El suicida

Harto de existir sin haber vivido, cansado, agotado por el peso de no ser, David H.C., tomó la determinación de suicidarse. No fue una decisión espontánea, llevaba tiempo meditándola. Si no lo había hecho ya era porque no encontraba el método adecuado. Para él, por supuesto. ¿Cómo hacerlo?, se preguntaba una y otra vez. No quería una muerte lenta, ni dolorosa, sino rápida, segura y eficaz. Pensó primero en darse un tiro en la sien, pero ¿cómo conseguir una pistola?, ¿dónde? Además, nunca había tenido un arma en sus manos. ¿Sabría usarla? ¿Lo haría bien? ¿Y si no? ¿Qué pasaría si le temblaba la mano, cosa probable, y lo hacía mal, quedándose tetrapléjico?

¿Y un cóctel de pastillas? Tenía en casa benzodiacepinas, opioides y barbitúricos. Mezcladas con ron, su bebida preferida, se quedaría plácidamente dormido y no volvería a despertar. Pero enseguida le asaltó otra vez la duda. ¿Qué sucedería antes del último momento? Temía al miedo que pudiera sentir durante ese tiempo que creía que sería corto, pero lo suficiente como para sufrir un ataque de pánico. Qué terribles instantes los últimos, pues. Lo descartó. Como también, por el mismo razonamiento, dejarse abierta la espita del gas. La mente entonces se encuentra completamente expuesta y vulnerable a cualquier pensamiento y podía arrepentirse cuando ya le fallaran las fuerzas. David H.C. deseaba morir, sí, pero quería que la muerte llegara como la vida, sin avisar. Y se acabó.

Las vías del metro. Me arrojaré a las vías del metro, resolvió a pesar del pavor que le daba imaginar el momento del impacto con la locomotora. No pudo hacerlo, ese día comenzaba una huelga de maquinistas que iba a prolongarse tres más. Se fue a comparar una cuerda. Me ahorcaré. ¿Qué tipo de cuerda quiere?, le preguntó el dependiente. No sé, miraré a ver cuál necesito y volveré. ¿Cómo explicarle que una que respondiera a su propósito? En casa tenía una, pero no era, o no creía que era, lo suficientemente resistente. Buscó en internet y se dio cuenta de que todas las cuerdas no son iguales, no todas pueden aguantar el peso de una persona en el aire hasta que la tráquea y las arterias carótidas se compriman y lleguen la asfixia y la hipoxia cerebral, y hasta que estas se produjeran y encontrara la ansiada muerte podían pasar varios minutos, cinco como poco. Eso le horrorizaba. Para morir ahorcado se dio cuenta de que la cuerda debía trabajarse adecuadamente para poder hacer bien el nudo y que se deslizara con facilidad, y todo ello dependía del lazo, su calidad, el nudo, su forma y la consistencia. La muerte en la horca deja un aspecto lamentable a los que así han decidido, o decidieron por ellos, poner fin a su existencia, algunos también a la vida, con amoratados rostros que retratan las convulsiones de la agonía mientras que de la boca sale una espuma rojiza.

De cada diez personas que se arrojan al vacío, leyó, nueve quedan invalidas de por vida, había leído. Ahora bien, si se hacía desde muy alto la muerte era inmediata. Esto último le convenció. Regresó a la tienda, compró la cuerda y se dirigió al puente de hierro levantado en su día para sortear un profundo barranco ahora en desuso, el tren hacía años que ya no pasaba por su ciudad. Justo en la mitad, donde mayor era la distancia hasta el suelo, ató la cuerda a la barandilla. Cuando se disponía a anudarla al cuello escuchó la voz de una niña. ¿Qué haces? Se quedó petrificado. Confiaba en que nadie le observaba y no se había percatado de la presencia de una niña rubita que tendría unos seis o siete años, de grandes ojos que se hundían en el rostro y mirada enternecedora que esbozaba una tímida mueca cercana una sonrisa.

Turbado, miraba a la pequeña y la pequeña a él. Ella con la curiosidad y espontaneidad propia de los niños. Él, con la ponderación y precaución de los adultos. Nada, nena, nada, probando la resistencia del puente para que cuando paséis no se derrumbe y os caigáis, acertó a contestar. La niña levantó los hombros y solo dijo ¡Ah¡, vale. Ya más circunspecto, añadió: Pero ya he terminado, estaba recogiendo las cosas. Y comenzó a enrollar la soga y a guardarla en la bolsa de deporte que llevaba con él. Está todo bien, no te preocupes que no te caerásVale, volvió a decir la niña, que ladeó su cabecita con un entendedor gesto que conmovió a nuestro hombre. ¿Y tú que haces por aquí sola? La niña dijo que estaba con mamá y papá, señalando con el dedito hacia uno de los extremos del puente. Una pareja hablaba con otra. Al parecer, la nena se había ido alejando de ellos sin que se dieran cuenta, percibiéndose de ello en ese momento. Elenita, ¿qué haces ahí? Ven inmediatamente. La niña dio media vuelta y se fue corriendo a reunirse con sus padres.

