León Tolstói y el oficio de escribir

Creo que procede escribir, primero, solo solo cuando la idea que uno quiere expresar es tan obsesiva que no nos deja en paz hasta que no la expresamos, como uno sepa hacerlo. Todos los demás móviles del oficio: por razones de vanidad y, principalmente, las detestables razones monetarias, aunque se unan a los esencial –a la necesidad de expresión– solo pueden entorpecer la franqueza y la dignidad del escrito. Esto hay que temerle mucho. Segundo, cosa frecuente y en la que, a mi juicio, suelen caer los actuales escritores modernos (todo el decadentismo se sustenta en eso), es el afán de originalidad, de ser especiales, de sorprender y asombrar al lector. Esto es aún más perjudicial que las consideraciones accesorias a que me referí en lo primero. Esto excluye la sencillez. Y la sencillez es condición indispensable de lo bello. Lo sencillo y natural puede no ser bueno, pero lo abstruso y artificioso no puede serlo. Tercero: la premura del escrito. Siempre nociva, que denota, además, la falta de esa auténtica necesidad que nos mueve a expresar nuestras ideas. Pues, cuando ella está presente, el escritor no escatima trabajo alguno ni tiempo para lograr definir su pensamiento con plenitud y claridad. Cuarto: el deseo de responder a los gustos y exigencias de la mayoría del público lector en el momento dado. Factor en extremo pernicioso y que de antemano destruye toda la importancia de lo que se escribe. Pues la trascendencia de cualquier obra literaria radica no ya en que sea aleccionadora como mensaje propiamente hablando, sino en que revele a los hombres algo nuevo –desconocido para uno– y, en su mayor parte, contrario a lo que el gran público tiene por evidente. Mientras el mencionado deseo requiere como condición indispensable todo menos eso.

León Tolstói en una carta dirigida al escritor L.N. Andreiev. Escrita en Yásnaia Poliana (finca propiedad de Tolstói; donde nació, vivió y fue enterrado). Fechada el 2 de diciembre de 1908. Extraída del libro León Tolstói. Cartas (1984). Traducción de Pedro Mateo Marino.

El niño que se apiadó de un erizo

Te apiadas de un erizo fuera, en el frío, y lo colocas en una vieja caja de sombrero con algunos gusanos. Después colocas dicha caja, con el erizo dentro, en una conejera en desuso y dejas la puerta abierta para que el pobre animal entre y salga cuando quiera. Para que vaya a buscar alimento y, tras haber comido, vuelva al calor y la seguridad de su caja en la conejera. Ahí tienes, pues, el erizo en su caja, dentro de la conejera, con suficientes gusanos para calentarla. Una última mirada para asegurarte de que todo está como Dios manda, antes de dedicarte a buscar otra cosa con que pasar el tiempo, que ya, a esa tierna edad, se te hace interminable. La llama de tu buena acción tarda más que de costumbre en atenuarse y extinguirse. En aquellos tiempos se encendía con facilidad, pero raras veces por mucho tiempo. Apenas la había atizado una buena acción tuya o un pequeño triunfo sobre tus rivales o unas palabras de elogio de tus padres o mentores, cuando ya empezaba a atenuarse y extinguirse y te dejaba en poco tiempo tan frío y apagado como antes. Hasta en aquellos tiempos. Pero ese día, no. Fue una tarde de otoño cuando te encontraste el erizo y te apiadaste de él del modo descrito y, cuando llegó la hora de irte a la cama, seguías sintiendo la misma satisfacción. Arrodillado junto a la cama, incluiste el erizo en la detallada plegaria a Dios para que bendijera a todos tus seres queridos. Y, mientras dabas vueltas en la cama esperando que llegara el sueño, seguías rebosante de satisfacción de pensar en la suerte que había tenido el erizo cruzándose en tu camino. Un estrecho sendero de tierra bordeado de boj marchito. Cuando estabas ahí parado, preguntándote por la mejor forma de pasar el tiempo hasta la hora de ir a la cama, hendió uno de los linderos, y ya dirigía hacia el otro, cuando entraste en su vida. Ahora bien, a la mañana siguiente no solo se había apagado la llama, sino que, además, a esta había substituido una gran inquietud. La sospecha de que tal vez no todo estuviera como Dios manda. De que, en lugar de hacer lo que hiciste, acaso hubiese sido mejor dejar las cosas como estaban y que el erizo siguiera su camino. Días, si no semanas, pasaron antes de que pudieras armarte de valor para regresar a la conejera. Nunca has olvidado lo que entonces encontraste. Estás boca arriba en la obscuridad y nunca has olvidado lo que entonces encontraste. La papilla. El hedor.

