
Interior del Club 21 de Nueva York, a donde se trasladó el Puncheon Club cuando se empezó a construir el Rockefeller Center en 1929.
El Puncheon Club se ubicaba en la zona alta de Nueva York, en el número 42 de la calle 49. Era un pequeño local con falsas escaleras y paredes que ocultaban ingentes cantidades de cajas de botellas, lleno de humo y animado por el sonido de una gramola. Para acceder al mismo había que introducir una varilla, que no todo el mundo tenía, por un estrecho orificio; solo así se abría la puerta. Estaba muy bien preparado para burlar a la policía en la puritana cruzada antialcohólica: una trampilla accionada a distancia permitía esconder el alcohol si se presentaba esta de improviso; los botelleros se plegaban y desaparecían.
Otto y William ocupaban una discreta mesa.
―¿Bebemos esto? ¿No nos intoxicaremos? ─comentaba jocosamente William ante una taza de café que contenía whisky, o por whisky al menos pasaba lo que fuere aquello previamente destilado.
―Yo, normalmente, no bebo de lo que vendo. Esto no hace falta mezclarlo con nada para enmascarar su sabor.
El dueño del speakeasy, como se conocía a los establecimientos que vendían ilegalmente alcohol por aquello de que los clientes, por motivos obvios, debían ser discretos y hablar con calma, en voz baja (speak easy), les sirvió una generosa dosis de una botella de whisky “de las de antes” tapada con una servilleta.
―Esto es otra cosa, Otto.
―Ya lo creo. Este sí es whisky de verdad. Sabe a gloria.
―A saber qué porquerías nos habremos bebido otras veces. Mejor no saberlo. Aunque no es difícil de adivinar. Lo único que ha conseguido esta puñetera ley es que corramos el riesgo de envenenarnos. Ahora no hay reglamentación alguna, las bebidas se fabrican clandestinamente, se bebe cualquier cosa, generalmente mucho más nociva para la salud que las que antes se podían consumir libremente. Y se bebe más que nunca, digan lo que digan. Creo que voy a dedicarme a la fabricación de bebidas alcohólicas. Muchos desaprensivos, que de otro modo no hubiesen conseguido colocar en ningún sitio los brebajes que preparaban, se han hecho ricos en poco tiempo. Si, además, haces buenas bebidas, miel sobre hojuelas. Lo ilegal no tiene por qué ser una mierda, se pueden hacer negocios ilegales sin dejar de ser honesto.
―Curioso razonamiento. Tanto como arriesgado. Podría funcionar; eso sí, siempre y cuando no te pillen.
―Si lo haces bien, si el negocio es eso realmente, negocio, de envergadura, nunca te pillan. Entre otras cosas porque tampoco les interesa. Dicen de nosotros, los alemanes, pero este país, más que hipócrita, vive de la mentira. ¡Tiene narices la cosa! El congresista que impulsó la ley seca, no recuerdo ahora su nombre, ni falta que hace, acaba de ser detenido por tener un negocio clandestino de alcohol.
―Pues no es precisamente un buen augurio.
―Porque no haría bien las cosas. ¿Crees que realmente le habrán detenido por eso? Seguro que hay algo más. Mira esa mesa de ahí. Es el ayudante del fiscal del distrito.
―Igual está aquí en misión oficial, por eso lleva gafas oscuras.
―O tiene conjuntivitis. Fíjate cómo bebe, como ríe y como manosea a la chica que tiene al lado. Igual está para eso, sí, pero se lo pasa en grande. Es presa fácil.
―Anda, deja de desbarrar.
―¿Desbarrar? ¿Yo? Los únicos momentos de verdadera lucidez se dan cuando has bebido unas copas, las justas. Eso sí, una de menos te seguirá inhibiendo y te frustrará, pues siempre creerás que estuviste a punto, de lo que fuera, pero a punto, casi, y es que te faltaba un trago más. Pero si te pasas, si te excedes en la bebida y te embriagas, lo más seguro es que hagas el ridículo.
―¿Y cuántas copas son las justas?
―Depende de cada uno.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2016/11/05/en-el-puncheon-club/