
Seth Brandreth en “La Cage aux Folles” (Swoyersville, Pensilvania, Estados Unidos, 2016).
Helmut le propuso [a Sam] ir una vez más a Eldorado. Era esta una ocasión especial. Debutaba un viejo conocido de Helmut, más bien el padre de una íntima amiga suya a la que hacía tiempo que no veía; llevaba una temporada actuando en un cabaret de Viena y ella le acompañaba.
―Yo creía que en Eldorado solo actuaban travestidos. Aparte de los de la orquesta, quiero decir.
―Así es. ¿Por qué lo preguntas?
―No sé. Me ha sorprendido que un travestido tenga una hija.
―Pues cuando lo veas sobre el escenario aun te sorprenderás más. ¡Ay!, Sam, ¿nadie te ha explicado que los hombres tenemos una cosa que se llama pene, falo, verga o polla y que, entre otras cosas, sirve para procrear?
―Al ser homosexual… A los homosexuales no les gustan las mujeres ─aclaró Sam, algo ruborizado.
―No te apures, hombre. Te cuento su historia. Te gustará; igual te sirve para escribir uno de tus relatos. A Dieter, ese es su nombre verdadero, el artístico es Charlotte von Laster. ¿Sabes qué significa Laster?
―Ni idea. No llevo aquí tanto tiempo, y el alemán se me resiste.
―Vicio en tu idioma. Pues bien, a Dieter le costó mucho aceptar su sexualidad, como a tantos de nosotros. No es fácil ser diferente. Lo sabía desde joven, pero se lo negaba a sí mismo. También eso nos ha pasado a todos. Su familia era muy religiosa, él también lo era, y la mujer con quien se casó, pues llegó a casarse y a tener una hija, como ya sabes. Ella nunca sospechó nada, la esposa. Claro que él tampoco dio motivo alguno mientras estuvieron casados. Su vida sexual era tristemente aburrida, prácticamente inexistente, me contó él. Y si te lo cuento a ti es porque sé que a Dieter no le importa; todo lo contrario, habla de ello sin ambages, para que los demás en su situación, o en otra similar, no pasen por lo mismo o puedan sobrellevarlo mejor. La religión les sirvió para enmascarar la mutua insatisfacción hasta la muerte de su mujer, de cáncer de mama, cuando la niña tenía once años. Sus abuelos maternos querían que la niña se fuera con ellos, a Potsdam, donde residían; los padres de Dieter ya habían fallecido, los dos. ¿Cómo iba a ocuparse un hombre solo de una jovencita en plena pubertad? Dieter ni siquiera quiso considerar la posibilidad. Nada ni nadie le separaría de su hija. Trabajaba de contable en KaDeWe, unos grandes almacenes, se ganaba bien la vida, hizo mil y una artimañas para acomodar su horario a las necesidades de su hija. Se desvivía por ella, pero el tiempo iba pasando y, a pesar de su empecinamiento en no reconocer lo que era evidente, regresaba el deseo por los hombres. Trató de “curarse”, estuvo incluso a punto de trasplantarse un testículo de un heterosexual. Un médico vienés, un tal Steinach, aseguraba que con ello desaparecía la atracción por las personas del mismo sexo. Afortunadamente, un sensato psiquiatra, un médico del Instituto para la Ciencia Sexual, le convenció de que no debía avergonzarse de su “vicio”, que no debía vivirlo como si fuera una desgracia, no era ningún criminal ni necesitaba más tratamiento psíquico que el que requiriera la neurosis que tal situación le ocasionaba. Nunca nadie le había dicho algo así; primero se sintió reconfortado, poco después empezó a aminorar el sentimiento de culpa que tanto tiempo le había acompañado. Pronto perdió la fe. Quedaba, sin embargo, un escollo que no sabía cómo salvar: decírselo a su hija. Ya no era una adolescente, estaba a punto de cumplir diecisiete años. Sin embargo, Martha, que así se llama y está haciendo el doctorado en historia del arte, reaccionó con sensatez. Claro que le chocó la confesión de su padre, y no poco. La desconcertó, no le fue fácil aceptar aquello, pero era, es, una chica de ideas políticas avanzadas, independiente y libre, comprometida con la vida. Así que no solo se mostró comprensiva, sino que se convirtió en su mejor apoyo. Eso dio confianza y seguridad a Dieter, descubriendo que dentro de sí llevaba una loca y provocadora artista. Cambió drásticamente. Tanto que desde hace un par de años es, en el escenario, por supuesto, Charlotte von Laster.
Llegaron con la actuación recién empezada. Se sentaron con el grupo de amigos de Helmut que Sam ya conocía, exceptuando a otro glamuroso travestido de mediana edad y a una mujer joven que dedujo lógicamente que se trataba de la hija de Dieter, una chica de cabello trigueño tirando a rubio, peinado en media melena ligeramente ondulada hasta los hombros, de ojos grandes y soñadores, claros, verdosos, labios carnosos y sensuales, y piel blanca, como correspondía a las mujeres arias.
