Bill no se apartaba de Sophie, que pasaba de él últimamente, desde que había entrado a formar parte de la pandilla otro joven de más edad que tenía motocicleta y al que nunca le faltaban unos francos en el bolsillo. Guapo, alto, delgado, de palabra fácil y muy osado, era conocido como El Lagartija. Llevaba siempre colgando del cuello una calavera de metal, aunque su mayor adorno, el más espectacular, era una cicatriz que, aseguraba, le habían hecho en la cárcel el mes y medio que estuvo recluido por alteración del orden público.
Pronto su presencia transformó las relaciones de los miembros de la cuadrilla. El hasta entonces “jefe”, que no quería perder su ascendencia, le retó a lo que consideraba una prueba de valentía que no todos podían superar: debía pinchar con una pequeña navaja el culo a cualquiera de las emperifolladas señoras que salían de la misa vespertina de la iglesia de Saint-Germain des Prés, en cuyo bulevar homónimo se hallaban sentados planeando cómo pasar la tarde. El joven recién llegado se limitó a sonreír, dejando entrever que el desafío era pan comido. Tranquilo, como si no fuera con él la cosa, se acercó a un par de mujeres de unos cuarenta años y pinchó a las dos en el trasero. Cuando alguno de ellos realizaba una prueba similar solía inmediatamente salir corriendo hacia donde estaban sus compañeros. No fue el caso, el joven se quedó de pie, mirando cómo las dos mujeres ponían la mano en el trasero y se asustaban al verla manchada de sangre, riendo, de cara a sus amigos que le decían que se diera prisa en huir, se acercaba un gendarme que había escuchado los gritos de las dos mujeres. Pero él esperó su llegada y le pinchó también en el culo. Aún tuvo el atrevimiento de coger la gorra del guardia. Solo entonces echó a correr hacia donde estaban sus compañeros. El policía le persiguió pero no pudo alcanzarle. Naturalmente, desde entonces su prestigio aumentó, hasta el punto de que nada se hacía sin su consejo o aprobación. Las chicas empezaron a mirarle con otros ojos y ninguna decía que no a dar una vuelta con él en su moto, Sophie entre ellas. Todas se rendían a su carisma, pero El Lagartija parecía sentir cierta predilección por Sophie, para contrariedad de Bill, que se la tenía jurada. Por si faltara poco, esa misma tarde había quedado en evidencia en una discusión sobre lo explotados que se sentían en el trabajo. Uno de ellos comentaba que había empezado a trabajar en una ferretería y solo le habían pagado ocho francos.
―Una buena mierda. Dicen que has de aprender, que luego ya te pagarán más. Si la entrada al Golf-Drouot ya cuesta tres francos.
―Dos buenas mierdas te pagarán luego ─soltó El Lagartija para regocijo de todos.
―Y encima nos llaman holgazanes. Holgazanes por no aceptar los trabajos de mierda que nos ofrecen en su provecho. ¡Que les den! Curros de mierda, salarios de mierda, pues mierda para ellos. Haz esto, haz lo otro, y luego, ¡toma!, mierda.
―Y encima aguanta a los viejos. Mi padre me pide que le entregue lo que he ganado todos los sábados.
―¿Y se lo das?
―Los cojones le voy a dar. Se lo bebe. Le doy unos francos. ¿No tienes más? No, le digo, no tengo más. Él insiste. ¿No me mientes?
―Eso te pasa por capullo ─sentenció El Lagartija─. Yo nunca miento a mis padres. Simplemente no hablamos. Un día mi madre me dijo: o trabajas o te vas, nosotros no podemos mantenerte. Me fui de casa.
―¿Y dónde vives?
―Aquí y allá. Ahora ocupo con otros, en Ivry-sur-Seine, una caseta abandonada de la fábrica de cervezas que cerraron el año pasado. Trabajo cuando necesito pasta. Si es poca cosa lo que me hace falta trabajo en cualquier sitio. Si necesito una cantidad mayor busco que me contraten un mes o dos en mi oficio, soy fontanero. Pero un trabajo fijo, a la orden de un cabrón que me controle, ni de coña pienso tenerlo.
Las opiniones y ocurrencias de El Lagartija eran seguidas por los miembros de la pandilla con veneración y, por supuesto, celebradas por todos. El joven proseguía con sus “proezas” y “máximas” entre la complaciente complicidad de la docena de amigos y amigas y el mosqueo de Bill.
―Pues la moto te habrá costado una buena pasta. Para trabajar tan poco tienes muchas cosas. No seas fantasma, habrás tenido que tragar más mierda de la que dices ─largó Bill, harto de lo que consideraba simples fanfarronadas del nuevo adalid de la pandilla, al que no soportaba.
―Mira quién fue a hablar. El estudiante que vive de los papás ─entonces sí se escucharon algunas risas─. Tú eres bobo, chaval. Mira ─y le mostró una navaja que llevaba en la cazadora al tiempo que se quitaba el cinturón y lo blandía como una cadena─. ¿Ves? Con esto también se consiguen cosas. Llevar algo así encima, aunque no lo uses, te hace sentir más fuerte. ¿A que tú no llevas nada?
―Ni falta que me hace ─fue todo cuanto Bill alcanzó a decir tras un breve instante de silencio en que se sintió que la vergüenza le bloqueaba y sellaba su garganta.
―Di que sí, milhombres ─contraatacó su rival haciendo uso de unos reflejos que él no había mostrado tener.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).
Puede adquirir la novela en edición en papel o electrónica.
La pandilla de la que, desde hacía poco, formaba parte Bill –hijo Sam Sutherland, el protagonista principal de la novela– era una de tantas que integraban el movimiento juvenil de los blousons noirs. Estos jóvenes empezaron a ser conocidos con dicho apelativo desde que, el 27 de julio de 1959, fueron denominados así en un artículo aparecido en France Soir que daba noticia de un grave enfrentamiento juvenil acaecido en la plaza Saint-Lambert. Desde entonces el término pasó a usarse como sinónimo de gamberros, delincuentes, vándalos…
Los blousons noirs –a los que hoy calificaríamos de banda urbana– alcanzaron gran protagonismo en Francia –en París sobre todo– a finales década 1950 y principios de la de 1960, al tiempo que surgían otros movimientos como los mods y los rockers en Gran Bretaña y Estados Unidos. La afirmación de una identidad y cultura propias se reflejaba en su provocadora y agresiva conducta hacia un mundo del que se sentían excluidos y un código de vestimenta con el que diferenciarse estéticamente: ajustados pantalones vaqueros, camisas a lunares o cuadros, camisetas tipo marinero de algodón y cuello redondo, peinado hacia atrás engominado y con un ligero tupé como el que lucían Vince Taylor o Johnny Hallyday… Dos distintivos más definitorios de los blousons eran la cazadora y la motocicleta, como James Dean o Marlon Brando en El salvaje. Su música, obviamente, era el rock and roll.
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