El hombre que estornudaba mierda (o siempre hay un roto para un descosido)

Juan José Morales Rojo, 40 años recién cumplidos, funcionario del ayuntamiento desde los 26, administrativo. Llevaba una vida tranquila, sosegada, una vida como tantas otras, anodina pues. Huérfano desde antes de cumplir un año, se crió con su abuela, que se desvivía por él. Juan José hizo luego lo mismo con ella, la cuidó hasta el último momento. Hasta que falleció pocos meses antes de cumplir los cien años. No tenía aficiones aparte de leer y ver la televisión, y solo una vez había conocido carnalmente a una mujer, un día que acudió a un prostíbulo.

Durante los correspondientes días de permiso por el luctuoso suceso, su tranquila, sosegada e insustancial vida comenzó a parecerle aburrida, muy aburrida, cansina, cada día más. La astenia y el hastío dominaban su ánimo. Decidió cambiar. Se compró ropa más a la moda y en una famosa peluquería le hicieron un corte de pelo acorde con su nuevo look.

Llegó el momento de incorporarse de nuevo al trabajo. Como siempre, cogió el autobús. Iba lleno. Él, de pie, con la mano agarrada al asidero de la barra. De repente le entraron unas enormes ganas de estornudar, tremendas. No le dio tiempo ni a sacar un pañuelo y de su nariz salió mierda, llegando a salpicar a un niño de menos de un año que estaba a su lado, en un carrito. La reacción de los pasajeros se la pueden imaginar. Guarro, cochino, puerco, asqueroso, cerdo…, fueron los improperios más suaves que salieron de sus bocas. Nuestro hombre, petrificado, no alcanzaba a reaccionar. Los insultos subían de tono mientras él intentaba explicar lo que no comprendía. ¿Yo? ¡Yo no he sido! Yo… Bueno, pero No sé, no entiendo nada… El conductor paró el autobús. Lo echaron sin contemplaciones al tiempo que los insultos subían de tono.

El ayuntamiento no quedaba lejos. Se fue caminando. Caminando y cavilando. Azarado, turbado, temeroso de que aquello volviera a repetirse. ¿Él? ¿Él sacaba mierda por la nariz al estornudar? Eso carecía de sentido alguno. No, no podía ser. ¡A saber qué demonios habría pasado en el autobús!

Cuando llegó, sus compañeros le expresaron sus condolencias y se extrañaron de su nuevo look, que dijeron que le favorecía, aunque no era lo que de verdad pensaban. A sus espaldas se descojonaron por el cambio. Se sentó en su mesa, encendió el ordenador mientras revisaba papeles y correspondencia y reemprendió sus habituales tareas, interrumpidas por el deceso de su abuela. No había olvidado el episodio del autobús. Seguía sin poder explicarse qué había pasado. Un percance que vete a saber que lo desencadenaría, concluyó. Su cabeza retenía el recuerdo, y lo dejó en eso, en un recuerdo, algo sumamente desagradable que no tenía por qué suceder otra vez.

Autoconvencido de que el episodio había sido una de esas malas jugadas de la vida, un hecho puntual, volvió a estornudar. Y volvió a estornudar mierda. La única diferencia es que esta vez sí tuvo tiempo de sacar un pañuelo. Fue al cuarto de baño, lo miró, estaba manchado de mierda. Se hurgó la nariz, no salía nada.

Su inicial preocupación se convirtió en angustia. Desconcertado, asustado, ahora era consciente de que alguna cosa rara, puede que grave, le pasaba. ¿Cómo remediarlo? ¿Qué clase de médico trataría un síntoma así? ¿A quién acudir? Muchas preguntas, para las que carecía de respuesta, obnubilaban su mente. En eso, estornudó otra vez. El mismo resultado. Se dio entonces cuenta de que solo le quedaba un pañuelo y fue a la farmacia a por más, y también a por un antihistamínico que le quitase las ganas de estornudar.

La farmacéutica –a quien conocía por ser cliente habitual– quiso saber más detalles a fin de darle uno u otro medicamento. Respondía con vaguedades cuando le sobrevino un tremendo estornudo, más gigantesco que la primera vez, tanto que la bata blanca de la farmacéutica se manchó de mierda.

