Frou-frou

En 1889 Francia –París sobre todo– conmemoraba por todo lo alto el primer centenario de la toma de la Bastilla, acontecimiento considerado el símbolo del nacimiento de la Revolución francesa. Y lo hacía, entre otras cosas, con la Exposición Universal de París, que tuvo lugar del 6 de mayo al 31 de octubre de dicho año. Había mucho para ver, como la Galería de Máquinas, un pabellón de hierro, acero y vidrio que mostraba los avances tecnológicos en la maquinaria y era el más grande construido hasta la fecha en el mundo. Se podía disfrutar del espectáculo que ofrecía Búfalo Bill con la tiradora Annie Oakley y contemplar una “aldea negra” con más de cuatrocientos africanos capturados a tal efecto, un “zoo humano”.

Pero nada llamó tanto la atención de los visitantes como la torre Eiffel, una construcción distinta a todo lo visto hasta entonces, una torre realizada con hierro forjado, que unos admiraban y otros criticaban. Con sus trescientos metros de altura, era la construcción más alta del mundo; su colosal volumen, su estilizada y geométrica figura, se divisaban desde prácticamente cualquier punto de la ciudad. Para sus partidarios representaba el súmmum del progreso, un atrevimiento solo posible en una sociedad osada, sin miedo al futuro, que controlaba el orbe entero, lo tenía a sus pies y expandía cada vez más lejos su modelo de civilización, una civilización que, como la torre, era sólida y resistía toda clase de pruebas y eventualidades, siempre hacia lo alto, dominando el paisaje como las antiguas torres vigía.

En este ambiente, el mismo 1889, el letrista y compositor Hector Monréal escribió para la revista La fête du souffleur, una canción, con música de Henri Chatau, que, a juicio de muchos, simboliza el París de la Belle Époque a principios del siglo XX: Frou-frou. Era una polca y su letra hacía referencia a la mundana vida parisina. La canción pasó desapercibida. Pero –leo en la página Du temps des cerises aux feuilles mortes– un alemán que estaba de paso en París, la escuchó, le gustó, cambió la letra, le dio ritmo de vals a la música y, con el título de Beim Supper (Durante la cena), empezó a ser conocida. Fue entonces, cuando París se preparaba para otra gran exposición universal, la de 1990, que volvió a presentarse en la capital de Francia, esta vez con letra H. Monréal y H. Blondeau, para la revista de estos Paris qui marche, de 1898, en el Théâtre des Variétés, siendo su primera intérprete Juliette Mealy, famosa cantante de opereta y actriz desde que debutara en Eldorado en 1884.

Frou-frou es una palabra onomatopéyica que se emplea en Francia desde el siglo XVIII ─cosas de la moda─ para expresar el sonido que hace la seda y otras finas telas al frotarse entre ellas. En 1992 el término fue recogido, como frufrú, en el Diccionario de la Lengua Española de la RAE para expresar “el ruido que produce el roce de la seda o de otra tela semejante”. De seda y “telas semejantes” se confeccionaban las enaguas que usaban las mujeres francesas. En principio, las amantes, pues las damas de la alta sociedad preferían el algodón. Se supone que este, menos fino y suave, era más apropiado y recatado. Pero en el último tercio del siglo XIX la bicicleta se popularizó especialmente entre las mujeres. Con ella, las mujeres burguesas encontraron un fácil y estupendo medio de desplazamiento y, en consecuencia, una mayor libertad. Por ejemplo, pasear y “perderse” en el Bois de Boulogne. Y, claro, al ir en bicicleta las finas telas rozaban entre ellas, como en los bailes, como en la calle con la acción del viento. Frou-froufrou-frou… Roce, roza, mejor rocémonos.

Frou-frou nunca ha dejado de ser interpretada, siendo grabada por intérpretes como Berthe Sylva, Line Renaud, Mathé Altéry, Suzy Delair, Koko Atéba o Danielle Darrieux. Como quiera que no existe grabación alguna de la canción por quien fuera su primera intérprete, Juliette Mealy, la escuchamos en la versión de Berthe Sylva de 1930.

Gaîté Parisienne

Para la confección de este vídeo he seleccionado 138 imágenes del París de la Belle Époque, del ambiente y de sus cabarets sobre todo. Creo que todas ellas son identificables, pero si tiene alguna duda o siente curiosidad sobre cualquier aspecto de las que se muestran puede consultármelo y, si lo sé, le responderé gustosamente.

En 1937, un joven compositor llamado Manuel Rosenthal recibió el encargo de componer la partitura para un ballet basado en la obra de Jacques Offenbach que llevaría por título Gâité Parisienne. Por entonces, Rosenthal era director asociado de la Orquesta Nacional de Francia y, si bien ya había estrenado alguna obra como compositor y ganado en 1928 el premio Blumenthal, no era demasiado conocido.

