
Fotograma de la película “Un amour de jeunesse” (2011).
Carolina pasaba el verano en casa de los padres de una de nuestras amigas, Elena, parientes lejanos creo recordar. Fue su primer verano y el último en el pueblo, no lo había visitado antes ni volvería a hacerlo después. (…) Se presentó así, de repente, sin que nadie anunciase su llegada, acompañando a Elena un buen día, mostrando el esplendor de sus dieciocho años y convirtiéndose desde el primer momento en la envidia de las chicas y en la codicia de los chicos. Era mayor que todos nosotros, estudiaba en la universidad, llevaba siempre minifalda o ajustados vaqueros, acreciendo así sus formas de mujer.
(…)
Carolina se fijó en mí, y yo me sentí aquellos meses de julio y agosto el más afortunado del mundo al poder dar rienda suelta a la vanidad y, sobre todo, a la presunción, quedándome para mí, para futuros recuerdos, la exactitud de los hechos que mis amigos fabricaban y yo no desdecía. Así, cuando Tonín me preguntaba si la había besado yo le decía que los hombres no hablaban de esas cosas (lo había visto en las películas que proyectaban en el cine del pueblo, donde todas eran tolerada menores). Lo mismo decía, a Tonín, o a quien fuese, cuando me preguntaban sobre la función de las lenguas en nuestros besos, si bien es cierto que me moría de ganas por contar las respectivas aproximaciones de nuestros cuerpos, el de Carolina y el mío, pero no debía hacerlo, entre otras cosas porque la mayoría de las preguntas al respecto me las hicieron cuando en realidad apenas nada había sucedido todavía, nada carnal, que es lo que importaba, especialmente porque así lo había visto en aquella escuela de mimesis que es el cine.
(…)
Yo no era sino lo que con Carolina era. En realidad apenas había sucedido nada, o sí, pero representaba mucho más que unos pocos besos, que es cuanto hasta entonces había ocurrido entre nosotros, Carolina y yo, en el recoveco que había junto al Molino de la Luz, [a donde] íbamos por las tardes, Carolina y yo, a repasar los contenidos de las asignaturas que ella debía superar en septiembre.
(…)
Nos besábamos, nos tocábamos, todo iba bien. Superado el desconcierto de los primeros momentos, cuando el miedo al rechazo parece un obstáculo insalvable, abrazo y culo, y beso a continuación, o todo al mismo tiempo. En todo caso lo recuerdo así. Mi brazo derecho se posó sobre sus hombros, quedando el izquierdo libre, en disposición de explorar otras partes de su anatomía, puede que de la anatomía en general, de la que solo tenía, teníamos, nosotros, los chicos, vagas referencias, ascendiendo por debajo de su camisa y por debajo de su falda, subiendo hasta las tetas, bajando hasta el culo, escrudiñando por encima del sujetador hasta que ella misma lo desabrochó, supongo que presintiendo que era la primera vez que me veía ocupado tal menester. Luego mi mano fue a su espalda, acariciando la suave piel, aunque al estar los dos sentados no llegaba al culo que antes había tocado por encima de la falda (…). Así, mi mano tuvo que ir por otro camino, los muslos, más por la parte exterior que interior, terreno hasta entonces desconocido, y cuando llegué a las braguitas apareció la confusión, no me atrevía a tocar su coño. Me fui a su culo, con suma delicadeza, creo –tal vez era miedo, creo–, acaricié el culo y me detuve en el valle situado entre sus dos nalgas, un precipicio por el que no descendí, dejando a un lado un camino que aún tardaría en descubrir y que conducía a la puerta de acceso y salida de placeres y sinsabores; lo de los placeres lo sabría más tarde, no entonces, más tarde, años, pues en aquellos momentos yo creía que solo servía para cagar o bien para introducir un termómetro, un supositorio o una lavativa.
(…)
A partir de aquí las imágenes se vuelven borrosas, sé que ¿follé?, sí de eso estoy seguro, sé que mi pene se introdujo en su vagina, pero poco más. Ni siquiera recuerdo cuando me corrí, y mucho menos el momento del orgasmo. Debió haberlo, supongo que por parte de los dos.
Marchó Carolina al día siguiente. No la volví a ver, aunque en mi ánimo, después de que nuestros cuerpos se conocieran en el recoveco situado a escasos metros del Molino de la Luz, estaba unirme a Carolina a perpetuidad, lo que no pudo ser; tenía novio, en su ciudad.
Manuel Cerdà: El viaje (2014).