
George Tooker ©
La futilidad de nuestras intenciones la observé desde niño. Mis opiniones nunca eran tenidas en cuenta, como mucho eran tomadas con chanza por los mayores, a veces recibía alguna regañina por usar vocablos inadecuados, poco más, cosas de niños, nada trascendente. Lo mismo sucedía con mis acciones, o eran irrelevantes o eran perjudiciales, para mí o para los demás. Mi inclinación a la soledad era atribuida al retraimiento y la introversión, así me animaban a jugar con chicos de mi edad, lo que me obligaba a tomar decisiones, todo juego tiene sus reglas que deben ser de obligado cumplimiento, pero no siempre podemos llevarlas a efecto, algunas requieren unas cualidades físicas que no todos poseen, cierto grado de habilidad, de interés, además del estado de ánimo de uno y de los demás participantes, dándose la paradoja de vernos obligados a elegir entre las diversas posibilidades que se nos presentan, a decidir libremente cuando es del todo imposible, pues se requiere la previa aceptación de las pautas establecidas y la adaptación a las mismas, lo contrario nos conduce necesariamente al fracaso. Pronto advertí que las mismas circunstancias rodeaban del mismo modo cualquier otra situación, fuera en casa, en el colegio, con los amigos cuando los tuve, con las chicas cuando las descubrí, con los mayores, un mismo esquema, una misma salida para todo. Desde entonces, siempre tropecé con la incomprensión, la arbitrariedad, el absurdo, que guiaba –y guía– las conductas de los partícipes en cualquier hecho o situación concreta, constituyendo de ese modo el bastidor de un lienzo que no se ve pero es indispensable para fijar la tela, que es más poderoso de lo que aparenta pues sin él la tela no se sostendría, pero se sienten perdidos y prefieren tragarse la rabia que les provoca la falta de reconocimiento al papel que desempeñan, más importante de lo parece, antes que manifestar su resistencia. Todo ello, advertí más tarde, no obedece más que a la pasividad con que afrontamos el devenir, a la indolencia, a una voluntaria sumisión. Aunque hayamos dejado la niñez atrás, seguimos viviendo en un mundo pueril.