
Un niño sirio, momentos después de llegar a la isla de Lesbos, el 4 de enero de 2016. / CORDON PRESS / El País.
Es una vergüenza el silencio con que los países que dicen defender la libertad afrontan el camino hacia catástrofe. Los esfuerzos del hombre durante siglos para distanciarse de las costumbres bárbaras y de la ley de la selva, o de algunos hombres que han antepuesto el bien común al particular, parece que no han servido de nada.
No hace tantos años aún creíamos que cada vez sería mayor el número de personas que disfrutarían los beneficios de un mundo que decía caminar hacia la libertad y la tolerancia, un mundo en el que ir de un país a otro era tan simple como tomar un billete y en el que no había preocupación alguna de persecuciones policiales ni se exigía pasaporte.
Creíamos que el mundo era una gran casa con muchas habitaciones, dentro de las cuales cada uno podría hacer lo que entendiera más conveniente sin perjudicar a los demás. Pero no, no ha sido así. Tristemente, hemos arruinado todo ello. Ya no hay respeto alguno por la vida del hombre y odiamos a quien no es como nosotros. Vivimos en un mundo totalitario controlado por el capital financiero en el que las palabras se las lleva el viento y los tratados y acuerdos se convierten en papel mojado. Y nos quedamos tan panchos, silenciosos, menos para preguntar ¿y qué hay de lo mío?