Soldados alemanes en el restaurante Chez la Mere Catherine, en la plaza Du Tertre (Montmartre, París) en junio de 1940. / Bundesarchiv.
Ese día amaneció nublado y los soldados alemanes, cámara fotográfica en ristre, se quejaban de la falta de luz; sus instantáneas saldrían demasiado oscuras. A no ser por el uniforme, hubieran parecido turistas que ávidamente recorrían los lugares más emblemáticos de la ciudad y se fotografiaban ante los mismos con idéntica intención que los ocasionales visitantes: tener un recuerdo de su paso.
―Hace un día magnífico, tan sombrío, solo falta que se ponga a llover a cántaros.
El profesor Morel confundía a Sam con estas palabras mientras tomaban unos vinos en uno de los cafés de la plaza Du Tertre, en cuyas mesas, como en las de las calles próximas, los clientes eran mayoritariamente soldados y oficiales alemanes. Saludaban a las chicas que pasaban frente a ellos con lisonjas sobre su aspecto y las invitaban a sentarse a su mesa. Muchas hacían oídos sordos; otras, en cambio, veían en ellos, en mayor medida cuanto más alto era su rango, nuevos benefactores como antes hubieran hecho las grisettes que conociera el abuelo de Sam en tiempos de la Belle Époque. Alguna mirada de repulsa se adivinaba por parte de algunos viandantes, pero pocos, nadie prácticamente la mantenía ante un alemán.
―¿Le gustan los días lluviosos, melancólicos?
―En absoluto. Prefiero los días soleados, pero creo que serán pocas las ocasiones en que podremos contemplar la frustración en los rostros de los soldados alemanes.
Montmartre fue uno de los distritos de París en los que menos personas abandonaron sus hogares ante el peligro nazi. Sus calles y plazas seguían repletas de gente, pero hablaban poco y miraban a todas partes.
―Aunque se venía venir, a los montmartrenses al menos nos ha pillado por sorpresa la caída de París. Todo ha ido demasiado rápido, ha sido demasiado fácil para los alemanes. Y es que, amigo Sam, no consigo desterrar de mi pensamiento la idea de que había una especie de resignación colectiva ante la pujanza del nazismo, que por otra parte cuenta con más adeptos de lo que parece. La mayoría únicamente quiere evitar problemas y seguir su vida. Los demás, simplemente nos negábamos a creer que esto terminaría por suceder. Nos dormimos en los laureles. Veremos cómo salimos de esta, si salimos.
―Pues habrá que salir como sea, no tenemos otra opción.
―Los nazis de uniforme se identifican enseguida, los que no lo llevan son más peligrosos, nunca se sabe quién puede estar escuchando, qué escuchará, en qué se quedará de lo que escuche y, sobre todo, qué uso hará de ello. Creo que subestimamos el impacto que podría tener en la gente lo que creímos que solo era obra de un grupo de exaltados. Y no es así. Mire, ¿ve esa pareja de respetables ciudadanos que juegan con un niño pequeño, su nieto? Una pareja normal, como tantas, disfruta de un rato de asueto, se les cae la baba con el niño, se les ve contentos y no sabemos si se sienten así porque han logrado un instante una felicidad en medio de tanta desgracia o si, por el contrario, se muestran ufanos porque creen que por fin ha llegado el orden y la estabilidad a su país, que definitivamente abandona sus veleidades revolucionarias. ¿Usted qué diría?
―¿Sobre qué?
―Sobre esa pareja. Por qué se muestran satisfechos, si es que le parece que lo están.
Sam se fijó en ellos: entre cincuenta y sesenta años, correctamente vestidos, sin signo alguno de ostentación y aspecto afable.
―Pues me parece ver una pareja como tantas otras que ha salido a dar una vuelta con su nieto. No hace muy buen día para pasear, pero a ver quién aguanta a un niño pequeño dentro de casa mucho tiempo.
―Él es militante de Acción Francesa, uno de sus dirigentes. Tanto como los soldados me preocupan los civiles, los que apoyan el nazismo con su acción o su indiferencia. Se ha considerado el nacionalsocialismo como una ideología demencial y, por tanto, obra de dementes, de locos. No es eso. Claro que es demencial, para nosotros. Para ellos es perfectamente lógica. Los nazis sin uniforme son como nosotros, no tienen rabo, ni cuernos.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird), 2016. Nueva edición 2019.
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Lapidaria la última frase.
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Y certera. Quede claro que el mérito no es mío, pues es el profesor Morel quien la dice.
Gracias y que disfrutes del domingo.
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Pienso que las ideologías y las demencias están en la mente y espíritu del que las tiene, no en su indumentaria o uniforme.
Por otra parte, que atmósfera perfecta has creado para ese momento que relatas. Me he sentido trasladada a ese fatídico tiempo y lugar.
Gracias de nuevo, Manuel, por tanto que nos aportas.
Cariñosos saludos.
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Gracias a ti, Violeta, aunque ya sabes que todo esto lo hago por un solo motivo: despertar la curiosidad a ver se así me compran un ejemplar.
Cariñosos saludos y muy feliz domingo.
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Yo lo tengo y es mi pendiente leerlo , en primer lugar por ser tú el Autor y además por el interés que siempre despertó en mí toda esa época que tan bien describes , saludos con gran afecto
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Obviamente, no seré yo quien quien te desanime a hacerlo.
Muchísimas gracias, María Elena, por tu amable comentario (como siempre son los tuyos). Un afectuoso abrazo.
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«Los nazis sin uniforme son como nosotros, no tienen rabo, ni cuernos» Y es imprescindible saber quien son (por tu propio bien).
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