Quo Vadis, America?

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Un joven de 17 años es atacado por un perro policía en Birmingham (Alabama, Estados Unidos) por desafiar la ordenanza que prohibía las concentraciones de negros en las calles (3 de mayo de 1963).

―¿Has estado toda la noche escribiendo?

―Hasta que terminé el artículo. Empezaba a amanecer. Me quedé dormido pensando si rectificaba o no alguna cosa.

―¿Me dejas leerlo?

―¿Tú qué crees? Siempre has sido la primera persona en leer mis cosas y ya sabes cuánto valoro tu opinión. Si prácticamente eres mi editora.

Martha sonrió. Sacó el segundo folio de la máquina y se puso a leer el artículo. Se titulaba Quo Vadis, America? y era un durísimo alegato contra la pena de muerte y el sistema que la sustentaba. Entre otras cosas decía que el principal enemigo está entre nosotros y se llama intolerancia, se manifiesta diariamente en nuestra vida cotidiana y en nuestros comportamientos excluyentes y constituye el verdadero caldo de cultivo para el desarrollo de las ideologías totalitarias como el fascismo. Calificaba a Estados Unidos de país racista y lo comparaba con la Alemania nazi: en Alemania se obligaba a los judíos a llevar un distintivo amarillo que los diferenciara de los demás; a nosotros no nos hace falta con los negros, los distinguimos enseguida, y a los ‘comunistas’ los reconocemos todavía más pronto, su hedor maligno lo invade todo. Hacía igualmente un paralelismo entre los grupos perseguidos por el nazismo ─judíos, comunistas y homosexuales, principalmente─ y los colectivos objeto de persecución o marginación en su país: los que son físicamente distintos (los negros, los negros pobres sobre todo) y aquellos que no piensan como ‘se debe pensar’ (los comunistas, los supuestos comunistas y quien quiera seguir pensando por sí mismo). Las semejanzas entre el régimen nazi y la sociedad norteamericana no terminaban aquí: los nazis utilizaban la cámara de gas, nosotros también, y la silla eléctrica, afirmaba, para concluir con la siguiente frase: Hitler escribió en Mi lucha: ‘¿Quién puede negar mi derecho a exterminar a millones de eslavos, que se multiplican como insectos?’. Cámbiese ‘eslavos’ por ‘comunistas’ y la frase podría haberla pronunciado el mismo McCarthy, supongo que todavía orgulloso, como los que siguen sus ridículas y perniciosas ideas, de la inútil muerte ─asesinato─ de Julius y Ethel Rosenberg.

―¿Vas a publicarlo tal cual?

―Depende.

―¿De qué?

―De tu opinión.

―O sea, que lo vas a publicar así. Te van a llover críticas por todos lados, y no precisamente elogiosas.

―¿Qué le vamos a hacer? Ya las recibo, y otros más que yo. Haga lo que haga da lo mismo, si no es por una cosa será por otra, pero no puedo callar, querida, ni sé expresarme de otra forma.

―¿Y dónde vas publicarlo?

―Había pensado mandarlo a The Nation.

―Hazlo. Y si se le indigesta a alguien, mejor, buena señal.

Ahora el que sonrió fue Sam.

―Voy a casa de tus padres, a por los niños. ¿Me acompañas?

―Preferiría quedarme y dar los últimos retoques al artículo ahora, todavía está vivo en mi mente, no quiero distancia alguna con lo que ahora siento. Se escribe desde el sentimiento, desde el estado de ánimo, para transmitir sensaciones, no solo para ser leído.

―Nos vemos luego, pues.

Martha marchó a casa de su suegra. Sam se puso a releer el artículo. Lo hizo como un corrector, sin prestar atención a otra cosa que no fueran las faltas de ortografía o el uso inadecuado de determinadas expresiones, como si él no fuera el autor. No tachó ni modificó nada, lo metió en un sobre que cerró inmediatamente y mandó esa misma mañana del lunes a The Nation.

Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).

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