León Tolstói escribiendo en el estudio de su finca en Yásnaia Poliana (1908). / Alamy.
Creo que procede escribir, primero, solo solo cuando la idea que uno quiere expresar es tan obsesiva que no nos deja en paz hasta que no la expresamos, como uno sepa hacerlo. Todos los demás móviles del oficio: por razones de vanidad y, principalmente, las detestables razones monetarias, aunque se unan a los esencial –a la necesidad de expresión– solo pueden entorpecer la franqueza y la dignidad del escrito. Esto hay que temerle mucho. Segundo, cosa frecuente y en la que, a mi juicio, suelen caer los actuales escritores modernos (todo el decadentismo se sustenta en eso), es el afán de originalidad, de ser especiales, de sorprender y asombrar al lector. Esto es aún más perjudicial que las consideraciones accesorias a que me referí en lo primero. Esto excluye la sencillez. Y la sencillez es condición indispensable de lo bello. Lo sencillo y natural puede no ser bueno, pero lo abstruso y artificioso no puede serlo. Tercero: la premura del escrito. Siempre nociva, que denota, además, la falta de esa auténtica necesidad que nos mueve a expresar nuestras ideas. Pues, cuando ella está presente, el escritor no escatima trabajo alguno ni tiempo para lograr definir su pensamiento con plenitud y claridad. Cuarto: el deseo de responder a los gustos y exigencias de la mayoría del público lector en el momento dado. Factor en extremo pernicioso y que de antemano destruye toda la importancia de lo que se escribe. Pues la trascendencia de cualquier obra literaria radica no ya en que sea aleccionadora como mensaje propiamente hablando, sino en que revele a los hombres algo nuevo –desconocido para uno– y, en su mayor parte, contrario a lo que el gran público tiene por evidente. Mientras el mencionado deseo requiere como condición indispensable todo menos eso.
León Tolstói en una carta dirigida al escritor L.N. Andreiev. Escrita en Yásnaia Poliana (finca propiedad de Tolstói; donde nació, vivió y fue enterrado). Fechada el 2 de diciembre de 1908. Extraída del libro León Tolstói. Cartas (1984). Traducción de Pedro Mateo Marino.