
Nelo Cerdà ©
Pensé, al poco de dar por concluida la conversación con mi hermano ─lo que no significaba que ya hubiésemos colgado el teléfono─, con un pragmatismo más propio de él que de mí: igual ahora vendemos la casa, lo que quede de ella, el solar ─mi hermano era propietario de las dos terceras partes y se encargaba, en consecuencia, de su mantenimiento y de los gravámenes correspondientes─, y si la vendemos conseguiré más tiempo, un bien preciado ya, para disfrutarlo en otro lugar. Pienso. A veces pienso así, solo a veces. Pienso que tengo muchas cosas que hacer todavía antes de que la vida decida prescindir de mí, o yo de ella si su congénere, la muerte, avisa con suficiente antelación de sus pretensiones, es decir, si hay desahucio, extrema necesidad.
El whisky trajo algo de lucidez a mi mente. ¿Vender la casa? ¿El solar? ¿A quién? ¿Ahora? ¿Para qué? Y llamé yo, a mi hermano. Le pregunté por sus intenciones. Por supuesto que nadie va a querer comprar el solar, tal como están las cosas no vale nada, la crisis… ¿Entonces? Y me explicó que pensaba donar el terreno que ocupaba el inmueble y su amplio huerto/jardín, más de tres fanegadas, al ayuntamiento para levantar un parque que llevaría el nombre de mi abuelo, prócer local que hizo construir la casona nada más conseguir formar parte de la élite municipal gracias al negocio del vino, cuando pocos años antes era un simple agricultor que nada tenía. Para honor y gloria suya, de mi hermano. Eso sí, no debía yo preocuparme, él me daría mi parte ─según estimación de su valor en el mercado─ si mis necesidades eran de índole crematístico. De acuerdo, para ti el honor ─tu honor─ y el prestigio ─tu prestigio─, me conformo con las sobras de tu orgullo. ¿Y yo qué he de hacer? Tú no te preocupes, Pedro lo tendrá todo preparado, me dijo. Pedro era el hijo de quien fuera casero durante mucho tiempo de la casa, que también se llamaba Pedro, y mi hermano le había encargado que continuara su cuidado a la muerte de su padre.
Me obligué, así, a realizar el viaje, como simple testaferro de mi hermano, por la mísera necesidad de subsistir. Me obligué, sí. Mi ánimo no abrigaba el más mínimo interés por ese viaje, por ninguno que no fuera una huida definitiva hacia donde disponga la fatalidad. No sentía siquiera curiosidad por ver la casa medio en ruinas, o en ruina total. Podía haberle dicho a mi hermano que no, que no iba, que me había salido un trabajo de repartidor de pizzas en Nueva Zelanda y debía partir urgentemente. No lo hice, me vendrían muy bien los cuartos con que mi hermano compraba la respetabilidad. […]
Comencé a preparar el viaje. Con detenimiento, todo debía estar calculado hasta el más mínimo detalle, sin imprevistos de ningún tipo, se trataba de ir y regresar cuanto antes. Pero nunca se sabe. Busque en internet información sobre mi pueblo. Los poco más de tres mil habitantes con que contaba en el momento de mi marcha a la universidad, a los dieciocho años, eran ahora nueve mil, y habían construido hacía poco un hotel a las afueras. Me quedaría en él. Reservé, un par de noches. El siguiente paso fue determinar el medio de transporte: podía ir en tren, en autobús o utilizar el coche. Opté por esto último tras comprobar que mi viejo utilitario aún arrancaba ─no recordaba cuánto tiempo hacía que no lo usaba─, más que nada por disponer de libertad para regresar lo antes posible.
Fui tan meticuloso con los preparativos que incluso tuve en cuenta la posibilidad de que no volviera, podía suceder cualquier cosa, perderme para siempre, por ejemplo, y recogí todo cuanto pude de lo que mi memoria había ido dejando esparcido por cualquier lugar, lo que me obligó a una exhaustiva y minuciosa búsqueda que, por otra parte, me sirvió para hacer limpieza, pues no había orden alguno y se podía encontrar recuerdos, pedazos de recuerdos a veces únicamente, debajo del sofá o de la cama, entre las telarañas del llamado cuarto de estar ─lleno de ellas por eso, por ser de estar─, en el bidé o incluso en la nevera, y en el techo sobre todo. Todo lo recogí, por si no volvía, todo lo necesario, pues dejé muchas cosas que sin duda sería fácil encontrar en cualquier sitio, como los pensamientos, los proyectos o las intenciones.
Manuel Cerdà: El viaje (nueva edición, 2019).
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