En Whitechapel con el cortador de cabezas

Samuel deambuló por las iluminadas calles cercanas al teatro. Era de noche, una noche rara para Londres, calurosa y estrellada. A medida que avanzaba hacia el este, las calles se estrechaban y perdían resplandor y esplendor. No sabía dónde estaba, pero el silencio, la soledad, el abandono, la oscuridad, le indicaban que había elegido una mala ruta. La miseria no está lejos del bienestar, pensó Samuel, que apenas había caminado una hora. Junto al pestilente canal de Soochow Creek vio dos cadáveres abandonados a las puertas de un edificio. Era la morgue. […]

Se hallaba en pleno East End, en el distrito de Whitechapel […]. Numerosas prostitutas poblaban las calles, unos viejos faroles con cristales tan sucios que apenas dejaban traspasar la ya de por sí tenue luz que desprendían, señalaban la presencia de diversos antros, lóbregos y peligrosos para cualquier extraño.

Entró en uno de ellos. Tuvo que atravesar un oscuro patio al fondo del cual se distinguía una exigua luz en una puerta que daba acceso a una sala de variedades sin nombre alguno. En la fachada solo se leía en una vieja chapa oxidada de latón Music-hall. Era un local sucio, con el suelo de tierra lleno de porquería. El mostrador estaba cargado de botellas y el resto de la sala permanecía casi a oscuras. Toda clase de sujetos, la mayoría andrajosos, tan sucios como el resto del local, viejos casi todos ─o sumamente desgastados por el paso del tiempo─, bebían cerveza en grandes cantidades, y whisky, acompañados algunos de viejas prostitutas, de ajados rostros y grises cabellos adornados con rosas marchitas, con la blusa abierta, que ofrecían sus servicios y los de algunas jóvenes de unos catorce o quince años, de lívidas mejillas, vestidas con mugrientas y raídas sedas y terciopelos, todo ello en medio de un griterío infernal.

Un par de jovencitas se quitaban la ropa al son de conocidas melodías a las que el propio dueño del local ponía letra, pues nadie tenía dinero suficiente para pagarse un letrista.

―¿Le gustan? ¿Quiere pasar un buen rato con alguna de ellas? ¿O prefiere…? ─le preguntó un sujeto con evidentes síntomas de embriaguez.

―Deja al señor en paz ─escuchó que decía alguien.

Un hombre que tendría más o menos la edad de Samuel, al menos de apariencia, de rostro cuarteado, curtido por el sol, sin afeitar, cuya afilada mirada, férrea y agresiva, reflejaba un temperamento duro, recriminaba al pesado beodo. Sus modales respondían a los de un tipo rudo, a la vez que astuto y osado, puede que temerario y cruel. Vestía una amplia y sucia camisa azul y viejos y anchos pantalones negros que sujetaba con un gran cinturón del que pendía un machete. […]

―Ande, tome una copa conmigo, no sabe dónde se ha metido. Aquí, si no va con cuidado, le robarán hasta el alma. […] Permítame que me presente. Me llamó, Skull.

―¿Skull? ─preguntó Samuel extrañado─. No me cuadra con su acento. ¿De dónde es usted?

―Soy argentino, señor mío. Skull es como me conocen todos aquí, así que ese es mi nombre. ¿No sabe qué significa Skull? ─Samuel se encogió de hombros─. Cráneo, amigo, significa cráneo, cabeza.

―Por su sensatez, supongo. Veo que sabe obrar con cautela.

―No señor, no. ¡Sensatez! ─y soltó una enorme risotada─. Con eso no hubiera llegado a ningún sitio. Por las cabezas de los demás. ¿No ha oído hablar de los coleccionistas de cráneos?

Samuel le miró de arriba abajo. Advirtió el machete.

―¿Se dedica a cortar cabezas humanas? ─preguntó atónito.

―¿Humanas? ¡Jamás! ¡Andá a la reconcha de tu madre! ¿Por quién me toma usted? De todos modos, cabezas ya no se cortan apenas, ahora se prefiere el bicho entero. No me confunda con uno de esos desesperados aventureros que están a la que caiga. Soy un hombre de negocios. Verá. Yo era cazador de animales y los vendía a los zoológicos, pero pronto la gente se cansó de ver fieras, ya no era novedad, quería otras cosas. Me dediqué entonces, le hablo de hará unos veinte o veinticinco años, a lo que algunos ignorantes llaman zoos humanos. Tiene narices la cosa. ¿Humanos? Si así fuera, quien acudiera a ver a los salvajes es que no se diferencia de ellos. No, amigo, no. Yo cazo bichos de apariencia humana.

―Recuerdo haber visto en París…

―¿En París? Entonces, sí. Debe haber visto en el jardín de no sé qué…

―El Jardín de Aclimatación.

―Eso es, amigo. ¡Un éxito! Estuvo usted allí, claro. Todo el mundo pasó por el dichoso jardín ese. ¿Qué vio?

―No recuerdo el nombre de su… ¿especie?

―Digamos especie. Está bien.

―Aunque a mí me parecieron tan humanos como nosotros, el color de su piel algo rojizo, pero por lo demás…

―Creo adivinar que no le gustó.

―No. La verdad es que no. Había quienes les arrojaban alimentos o cualquier cosa para ver cómo reaccionaban. Reían a todo pulmón con su manera de comportarse. Vi cómo un grupo se desternillaba al ver una mujer enferma temblequeando en su choza.