Sobre la pista, un travestido que a Sam le pareció que debía aproximarse a la cincuentena ─el abultado maquillaje no conseguía disimular las arrugas de su rostro─, se movía torpemente, adrede, haciendo bromas sobre su ya desmejorado y cada vez más voluminoso físico y entonando con voz grave sicalípticas canciones en medio del general jolgorio. Vestía un ajustado vestido negro de pedrería, con detalles en rojo y dorado, que se abría en vuelo de las rodillas para abajo y tenía una gran raja en su parte derecha que dejaba al descubierto la pierna, blanca y gruesa, perfectamente depilada. El corpiño comprimía tanto sus carnes que hacía que por su gran escote tipo bañera asomaran unas enormes mollas como si fueran dos grandes tetas. Unos largos guantes de encaje, desde la mitad de la mano hasta más arriba del codo, y un sombrero negro estilo pamela, profusamente adornado con marabú rojo, que cubría una peluca rubio platino, completaban su indumentaria. Jugaba con soltura con un abanico, también de encaje negro, y una larga boquilla que sostenía un cigarrillo. A mí que me quieran por lo que soy, sino no me interesa, decía uno de los versos de la canción de Holländer Guck Doch Nicht Immer Nach Dem Tangogeiger Hin, que interpretaba en su peculiar estilo.
Sam, aunque agradablemente sorprendido y divertido con la actuación de Charlotte von Laster, no prestaba demasiada atención al espectáculo. La mayor parte del show lo pasó con la cabeza vuelta hacia su derecha, que es donde Martha se hallaba sentada. A Helmut no le pasó desapercibido su embelesamiento.
―¿Es guapa, verdad?
―¿Qué?
―Te gusta Martha. No le quitas ojo. ¿Me equivoco?
―La verdad, sí ─confesó Sam, cuya amistad con Helmut se había estrechado─. Pero cállate, pueden oírte.
Helmut, con una condescendiente sonrisa de oreja a oreja, observaba de vez en cuando a su amigo, que continuaba más atento a Martha que al show de su padre. Tan abstraído estaba contemplándola que más de una vez sus miradas se cruzaron. Martha le sonrió. ¡Qué mirada! ¡Qué sonrisa! No recordaba Sam un rostro como aquel, tan luminoso, que mirara de manera tan trasparente, que sonriera de forma tan cálida y natural. Algo en su expresión, tal vez la dulzura de sus facciones, puede que la candorosa serenidad de su semblante, le daba un aire melancólico que seducía y enternecía a Sam.
Terminó la actuación. Sam felicitó a Martha y pudo intercambiar unas primeras frases con ella. Su voz no podía ser de otra forma: sedosa y suave. Al poco llegó Dieter, todavía sudoroso, solo se había quitado el maquillaje y los abalorios, y la peluca, dejando al descubierto una pronunciada calva. Seguía vistiendo el largo traje de pedrería, si bien se había aflojado el corpiño, y aumentado por tanto su ya de por sí considerable volumen. Resultaba así el travestido más estrambótico de cuantos Sam había podido observar en los días que había salido con Helmut en la noche berlinesa. Se lo presentaron y Sam elogió su número. Lo hizo sinceramente, aunque apenas le había prestado atención, pues en él no veía al orondo travestido, intencionadamente patoso y desvergonzado, que minutos antes había satisfecho con creces a la concurrencia, sino únicamente al padre de Martha. Dieter se sentó junto a su hija. La orquesta volvía a tocar y la pista se llenaba de nuevo de parejas. Para parte del público simplemente seguía el espectáculo: ¿Es una mujer? Sí. No, que va, fíjate en su nuez. Mira aquel… o aquella, no sabría decirte. Aquel otro, desde luego no puede disimularlo, ¡qué brazos!, de cargador de muelles.
(…)
Llegó más gente a felicitar a Dieter, amigos, conocidos, curiosos que querían verle de cerca. Dieter marchó con un grupo a la barra.
―Aprovecha ahora, siéntate al lado de Martha. Habla inglés, no muy bien pero lo habla, como has visto.
―Así. ¿Sin más?
―¿Qué más necesitas? A ella también le gustas. Te lo digo yo, que la conozco y os observado.
―No sé.
―Creí que eras más decidido. ¡Ay los sentimientos!, que traicioneros son, ¿eh?
Helmut sacó entonces a bailar al travestido que se sentaba con ellos y que Sam era la primera vez que veía.
―Y vosotros podrías hacer lo mismo ─dijo mirando a Martha y a Sam─. Venga Sam, saca a bailar a la dama. Si te tiene encandilado. ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué los hombretones apuestos, como tú, no se abrirán más a experimentar el noble arte de la sensualidad? Si supierais lo que os perdéis…
Menos Sam, que sonrojado no sabía qué hacer ni qué cara poner, los demás rieron la ocurrencia de Helmut. También Martha. Pero no como los otros. Imposible que hiciera nada “como los otros”. Martha se levantó y Sam la siguió a la pista de baile como accionado por un resorte.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016, edición en papel).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2016/09/22/cuando-sam-conocio-a-martha-y-a-dieter-su-padre/