David H.C. marchó cabizbajo en dirección contraria, con la bolsa y la soga en su interior. Tenía ganas de llorar. No esperaba un encuentro así, que trastocara el equilibrio que creía haber conseguido para llevar adelante sus planes. Recordó que él también había sido un niño que jugaba con entusiasmo y no pensaba en nada. Ahora el juego se había convertido en trabajo, el entusiasmo en apatía y el pensamiento en obsesiva tortura. Se sentó en un banco de piedra, no podía más. Y lloró. Lloró hasta deshacerse, hasta vaciarse del todo y de todo y quedar desnudo de alma. Y sintió que tal vez seguía siendo un niño al que había corrompido un mundo en el que el único sentido de todas las cosas es que no tienen sentido.

Ya no estaba tan seguro de querer suicidarse. O sí, pero tras haber hecho algo que le diera una última satisfacción, algo placentero en lo que pensar los últimos instantes. En su cuenta corriente le quedaban poco más de cien euros, era toda su fortuna. Los sacó del cajero automático. Suficiente, se dijo, para al menos despedirse de la vida como un bon vivant, algo que nunca había conseguido ser. Entró en un restaurante y disfrutó de una suculenta cena. Deambuló luego con su pesada carga emocional, buscando un lugar donde tomar una copa, o dos. Una mujer se le acercó. ¿Quieres pasar un buen rato, guapo? Estaba en el barrio chino. Era algo mayor, pero conservaba los rasgos de una belleza que debió ser incuestionable y un cuidado y sensual cuerpo. Subió con ella a la habitación de una destartalada casa que hacía las veces de prostíbulo. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Copuló con ella como si fuese la primera vez y fuera ella la única mujer del mundo, y la más bella. Exhausto, quiso quedarse un poco más en la cama, a su lado, abrazado. Tú pagas, dijo ella, a quien ya había entregado los 35 euros que le pidió por su servicio y el uso de la habitación. Pasado el tiempo –para él un santiamén, para ella exactamente treinta minutos– le preguntó si se marchaba o si quería media hora más, pero que antes que nada le pagase otros 35 euros por la media hora no pactada al principio. Echó mano a la cartera. ¿Cómo que no me puedes pagar? Entre lo que le había costado la cena y lo que ya había pagado a la mujer llevaba gastados 95 euros. No sé, llevaba más dinero, deben habérmelo robado, argumentó sin demasiado convencimiento. Eso ya lo he oído demasiadas veces. Podrías ser algo más original inventando excusas. David H.C. le juró que al día siguiente regresaría y saldaría la deuda. ¿Y yo qué? ¿Qué digo ahora?, ¿que financio a crédito los polvos? ¡Es que siempre me tienen que tocar a mí todos los cabritos salidos! ¡La hostia! Ayer otro que también le habían robado. Al menos este llevaba un buen reloj, ¿tú qué? ¡Maldita sea! No se puede confiar en nadie.

El tono de la voz de la mujer, cada vez más elevado, alertó al encargado, que también era su proxeneta. La puerta se abrió impetuosamente y apareció un tipo malcarado con pinta de pendenciero. ¿Qué cojones pasa aquí? Su voz llenó la habitación de ira. David H.C. trató de explicar cómo había acabado allí, que deseaba suicidarse, que no sabía cómo, que dudaba entre varias maneras, que se decidió por el ahorcamiento, que este debía ser desde una altura considerable, que ya iba a hacerlo cuando una niña… ¿Pero qué historia me estás contando? El colérico individuo no estaba para excusas ni subterfugios. ¡Y tú, inútil¡, ¿te crees que eres la Magdalena esa? Estoy de ti hasta los huevos. Te voy a dar una hostia que no te va a reconocer ni la madre que te parió. David H.C. interrumpió al pendenciero personaje. La señorita nada tiene que ver… No pudo siquiera terminar la frase. El sujeto lo cogió del cuello, lo estampó contra la pared y, le amenazó una navaja. Tú, calladito. Ni una palabra. Que contigo aún no terminado. David H.C. se revolvió y le dio un empujón. Arma en mano, el proxeneta fijó su desafiante mirada en él. No me obligues a usarla. ¡Subnormal, que eres un subnormal! Pero la paliza que te voy a dar no la olvidarás nunca. Y tú –a ella– lárgate de aquí. David H.C. le dio un empujón y trató de salir de la habitación con la mujer. El chulo la emprendió a puñetazos con él. David H.C. quiso responderle, pero la superioridad física del primero era abrumadora. Un simple empellón y nuestro hombre cayó por la ventana. Era un segundo piso, pero fue tan mala su fortuna que se desnucó. Y murió al instante, como deseaba, pero cuando menos lo deseaba.