―Serían los galibis, seguro. Fue un gran éxito. Pero le entiendo. Es usted una persona sensible. Mal asunto, amigo mío, este mundo no es para los sensibles. De todos modos, no se engañe, no son seres humanos. No es que se lo diga yo, lo dice la ciencia, y la razón. ¿Cree usted que un estado como el francés consentiría los asesinatos? Y no crea que es exclusivo de Francia, exhibiciones de este tipo se pueden contemplar en Hamburgo, Londres, Barcelona, Nueva York, Ginebra… ¿Se han vuelto todos locos acaso?

La mirada de Samuel reflejaba el desconcierto que sentía oyendo a Skull, no tanto por lo que decía como por la manera en que lo hacía.

―¿Le sorprende que hable así? ─prosiguió Skull─. Aquí donde me ve, tengo mi cultura y mis estudios de antropología. Unos empresarios circenses se pusieron en contacto conmigo precisamente por esto último. La gente estaba harta de ver animales, como le decía, ya no eran novedad alguna. Y así empezó la cosa. Luego me independicé. Nada de intermediarios, directamente con los máximos responsables. En 1881 el profesor Virchow, de Berlín, me encargó la captura de un centenar de primitivos de la Tierra del Fuego. Por supuesto, con el beneplácito de los gobiernos chileno y alemán. Era una misión científica. Primero fueron expuestos en diversas ciudades y, después, sirvieron para la experimentación en laboratorios y hospitales. Hasta el rey Leopoldo II de Bélgica me mandó a una misión para la Exposición Universal de Bruselas de hace cuatro o cinco años. Nada menos que casi trescientos negros del Congo, de todas las edades. Le traje también otros animales. En fin, un negocio como otro cualquiera, aunque duro y arriesgado, se lo aseguro. Qué hago en un antro como este, se preguntará. Reclutar gente para la próxima expedición. A África.

―Bueno, yo he de marcharme.

―Como quiera, amigo, pero antes acabe el vaso ¿no?

Samuel apuró el whisky de un trago e inmediatamente el camarero, desde detrás del mostrador, volvió a llenar el vaso. Samuel sacó un billete de cinco libras para que se cobrase y salir de allí.

―¿Qué hace? ¿Se ha vuelto loco? ─exclamó Skull al tiempo que cogía el billete, aún en la mano de Samuel─. Por menos, aquí pueden rebanarle el cuello. Esconda eso ─le metió las cinco libras en el bolsillo y le dio al mozo un par de chelines─. Aún sobra ─añadió─. Vamos, le acompañaré a la calle, pero antes permítame que le enseñe el suntuoso local al que le ha conducido su temeridad.

Skull cogió del brazo a Samuel y lo llevó a una primera estancia situada en el piso de arriba a la que se accedía por una escalera, junto a la entrada del establecimiento. La oscuridad era casi absoluta y le costó llegar a distinguir la gran cantidad de hombres y mujeres que descansaban, dormían o dormitaban en el suelo o apoyados en las mesas y bancos, echados unos sobre otros.

―Es gente que no tiene dónde caerse muerta, vienen aquí, toman una bebida cualquiera y pueden permanecer en esta habitación hasta el cierre el establecimiento. Ya ve, amigo, así es la vida. Ande, vámonos, le noto agobiado.

Una vez fuera, le indicó que fuese en línea recta hasta el final de la calle, siempre por el medio de la calzada, evitando los cruces con los oscuros callejones. Al final de la misma, nada más girar a la derecha, encontraría otro Music-hall de bastante mejor reputación que el acababa de abandonar y le sería fácil coger un coche.

Samuel hizo lo que el estrafalario personaje le aconsejaba. Llegando al extremo de la calle, sin embargo, vio bajo un farol una pequeña que no tendría más de cinco o seis años, sentada en el suelo, con un mendrugo de pan, con el que más jugaba que comía, seco y duro. Le miraba fijamente, con esa falta de pudor que caracteriza las miradas de los niños. No pudo más que detenerse. Aquel rostro demacrado, aquellos enclenques brazos y piernas, el vestido hecho jirones, las manos y cara sucias… Había visto tantos niños así, él era uno de ellos, y su amigo Esclafit, y sus hermanos, y tantos otros… […] Era una niña rubita, de grandes ojos que se hundían en el rostro, pero de mirada inexpresiva. Podría pasar por un ángel con un buen baño y ropa limpia, cambiar su aspecto costaría menos que una botella de champán, pero ¿y su mirada?, ¿cómo podría su mirada convertirse en la de una niña dichosa, feliz?, ¿cómo cambiar su vida? […] Samuel le sonrió, la niña hizo un gesto, una mueca cercana una sonrisa. Echó mano de la cartera, sacó un billete de cinco libras y cuando iba a entregárselo sintió un fuerte golpe en la cabeza. Cayó al suelo, inconsciente.

Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (2014, nueva edición 2019).

2 pensamientos en “En Whitechapel con el cortador de cabezas

  1. Manuel me ha gustado mucho este fragmento de tu novela ,, podría ser un cuento ,te quiero recomendar un cuento de un Escritor Guatemalteco ,Augusto Monterroso ,” Mister Taylor”, el tema de las Cabezas cortadas , adquiere diversos simbolismos según las narraciones , espero no disgustarte con mi opinión , pero me gusto mucho y me llevo a la reflexión del por qué de las cabezas cortadas , ya no te digo más

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    • Conozco «Míster Taylor». Lo descubrí por casualidad, como la mayoría de las cosas de estos ‘cazadores cortadores de cabezas’, al documentarme cuando escribí mi novela «El corto tiempo de las cerezas». Me interesó tanto como me pasmó la cuestión de aquellos zoos humanos que estuvieron en funcionamiento hasta 1958. Así nació el personaje de Skull e introducí el tema en la novela, donde vuelve a aparecer en otro momento.
      Gracias por comentar. Feliz domingo, María Eelena.

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