
CNN.
Diez minutos después la circulación adquirió cierta fluidez, íbamos lentos pero no nos deteníamos. Menos mal. Al poco advertí el motivo: habían desviado el tráfico por la avenida de la Ausencia, de cuatro vías, de reciente construcción, que bordea parte de la ciudad y evita el paso por El Centro. ¡Maldita sea! No me resignaba a dejar de comprar la botella de whisky, pero para ello necesitaba pasar por El Centro. Ya me había tragado el atasco. Vi un sitio donde dejar el coche. Aparqué. Iré a pie, resolví. Dispongo de un mes para regresar a por el coche; hasta entonces no se lo llevará la grúa por abandono, creo, pensé.
Mucha gente en la misma dirección, hacia El Centro. Una concentración frente la sede del gobierno autonómico. Se dirigían allí, escuchaba que decían, hacia la plaza de la Avenencia. El palacete barroco que en sus tiempos albergara la residencia de los marqueses de Bosta, máximos representantes de la nueva aristocracia surgida tras el triunfo de los Borbones, acoge ahora a los nuevos señores, vasallos también, como aquellos, de los verdaderos mandatarios.
Les seguí, me venía de camino. Llegué a la plaza. Estaba llena de gente, a rebosar. Protestaban. Continuaban llegando personas, de todas las edades.
Me quedé en el otro extremo de la plaza, frente al palacete rodeado por la policía, atenta a que nadie pudiera acercarse demasiado a su imponente fachada no fuese que algún agente patológico ─la desobediencia, por ejemplo─ se instalase entre sus recios sillares y destruyera tan emblemática edificación. Uniformados, uniformes, todos iguales, una auténtica jauría, perfectamente entrenada para la caza, como comprobaría poco después.
La indignación era patente. (…) Impresionaba. La emoción se contagiaba. En mi caso, durante unos instantes abrió una grieta en mi congénito escepticismo sobre la naturaleza del ser humano y su incapacidad de lograr una sociedad sin buitres y tiburones. Pronto se cerró, cuando pensé en la historia, en eso que denominamos evolución social.
(…)
Noté movimiento frente a la fachada principal del palacete. No alcanzaba desde mi posición a ver bien qué sucedía. La gente empezó a abandonar la plaza. Los que estaban en el centro no, se quedaron sentados en el suelo. Levantaban las manos, abiertas. La guardia pretoriana se desplegó.
De pronto, policías por todas partes. Brotaban como chispas de un incendio incontrolado. De los furgones aparcados en las bocacalles que dan a la plaza descendían como malcarados perros de caza sedientos en busca de la presa. Bien pertrechados, con casco, escudo y porra. Sin mirar ─les bastaba el olfato─ empezaron a repartir golpes a diestro y siniestro, indiscriminadamente. ¡Asesinos!, gritaban algunos, entre porrazos, patadas y empujones. ¡Hijos de puta!, ¡Cabrones! Todo sucedió muy rápido. Una joven ─pelo corto, pantalón vaquero, camiseta con una leyenda (Stop. Piensa), no tendría ni veinte años─ sacó el móvil e intentó grabar la intervención policial. Un policía, de un manotazo, le tiró el teléfono al suelo, ella también cayó. Rompió a llorar. Su compañero, o un chico que había a su lado, se encaró con el madero, le exigió que se identificase (no llevaba placa de identificación). Por respuesta, recibió un porrazo en el estómago. Se retorcía de dolor y el policía continuaba golpeándole.
Empujé al policía, que no llegó a caerse porque le sujetaron sus compañeros de camada. Sentí de repente un golpe en la espalada, a la altura de los riñones. Yo sí me caí. Traté de levantarme y otro me dio una patada. Volví a caerme. Dos me cogieron por los hombros, me arrastraron ─no podía ponerme de pie (bueno sí, pero no me dejaban)─ y me lanzaron al interior de un furgón como el que arroja un saco de patatas. El furgón estaba casi lleno, jóvenes la mayoría. Vi gente ensangrentada. Enseguida tiraron a dos más dentro y cerraron las puertas. ¡Blam!
Manuel Cerdà: El viaje (2014).