Una primera versión de este relato fue publicada en este blog el 30 de enero de 2018.

22 pensamientos en “El suicida

  1. Pingback: El suicida – A MI MANERA – El Noticiero de Alvarez Galloso

  2. Deseos cumplidos y encima bien apañado. Si alguien está cansado de vivir pues y sufre cada día sin… Pues lo inteligente, no sé si más o menos, es… Amén. Me gusta. Salud y saludos

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  3. Un buen relato Manuel y si, ojalá algún día te decidas a recopilar los que tengas en un libro de Cuentos , en lo personal me gustan mucho los lLibros de Cuentos de muchos autores , en cuanto al suicidio , alguna vez alguien me platicó que la gente se suicida por todo y por nada y otra opinión de un Psiquiatra amigo que el suicida es el basurero de la familia ? , en la Literatura encontramos muchos ejemplos en los Libros

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    • Gracias, María Elena. No sé si tengo tantos como para un libro de cuentos (los que he escrito figura en la sección del blog «Literatura’, categoría ‘relato breve’. La mayoría de ellos, como decía en otro comentario, proceden de restos de notas y reflexiones que voy escribiendo y luego no traslado a ninguna novela. Como se dice, con las sobras también se pueden hacer buenos platos.
      Feliz domimgo.

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    • Me encanta este comentario de besos al vacío desde el vacío , el nacer y el morir son las caras de la moneda , el camino entre una y otra cara es en sí impredecible

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  4. Hola Manuel , ya acabé de leer” Nada quedó de Abril”que recomendaste , me gustaría hicieras saber al escritor ,que fue muy grato leerla , aprecie su forma de relatar fluida y detallista en su descripción que me hizo pensar en Flaubert y cuando llegue a un momento en que él lo nombra me alegré de esa percepción , sabes cuando leí por primera vez “Madame Bovary” solo me fije en el personaje de Ema que me pareció chocante , años después pude apreciar la forma de describir de su autor que te llevaba a imaginar lo que narraba y como dijo Flaubert más o menos así Ema Bovary llora en cada pueblo de Francia , también volviendo al Autor conocí nuevas palabras que no uso y Mexico escrito con J ,en fin la disfruté ,gracias por la recomendación , que estés bien y cuidándote para que nos sigas compartiendo conocimientos

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    • Gracias por tu lectura y comentario, Mariaelena. Y me complace coincidir contigo en la admiración por Flaubert y su incomparable Emma. Muchos escriben sobre ella pero pocos tratan de conocerla para comprenderla. Para ello es casi obligado leer la obra de Mario Vargas Llosa, ‘La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary’; también las cartas entre Flaubert y Luise Colet, todo un mundo literario. En cuanto a Méjico con (j), leo en el «Diccionario panhispánico de dudas» la recomendación de usar preferentemente la (x) aunque el sonido utilizado sea ese que tanto nos caracteriza a los españoles de Castilla, esa ‘jota’ tan velar y tan interna, recomendación de la que tomo nota para más adelante.
      Gracias y saludos.

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  5. Hola Alfonso Cebrián aprovecho este espacio de Manuel Cerda para decirte que lo de J fue para mi una curiosidad , más inclusive en Veracruz , su Capital Jalapa se escribe también con X , lo de pensar en Flaubert mientras leí fue por tu forma de describir tan minuciosamente y si Emma es todo un personaje de una época , que en una primera lectura siendo muy joven , solo vi a una mujer irresponsable y vanidosa , más al paso del tiempo aprendiendo a leer leyendo , pude entenderla y disfrutar de esa narrativa en que te puedes al mismo tiempo que lees ir imaginando todo , si leí lo que nombras de Cortázar y lo de la correspondencia de Flaubert con un amigo , no sé si leíste “Las ménades” cuento de Cortázar que me encantó por su ironía , bueno todo resuelto, cada escritor usa la J o la X como le viene en gana y ya y que Manuel me disculpe por ocupar su espacio , más ya me conoce ( creo yo ) y paciencia me tiene y caray él tampoco es tan facilito

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  6. Pingback: El suicida — A MI MANERA – Sara Eugenia Castro

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