Hablo de Franco, el nada compasivo, cruel, despiadado y desalmado generalísimo que consiguió con mano férrea transformar España en un país rural que parecía retrotraerse al viejo mundo preindustrial de amos y sirvientes, de señores y vasallos, propiciado por la intensidad de los devastadores efectos de la Guerra Civil y sus dramáticas consecuencias. Con el triunfo de los facciosos y la pérfida dirección del mentado déspota, se estableció un régimen dictatorial entre cuyos rasgos ideológicos cabe destacar un fuerte sentimiento nacionalista que ensalzaba la patria y su unidad, la figura de un ‘caudillo’ que –por encima del bien y del mal– regía los destinos de la nación y el control político, social e ideológico del país para ‘protegerlo’ de los ‘enemigos’ del exterior y el interior. En el sustento del régimen, y a diferencia de otros regímenes totalitarios, desempeñaron un papel primordial el Ejército y la Iglesia católica, aliados con el poder político, la oligarquía económica y el aparato administrativo, asegurando así la supervivencia de un sistema político que nació para frenar el avance del movimiento obrero y consolidar el estado burgués que se plasmaba “en unas instituciones políticas pensadas para asesorar al Caudillo providencial e infalible, y en unos planteamientos culturales e ideológicos que querían recuperar una tradición de tres a cuatro siglos atrás” (Josep Fontana: España bajo el franquismo, 2000).
Tal día como hoy de hace dos años publiqué en este blog un artículo titulado El día que murió Franco en el que contaba cómo viví la esperada noticia de su muerte. Terminaba con estas palabras: “No recuerdo que bebí la noche en que festejábamos la muerte del dictador. Algo barato seguro. Nada de champán como leo hoy en El País que consumieron algunos que rememoran sus vivencias de aquel día. Hoy sí podría celebrarlo con champán. Pero visto lo visto, a dónde hemos llegado y en que situación nos encontramos, lo cierto es que se me van las ganas. No era esto, no”.
Y ahora va y me doy cuenta de que, efectivamente, no era esto, no. Empiezan, pues, a encajarme cómo ese nacionalismo desacerbado del A por ellos, oé ha calado entre tantos españoles a quienes parece ser que ni el paro, ni la corrupción, ni los abusivos contratos laborales remunerados poco más que con una mierda pinchada en un palo, ni los migrantes, ni nada, les afecta tanto como la ‘indivisibilidad de la patria’, que solo es una: España. Y es que, el muy canalla, no estaba muerto. Nunca lo ha estado. Estaba… de parranda. Eso sí, mientras tomaba cañas, contaba con innumerables secuaces que se encargaban de repartir hostias como panes. Contaba y cuenta.