
“Autorretrato con un perro negro” (1841), óleo de Gustave Courbet.
Alemon Tilí, el héroe de aucas* lo había bautizado la prensa local, (…) iba cantando de memoria lo representado en cada recuadro, histriónicamente, enfatizando los pasajes más morbosos o todo aquello susceptible de captar la atención de los espectadores. (…) En un pequeño pilón dejó atado al perro que siempre le acompañaba mientras duraba el espectáculo. Sin él no era nada desde que perdiera la vista casi por completo hacía años.
Sin que se diera cuenta Alemon ni ninguno de los presentes ─y si alguien se apercibió hizo como que no vio nada─ unos jovenzuelos se llevaron al perro y colocaron en su lugar, atado con la misma cuerda, otro que habían encontrado muerto. Al tirar Tilí de él y ver que no se movía, comenzó a dar gritos de exasperación y apenado se acercó al animal, que estaba tieso, frío. ¿Cómo es posible?, se preguntaba. Acarició su pelaje y enseguida se dio cuenta del cambiazo. ¿Dónde está mi perro? ¿Qué habéis hecho con él malditos rufianes?, exclamaba con ira. Los asistentes a la función de Tilí ya habían marchado, los pocos que quedaban ─entre ellos los responsables de la tropelía─ reían. Devolvedme a mi perro, ¿qué voy a hacer sin él?, suplicaba gimoteando.
Al cabo de un rato, cuando las burlas ya no hacían efecto alguno, aquellos bribones decidieron devolverle el perro. Lo habían atado en el otro extremo de la plaza y sujetado la boca con un trozo de tela para que no pudiese ladrar y ser oído por Alemon. Desataron al animal y lo llevaron ante él. El perro no paraba de aullar. ¿Qué le habéis hecho, sinvergüenzas?, exclamó el pobre ciego. Nada, hombre, no le hemos hecho nada, aquí lo tienes. El joven que pronunciaba estas palabras sin dejar de hacer guasa trató quitarle la mordaza para que escuchase los ladridos. Sujetaba al perro fuertemente por la cabeza pero, enrabietado como estaba, se zafó y le mordió el antebrazo con saña, apretando fuertemente los colmillos. Sangraba abundantemente, de la boca del perro colgaba un pedazo de carne sanguinolenta. Maldiciendo a todos y a todo, haciendo uso de un completo repertorio de improperios, asió una barra de hierro del suelo y le propinó un tremendo golpe en la cabeza. El perro quedó tendido en el suelo, muerto. Alarmados por la nefasta conclusión de la pesada broma y el desgarrado brazo de su compañero, los jóvenes salieron corriendo al tiempo que se acercaban los curiosos alertados por el escándalo y las lamentaciones de Tilí, a quien no había manera de consolar.
Cuando cerraba la imprenta, Esclafit y Samuel solían ir a tomar unos vasos de vino ─siempre que les alcanzara el dinero─ a la taberna de El Chato, un sencillo y reducido local que, como el resto de los que frecuentaban los obreros, solo ofrecía vino, aguardiente, cacahuetes y altramuces. (…)
Los dos amigos venían ese día del trinquete. Era domingo, habían estado jugando contra dos de Algessares y ganado la partida, pues a pesar de faltarle las primeras y segundas falanges de todos los dedos de la mano izquierda, menos el pulgar, Esclafit tenía tanto acierto golpeando y colocando la pelota como precisión con la honda. Los de Algessares pagaban dos litros de vino, uno por persona, esa era la apuesta. Esclafit tomó un solo vaso y marchó, no paraba de estornudar y tenía fiebre. Continuaron bebiendo los tres, acompañando el vino de unos cacahuetes, los altramuces se habían acabado. (…)
En otra mesa, un par de metros más allá, otros tres jóvenes, ataviados dos con blusa negra y con blusa azul el tercero, llevaban un buen rato bebiendo. Estaban en esos momentos en que la ebriedad desinhibe y saca al exterior lo previamente concebido en el ánimo, daban voces y se interrumpían constantemente. Aunque no se entendía bien lo que decían, era evidente que hablaban de lo ocurrido a Tilí, se mofaban de sus gestos cuando desesperado buscaba a su perro. Uno de ellos se quejaba de que por culpa del mordisco un tal Lloret ─o puede que dijera Llorens─ igual perdía el trabajo, tenía el antebrazo destrozado y tardaría en recuperarse. ¡Maldito perro!, dijo uno de ellos.
Samuel se levantó de pronto del taburete, se acercó al deslenguado joven, lo agarró del pelo con una mano al tiempo que con la otra sujetaba fuertemente la muñeca de su brazo derecho doblándolo sobre la espalda y sin decir palabra lo echó a la calle, a empujones. Luego se volvió y dijo a los atónitos compañeros de aquel: Los perros valen mil veces más que vosotros. Uno de ellos se levantó dispuesto a enfrentarse con él, pero la resuelta actitud de Samuel, la bizarría y decisión mostradas, la manera en que se quedó mirándole fijamente a los ojos ─parecía penetrar hasta lo más recóndito de sus entrañas─, su serena imperturbabilidad, le intimidó. Sacó una navaja y permaneció unos instantes de pie, frente a Samuel, tratando de aguantar su aguzada mirada. Se le veía indeciso. Su amigo se levantó también ─le costó, demasiado vino─ y le dijo algo así como que marcharan de allí, que no valía la pena buscarse la ruina por un perdonavidas como aquel. Salieron del local no sin lanzar a Samuel rencorosas miradas y algún que otro insulto. Samuel seguía impasible, sin moverse un ápice del centro de la taberna. Luego se dirigió a El Chato.
―Esta la pago yo. Vosotros ─a los pelotaris de Algessares─ ya lo haréis otro día. Y, si no, da igual.
Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (2015).
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*Auca es como se denomina en catalán la palabra castellana aleluya: “Cada una de las estampas que, formando serie, contiene un pliego de papel, con la explicación del asunto, generalmente en versos pareados” (RAE).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2016/04/10/a-veces-los-perros-valen-mas-que-los-hombres/