La idea de crear dicha obra se debió al coreógrafo y bailarín Léonide Massine, responsable desde 1932 de las coreografías de los Ballets Rusos de Montecarlo. La partitura se encargó primero a Roger Désormière, prestigioso compositor y director que finalmente declinó la oferta. Fue el propio Désormière quien propuso a Rosenthal, su amigo, aduciendo entre otras razones que este ya había compuesto la suite Offenbachiana a partir de temas de Offenbach. Nadie, pues, mejor que él para tal tarea.

Rosenthal se puso manos a la obra y en poco tiempo tenía lista la partitura. Para su composición tomó como base argumental la opereta La vie parisienne y hábilmente enlazó conocidos números musicales de otras operetas de Offenbach, como Orfeo en los infiernosLa bella Elena o La Périchole y otras menos conocidas, hasta un total de siete. Sin embargo, cuando Massine escuchó la partitura no le gustó nada y propuso que otro se hiciera cargo de la misma. Tras la mediación de Ígor Stravinski, no obstante, cedió. Stravinski creía en Rosenthal y estaba convencido de que la obra sería un gran éxito. No se equivocó. Gâité es un vocablo francés que significa alegría, y eso es lo que transmite el ballet –que finalmente se estrenó el 5 de abril de 1938–, esa alegría parisina tan propia de los tiempos de Offenbach que caracterizaba la desenfadada sociedad de la época (la burguesía, precisemos; los obreros pocas alegrías tenían).

Aristide Bruant: el hombre que insultaba a sus clientes

Imaginen que entran a un cabaret, o a un local de ocio nocturno. Un hombre, sentado al piano, está cantando. Ustedes ocupan una mesa y hacen algo de ruido. Entonces, el hombre del piano, sin dejar de tocar, les dice que son unos maleducados. Más tarde, también durante la actuación, se levanta alguien –no importa el motivo– y este espeta: “Todos los clientes son unos cerdos, sobre todo los que se van antes de tiempo”. Pues así es como procedía durante sus actuaciones Aristide Bruant (1851-1925), un cantante francés de cabaret que componía sus propias canciones y llegó a interpretarlas en su propio local, el Mirliton, en París, en Montmartre.

Bruant llegó a París en 1866 y se estableció en Montmartre, por entonces lugar de encuentro de artistas y escritores consagrados que compartían espacio e inquietudes con jóvenes admiradores de su obra, ansiosos por ocupar un lugar en el mundo del arte y el espectáculo. “Busco fortuna / en las inmediaciones de Le Chat Noir / a la luz de la luna / ¡en Montmartre!”, cantaba en su canción Le Chat Noir. Y la consiguió. En este cabaret, Le Chat Noir, logró hacerse célebre, ganar dinero y abrir su local: el Mirliton.

Afiche de Bruant. Obra de Toulouse-Lautrec.

El día de la inauguración, en 1881, la clientela era tan escasa que podía contarse con los dedos de una mano. Aristide Bruant ─hombre procaz, desvergonzado, atrevido y buen comunicador─, que ya de por sí tenía un fuerte carácter, se cabreó como pocas veces antes y se metió con los presentes en el local, insultándoles. Para su sorpresa, nadie se molestó, antes al contrario: recibieron sus groserías con regocijo, reían la ocurrencia y le seguían el juego. Cada día era más complicado épater le bourgeois.

El ambiente que se respiraba en El Mirliton según un grabado contemporáneo del pintor y litógrafo francés Steinlen.

Bruant era también un avispado hombre de negocios. Así que siguió comportándose del mismo modo con los clientes. Y esta manera de obrar contribuyó, y no poco, a aumentar su popularidad y la del cabaret, que empezó a llenarse y siempre estaba a rebosar. A Bruant cada día le iba mejor. Su éxito fue fulgurante y pronto se retiró, marchando a Courtenay, donde vivió en una gran casa rodeado de perros y servidumbre mientras pasaba el tiempo con la caza y la pesca. El Mirliton, no obstante, siguió abierto y continuó proporcionándole buenos ingresos. Pero él ya no actuaba, sino que utilizaba dobles que vestían como él: chaqueta de terciopelo negro, camisa roja, bufanda roja larga y botas altas. Eso sí, el ritual era el mismo. Así, podríamos decir que, probablemente, Bruant fue el primero en vivir de su imagen.

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Uno de los dobles de Aristide Bruant es uno de los personajes de en mi novela El corto tiempo de las cerezas. Una noche que Samuel Valls (protagonista de la misma) deambulaba por el distrito londinense de Whitechapel, en el East End, un desconocido le ayudó a salir de un embrollo en que, sin querer, se había metido. Resultó llamarse William Sutherland y era uno de los dobles de Bruant. No sospechaba entonces Samuel que acabaría convirtiéndose en su yerno, aunque algo barruntó cuando le presentó a Camila, su hija, en el Mirliton.

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