Perdón, no sé, ya antes… Deme alguna cosa… Mañana iré al médico… No sé cómo se podrá solucionar esto, si es que tiene solución… La farmacéutica intentó aliviarle quitando hierro al asunto. Tranquilícese, no es tan grave como cree. La gente no lo sabe. pero es más común delo que imagina. Nuestro hombre se calmó y le contó todo. Era hora de cerrar. Ella dijo que le sabía mal dejarlo en aquel estado de zozobra. Él sugirió timorato tomar algo, le estaría muy agradecido, serían de gran ayuda los consejos que pudiera darle. La farmacéutica no puso pega alguna. Fueron a una cafetería próxima, se sentaron en una mesa, pidieron una cerveza cada uno y entablaron animada conversación.

En un momento de la misma, cuando habían empezado a aflorar algunas intimidades, ella le confesó su secreto mejor guardado: era coprófila. Salieron de la cafetería con la complicidad que antes no tenían y quedaron para seguir charlando al día siguiente. Su relación fue estrechándose hasta que al cabo de un par de semanas se hicieron novios y luego se casaron, no sin que antes ella almacenara y pidiera más dosis de aquellos medicamentos que tenía en la farmacia para poder estornudar. Y fueron felices y comieron perdices. Sí, perdices, aunque casi siempre con una salsa al chocolate que les salía excelente. Sus invitados alababan el plato y preguntaban cómo se hacía aquella salsa tan suculenta. Pero nunca, a nadie, revelaron el secreto de la receta.

Una primera versión de este relato fue publicada en este blog el 29 de enero de 2018.

El forastero misterioso

Con doce años leí Las aventuras de Huckleberry Finn. La obra de Mark Twain me cautivó hasta tal punto que mi imaginación –que no debía ser poca, siempre me decían que estaba en las nubes– nada pudo transformar ni añadir. Prácticamente devoré las casi cuatrocientas páginas que comprendían la historia de Huck, un muchacho poco mayor que yo, secuestrado por su propio padre –un borracho al que todos daban por muerto– porque quería los seis mil dólares que en su día se encontró en una cueva con su amigo Tom Sawyer. Este consiguió huir de donde aquel lo tenía encerrado, pero en vez de regresar a la cómoda casa donde lo habían acogido decidió marcharse del pueblo, ya que no quería ser “civilizado”, no le gustaban las buenas costumbres que trataban de inculcarle ni ir a la escuela, y escapó con Jim, un negro esclavo de la casa, río Misisipi abajo en un accidentando y largo viaje lleno de toda clase de aventuras.

Aunque la obra termina “bien”, el principio de rebeldía que destilaba, la reflexión que hacía sobre la arbitrariedad de las convenciones sociales, el contagioso anhelo de libertad de sus protagonistas, la visión crítica del racismo que traslucían las situaciones en que se veía envuelto Jim, la importancia que Twain daba a la amistad, fueron aspectos que me calaron muy hondo.

La intuición de que el mundo era más amplio de lo que hasta entonces había pensado y más desigual de lo que hasta el momento había observado, y que ello se debía a la ignorancia, al miedo a lo desconocido, al comportamiento egoísta y mezquino del común de la gente, comenzó a transformarse en evidencia cuando, poco después, leí otra obra de Twain con el mismo o mayor ahínco. Se titulaba El forastero misterioso y su trama se ubicaba en una aldea austriaca en el siglo XVI, aunque bien hubiera podido suceder en cualquier otro lugar y cualquier otra época. En esta ocasión, el protagonista era también un muchacho, Theodor Fischer. Él, y sus dos amigos inseparables, eran los únicos que sabían que el forastero llegado a la aldea que tanta ascendencia tenía sobre sus vecinos era en realidad un ángel llamado Satanás, sobrino del mismo diablo, que decidió quedarse en el cielo pero conservaba las simpatías por su tío.

La crítica hacia el comportamiento humano, que Twain mostraba a través de la figura de Satanás, era inmisericorde. Los habitantes de la aldea, que vivían en un permanente estado de opresión, miedo y superchería, resultaban fácilmente manipulables en aquel ambiente. Para Satán, al menos, era pan comido, con sus hechizos y su magia. Conozco a tu raza –decía Satanás–. Está hecha de borregos. Está gobernada por minorías.

