Abatido por el peso de los pensamientos que, como siempre, se presentan sin avisar, de los recuerdos que anclan mi identidad a un espacio y tiempo determinados, a una historia que no es la mía, dejo de ser consciente y me duermo. No sé a qué hora, nunca miro el reloj, es un detalle del que siempre prescindo. Si no miro la hora no hay tiempo, no puedo medirlo.
Despierto cuando el sol ya debe estar harto de contemplar cómo todo, lo pertrechado durante la noche o lo improvisado en el momento, se va desmoronando bajo su luz. Me ducho, desayuno, me visto y me dirijo a donde siempre: a ningún sitio.
Por el camino encuentro miríada de personas que van al mismo lugar. Como el corcho sobre el agua deambulan, dejándose llevar. Flotan, las aguas están calmadas. Nada hace predecir la catástrofe. De repente, una inesperada crecida. Nadie sabe qué hacer. Es imposible seguir deambulando. Todo el mundo trata de agarrarse a cualquier saliente, pero no hay bastantes. Mas cuando la gran mayoría elige los del mismo tipo. La deriva se convierte en el único e insalvable motor, un motor asíncrono que se alimenta de la inercia y la pasividad, que jamás había dejado de funcionar pero que ahora tiene mayor energía que nunca. El caos es absoluto y las grietas del ánimo, que permanecían poco profundas, se abren cada vez más y afloran a la superficie, presagiando un hundimiento irremediable.
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2015/08/27/los-corchos-tambien-se-hunden/