Samuel Beckett: Compañía (Company, 1980). Texto extraído de la versión en castellano (1982). Traducción de Carlos Manzano.

Caminando a ninguna parte en una misma dirección

Nadie [me] había dicho que había más de un camino. Había tenido que descubrirlo solo y tomado uno de tantos sin que nadie, siempre el mismo, nadie, avisara no ya de cuál era el mejor sino de adónde conducía cada uno. El que yo elegí, alguno había que coger, es evidente que no me ha llevado a parte alguna. Era, es, aunque ya estoy cansado de caminar y me he detenido no sé si para siempre en esta ciudad en la que todavía creo que estoy de paso, un camino lleno de baches imperceptibles a simple vista, con el suelo de despojos de corazones infartados e hígados hinchados, sus márgenes señalados con lápidas sin inscripción alguna y donde nunca puede saberse si hay sol o está nublado o es de noche. Un camino largo, aparentemente recto, pero en realidad sinuoso y quebrado en extremo, descuidado, desnudo. Con gente, mucha gente. Caminando todos en la misma dirección. Algunos caminando en dirección contraria. Pocos. Saludos. Todo el mundo saludándose a pesar de tener las orejas cortadas. Otros la lengua. Sin ojos los más, pero mirándose unos a otros. Un colchón de vez en cuando. Para descansar. O para follar. Todos los colchones iguales. Sucios, manchados de semen y de sangre. Algunos colchones con un televisor junto a ellos, en el suelo. Todos emiten siempre el mismo programa.  Una mujer gorda cantando ópera, desde lo alto de un olivo. Hay quien se masturba mirándola. Los que no tienen ojos pasan de largo, pero alguno se detiene y llora, sin lágrimas. Cuando oscurece la gente se detiene. Muchos miran absortos las estrellas, sobre todo los que no tienen ojos.  De vez en cuando alguna cae y mata a alguien. Risas y llantos se mezclan sin poder discernir los que ríen de los que lloran. Alguna mujer aprovecha el momento para parir. No todas paren lo mismo. Una pare un pez enorme. Le gente se lo come. Otra, una manta, con la que otros se abrigan. Nadie duerme. Cuando amanece siguen caminando. El paisaje siempre es el mismo y el camino no tiene fin. Nadie se detiene. Los niños, que todavía tienen ojos, miran hacia el suelo. De vez en cuando un señor con chistera y maletín ordena a los guardias que le acompañan que les reúna y les obliga a mirar hacia arriba cuando el sol alcanza su cénit hasta que quedan deslumbrados. Luego vuelven con sus padres. Hay un autobús que recoge a los ancianos. Los lleva a un hospital, donde los cirujanos se afanan en cortarles los pies y colocarles unas ruedas en su lugar. Una orquesta interpreta canciones para sordos, que se hacinan, borrachos, junto a una inmensa barra de bar. Después siguen caminando. Algunos descansan en los colchones sucios de semen y sangre. Muchos follan solos. Otros, los menos, acompañados. Hasta que pasa la borrachera. Siguen caminando. Un policía les ayuda. Carga con ellos sobre su espalda. Llegado el momento, a algunos los deja caer en fosas sépticas. A los que han comido mucho les obliga a vomitar para que pesen menos y los otros tengan alimento.

Manuel Cerdà: El viaje (2014, nueva ed. 2019).