La hipocresía que regía las vidas de los aldeanos, su creencia en una fuerza superior que dirigía sus destinos, la imposibilidad de cambiar las cosas dada su condición de seres inferiores, la intolerancia y rigidez que guiaban sus actos en nombre de una moral que permitía la persecución y ejecución en la hoguera de quienes contradecían la validez de hábitos y costumbres ancestrales, era asuntos que Twain exponía en su novela sin concesiones de ningún tipo. No todos podía digerirlos a esa edad, pero algo en mi interior me decía que el mundo no era todo lo bueno que había imaginado. ¿Quiénes son de verdad los buenos? ¿Son buenos todos los que dicen serlo? ¿Son buenos los que mandan? ¿Son buenas sus normas? ¿Eran buenos los que esclavizaban a los negros, los que quemaban en la hoguera a las mujeres que consideraban brujas? ¿Eran buenos mis amigos, que despreciaban a los menesterosos y se burlaban del aspecto? ¿Lo eran los padres, que compartían ese desprecio y trataban al servicio con absoluta desconsideración? ¿Y los maestros del colegio, donde jamás había visto un chico que no fuera impoluto y bien vestido? Ellos, los maestros, se suponía que lo sabían todo. Luego, si lo sabían todo ¿por qué no lo decían? ¿O acaso no era así?

Cuando, ya adulto, releí El forastero misterioso subrayé: Satán solía decir que nuestra raza vivía una vida de autoengaño continuo e ininterrumpido. Se estafaba a sí misma desde la cuna hasta la tumba con imposturas e ilusiones que tomaba por realidades, y esto convertía su vida entera en una impostura. De la veintena de buenas cualidades que imaginaba tener y de las que se envanecía, en realidad no poseía prácticamente ninguna. Se consideraba a sí misma como oro, y era solamente latón.

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Publicado anteriormente en Música de Comedia y Cabaret el 27 de mayo de 2015.

La niña que quería matar a Dios

Natalia tenía siete años cuando escribió aquella carta a los Reyes Magos pidiéndoles que le trajeran una muñeca, una cocina y un juego de lápices de colores. No era mucho, pues su mayor deseo figuraba al final de la misiva: “que se ponga buena mi abuelita”. Los Reyes fueron generosos con ella e incluso la obsequiaron con algún juguete más que no figuraba en la lista. Pero diez días después su abuela murió. Su madre le explicó que, por encima de todos, incluso de los Reyes Magos, estaba Dios, y que ese era su designio.

Al año siguiente, tomó la primera comunión. Por aquel entonces a Natalia le preocupaba el estado de su salud de su amiguita Paula. Había sufrido un accidente. Tenía su misma edad, eran vecinas, y el autobús escolar que la llevaba al colegio se salió de la carretera. Paula fue la peor parada. Los médicos dijeron que podía quedarse tetrapléjica. Natalia rezó con todas sus fuerzas para que se curara pronto y pudiera acompañarla en aquel ritual tan importante para ella. Asistió, pero sentada en silla de ruedas y con problemas en el habla. Natalia ni siquiera podía entender lo que decía.

Tres años después llegó el momento de la confirmación. Esta vez rogó al Altísimo por ella misma. Quería aprobar matemáticas e inglés, asignaturas que llevaba muy mal. Suspendió ambas.

Quiero ser monja, dijo a sus padres al cabo de un par de meses. La sorpresa de sus progenitores fue mayúscula. Eran católicos, iban a misa, pero más por convención que por convicción. ¿Por qué quieres ser monja?, ¿sabes lo que eso significa?, le preguntaron sin salir del asombro que les habían causado sus palabras. Claro –respondió Natalia–, casarse con Dios. ¿Casarse con Dios?, tú no sabes lo que estás diciendo, exclamó su madre. Sí, sí lo sé. Natalia lo tenía claro. ¿Y por qué quieres casarte con Dios?, inquirieron sus padres, convencidos de todo aquello era pura niñería. Para estar con él y poder matarlo, respondió Natalia.

Publicado anteriormente en este blog el 27 de enero de 2018.