Me enamoré por primera vez a los trece años. Ella, Rosaura, tenía doce años. Nunca había oído ese nombre, que entonces me pareció muy bonito, sobre todo cuando me dijo que significaba rosa de oro. Rosaura. Lo repetía varias veces seguidas antes de dormirme. Primero rezaba, aunque con poca convicción. Pronto dejaría de hacerlo, la ansiedad que me causaba tener que repetir todos los días lo mismo pudo con el peso de aquel inútil ritual que desviaba mi atención obligándome a estar pendiente de lo que decía. Mis pensamientos marchaban por otros derroteros y aquellos malditos rezos hacían que me sintiera culpable al estar pensando en otra cosa al mismo tiempo. Una y otra vez debía empezar de nuevo, cada vez con menor convencimiento, con mayor desgana. Podía repetir cien veces el Jesusito de mi vida, el padrenuestro y las tres avemarías de rigor, pero por mucho que me obligara no conseguía la concentración debida, como me habían enseñado mi madre, mi abuela y el cura pederasta del que todos los niños intentábamos alejarnos antes de que se sentara a nuestro lado para meter su mano por la pequeña pernera de nuestros cortos pantalones en las clases de religión que impartía en una aquella desastrosa academia que un profesor venido a menos había abierto en nuestro pueblo y que por entonces era símbolo de distinción por ser el único colegio privado que allí había.
Rosaura era mi religión. Fue mirando su fotografía, contemplando su delicado rostro, que comenzó mi aversión por los rezos. Me impedían centrarme en mi devoción por ella. Observaba la foto una y otra vez, advirtiendo en cada ocasión nuevos motivos de fascinación hacia Rosaura. Luego la dejaba debajo de la almohada y cerraba los ojos, lo que no me impedía seguir viéndola.
Manuel Cerdà: El viaje (2014).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2015/08/29/mi-primer-amor/