cerca de Haymarket Square (Chicago). Claro que según fuentes oficiales. La realidad fue otra, como veremos.
El origen de todo ello hay que enmarcarlo en la lucha por la jornada laboral de ocho horas. Esta se remonta a los primeros momentos del proceso de industrialización. Ya en 1817 Robert Owen fijó la jornada laboral de ocho horas en la colonia que había fundado en New Lanark (Escocia). También en Francia, ya creada la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la conquista de la jornada laboral de ocho horas cobró fuerza y, al tiempo, fue extendiéndose por los países industrializados de Europa.
Emigrantes británicos y centroeuropeos llevaron a Estados Unidos la aspiración a las ocho horas y la experiencia de lucha. La amplitud de la agitación por parte de los trabajadores norteamericanos condujo al Gobierno federal a instituir la misma en 1868. Eso sí, solo para los empleados públicos. Las empresas, sin embargo, podían ampliarla hasta las 18 horas en caso de necesidad (la duración media de la jornada laboral era de entre once y doce horas).
La medida, obviamente, no satisfizo al conjunto de la clase obrera y la reivindicación de que se extendiera a todos los oficios se generalizó. Así, en 1885 la Federación de Gremios y Uniones Organizadas de Estados Unidos y Canadá aprobó una resolución en la que decía que “la duración legal de la jornada de trabajo desde el 1º de mayo de 1886 será de ocho horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales de este país hacer promulgar leyes conformes a esta resolución, a partir de la fecha convenida”.
Las protestas para reivindicar la jornada laboral de ocho horas se sucedieron en las más importantes ciudades industriales de Estados Unidos y para el 1 de mayo se prepararon manifestaciones en los principales núcleos industriales con esta consigna:
¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de ocho horas por día!
¡Ocho horas de trabajo!
¡Ocho horas de reposo!
¡Ocho horas de educación!
El 1 de mayo de 1886, más de 200.000 trabajadores norteamericanos se declararon la huelga. En Chicago –donde las condiciones de vida de los trabajadores eran posiblemente las peores– esta prosiguió los días 2 y 3 de mayo.
Y llegó el día 4 y los sucesos a que nos referíamos al principio. Esa noche del tuvo lugar una concentración de protesta cerca de Haymarket Square en demanda de mejoras laborales y de la jornada de ocho horas, que reunió a cuatro mil personas. La manifestación contaba con el preceptivo permiso del alcalde, pero alguien –nunca se ha sabido quién– lanzó una bomba a la policía cuando intentaba disolver el acto. Mató a un oficial y un agente e hirió a varios más, seis de los cuales fallecerían poco después. La policía abrió fuego sobre la multitud, matando e hiriendo a un gran número de obreros. Según un comunicado de la propia policía de Chicago más de cincuenta “agitadores” resultaron heridos, muchos de ellos mortalmente. Mas, como señala Maurice Dommanget en su clásica obra Historia del Primero de Mayo (primera edición, en francés, 1953), “se trata, evidentemente, una subestimación bien compresible”. El número de víctimas fue mucho mayor: más de doscientos de los concentrados en Haymarket –mujeres y niños incluidos– resultaron heridos o muertos.

Se declaró el estado de sitio y el toque de queda, y en los días siguientes se detuvo a centenares de obreros. De ellos, finalmente se abrió juicio a 31, cifra que luego se redujo a 8, tres de los cuales fueron condenados a prisión y cinco a morir en la horca, como veíamos antes. Desde el primer momento fue evidente que el juicio estuvo plagado de irregularidades, nada se pudo demostrar sobre su participación en los hechos. Pero se trataba de un acto de venganza y de dar un escarmiento a los “enemigos de la sociedad”.

En 1899 tuvo lugar en París el Congreso Fundacional de la II Internacional, en el que se acordó celebrar el 1 de mayo de 1890 una jornada de lucha a favor de la mejora de las condiciones de trabajo y, en concreto, de la reducción del horario laboral a ocho horas. La elección de la fecha se tomó en recuerdo de los sucesos de Chicago y en concreto en memoria de los cinco obreros ajusticiados, que desde entonces se conocerían como los “mártires de Chicago”. Y así fue como el Primero de Mayo pasó a ser en el mundo occidental el Día Internacional de los Trabajadores (menos, curiosamente, en Estados Unidos).