Esta entrada inicia una serie de seis artículos, que se publicarán a partir de hoy, dedicados a la Revolución rusa, de la que este año se celebra el primer centenario. Tal día como hoy, 7 de noviembre, de 1917, la Guardia Roja tomaba sin resistencia el Palacio de Invierno en Petrogrado (actual San Petersburgo), residencia oficial de los zares. Comenzaba así la conocida como Revolución de Octubre, pues en aquellos años Rusia se regía por el calendario juliano, según el cual dicha fecha correspondía al 25 de octubre.
Para el periodista y escritor John Reed, testigo de los hechos, que describe en su famoso libro Diez días que estremecieron el mundo (1919), “el éxito de los bolcheviques tiene solo una explicación: han llevado a cabo las simples y vastas aspiraciones de esas enormes capas del pueblo que querían desmontar el mundo antiguo para llevar a cabo, en la humareda de las ruinas derruidas, la edificación de la estructura de un mundo nuevo”. Esa ilusión que movía “enormes capas del pueblo”, ese anhelo por erigir una sociedad libre e igualitaria que tantos sueños había alimentado, se plasma muy bien en esta secuencia de la película que dirigió Warren Beaty Rojos (1981), basada en la vida de Reed.
En un ambiente de confraternidad, emociones a flor de piel y entusiastas esperanzas, aquella misma noche Lenin anunciaba el comienzo de “la tarea de construir la sociedad socialista”. Esa sociedad crearía un mundo y un hombre nuevos. Solo en ella, una sociedad comunista, “cuando se haya roto ya definitivamente la resistencia de los capitalistas, cuando hayan desaparecido los capitalistas, cuando no haya clases (es decir, cuando no existan diferencias entre los miembros de la sociedad por su relación hacia los medios sociales de producción) solo entonces ‘desaparecerá el Estado y podrá hablarse de libertad’. Solo entonces será posible y se hará realidad una democracia verdaderamente completa, una democracia que no implique, en efecto, ninguna restricción. Y solo entonces comenzará a extinguirse la democracia, por la sencilla razón de que los hombres, liberados de la esclavitud capitalista, de los innumerables horrores, bestialidades, absurdos y vilezas de la explotación capitalista, se habituarán poco a poco a observar las reglas elementales de convivencia, conocidas a lo largo de los siglos y repetidas desde hace miles de años en todos los preceptos, a observarlas sin violencia, sin coacción, sin subordinación, sin ese aparato especial de coacción que se llama estado” (Lenin: El Estado y la revolución, 1917). La base económica hará posible su extinción –añade– e “implicará un desarrollo tal del comunismo que supondrá la disolución de la diferencia entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. Será entonces cuando se pondrá en práctica la famosa regla de ‘Cada cual según su capacidad. A cada cual según su necesidad’”.
¿Que no se consiguió?, ¿que las ilusiones se esfumaron más pronto de lo que parecía?, ¿que ese mundo y ese hombre nuevos nunca llegaron a ser una realidad? No seré yo quien diga lo contrario. Desde que se implantó una “’economía de dirección centralizada’ responsable mediante los ‘planes’ de llevar a cabo [la] ofensiva industrializadora, [que] estaba más cerca de una operación militar que de una empresa económica” (Eric Hobsbawm: Historia del siglo XX, 1994), pretendiendo ser no solo un sistema alternativo al capitalismo, sino superior a él, el modelo de una sociedad libre y sin clases que se había planteado al inicio de la revolución estaba abonado al fracaso. Se sirvió de las herramientas del capitalismo y, obviamente, no llegó a crear el “hombre nuevo”.
Pero ya iremos tratando este aspecto con detalle a lo largo de estos artículos. Centrémonos primero en la relevancia de la Revolución rusa, el acontecimiento más trascendental del siglo XX, como lo calificó Eric Hobsbawm. A su juicio –así como el de un servidor y el de infinidad de historiadores no revisionistas–, “las repercusiones de la Revolución rusa fueron más profundas y generales que las de la francesa” y “las consecuencias prácticas mucho mayores y perdurables”, pues “originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna. Su expansión mundial no tiene parangón desde las conquistas del islam en su primer siglo de existencia” (Hobsbawm. Historia del siglo XX).
La Revolución francesa hizo suyo el pensamiento ilustrado y, de acuerdo con sus principios, alumbró un mundo de progreso constante hacia una sociedad justa, una vez abolido el feudalismo. Este nuevo sistema social –organizado en torno al capital como relación básica de producción– fue posible gracias a una revolución –si me permiten usar este adjetivo tan de moda– transversal, es decir, protagonizada por la burguesía y las clases populares. La rusa, en cambio, fue una revolución de clase. Los intereses de unos y otros se fueron resquebrajando a medida que se consolidaba el nuevo modelo de estado burgués. La alianza se quebró y enfrentó a una y otra clase. Esta nueva clase, la clase obrera –en su más amplia acepción–, va a tener ahora, en la Revolución rusa, un referente, una alternativa de organización social que en aquellos momentos llevaba a creer que otro mundo sí era posible. Más allá de cualquier otra consideración, los coetáneos contemplaron los hechos de 1917 como una hecatombe o como una gran esperanza –según la posición social de cada uno–, pero todos se referían a ellos como una revolución. Para las clases obreras europeas y mundiales, emular el Octubre rojo se convirtió en un objetivo durante gran parte del siglo XX. Por primera vez, la clase obrera detentaba el poder y se establecía un sistema alternativo diferente de todos los conocidos hasta entonces.
Tal circunstancia era nueva en la historia y pronto, sobre todo una vez Stalin se hizo con el poder, empezó una campaña –cuyos orígenes se remontan a finales de marzo de 1949, cuando se celebró en Nueva York el Congreso Cultural y Científico por la Paz Mundial, una tapadera de la Kominform para la izquierda antiestalinista y para parte de la intelectualidad estadounidense– que equiparaba comunismo con estalinismo. Esto es, simple y llanamente, una falsedad histórica que iremos analizando en los próximos artículos.
Desde entonces, desde que el pensamiento único es el único pensamiento aceptable, lo que lo hace pasar por el único posible, se ha inculcado la idea –exitosamente visto lo visto– de que la democracia representativa (o indirecta) era la única sociedad posible en la que prevalece “la voluntad de la mayoría”, por lo que no se debe considerar al Estado un instrumento de dominación de clase ni oponerse a establecer alianzas con la burguesía progresista, socialreformista. Ahora bien, esto es otra falsedad, interesada además, que no distingue entre comunismo y estalinismo, equiparando uno y otro y, al mismo tiempo, identificándolos con el totalitarismo y comparando como dos formas del mismo comunismo y fascismo, e incluso el nazismo.
Y lo dejo por hoy. Son casi las nueve de la noche cuando redacto estas líneas –si bien tenía una especie de guion elaborado– y, lógicamente, quiero que este primer artículo salga hoy. Las correcciones de mi novela Prudencio Calamidad, que ya esperaba que estuviera a la venta, me han llevado de calle estos días. Queda mucho por decir y contar acerca de la Revolución rusa. Espero que mañana pueda publicar el siguiente artículo (y que la premura no me haya jugado en este una mala pasada). Si no, tendrá que ser el jueves. Gracias por su visita y que les vaya bien (o lo mejor posible).