
Hombres vestidos de mujer en Eldorado. / Herbert Hoffmann / Ullstein Bild / Getty Images.
Situado en el cruce de las calles Motz y Kalckreuth, su entrada ocupaba todo el amplio chaflán que formaba su convergencia. Sobre ella había un gran cartel con la frase Aquí es correcto en el que a cada extremo figuraban dibujados un hombre y una mujer (o eso parecía): él peinado hacia atrás, con el cabello engominado, luciendo un fino y cuidado bigote; ella con el pelo corto y suaves facciones; sonrientes ambos, aparentemente felices. Coronaba la leyenda un descomunal abanico tras el que se asomaba una mujer con el pelo muy corto, de mirada y sonrisa pícaras y enigmáticas. ¿O acaso no se trataba de una mujer? Los asiduos, desde luego, ya sabían que no. Cerraba el diseño del llamativo reclamo, ya a la altura del segundo piso, un enorme letrero de neón con el nombre del establecimiento. Tras la puerta de acceso, el vestíbulo ─decorado al igual que el interior con procaces cuadros y dibujos alusivos al alegre y ambiguo ambiente del cabaret─ y, a continuación, una enorme sala, con un espacio al fondo para la orquesta, la barra, muchas mesas alrededor del perímetro de la sala, todas con su mantel blanco, y un gran espacio central para baile y actuaciones.

El cabaret Eldorado en 1932. / Bundesarchiv
―Aquí es donde mejor apreciaras las contradicciones de esta ciudad: honorables padres de familia de insatisfecha sexualidad, decrépitos sarasas que creen recobrar la juventud acostándose con chaperos casi adolescentes, viciosos que creen haberlo experimentado todo, pero también la mayor comprensión, la mayor tolerancia. Aquí se acepta como lógico lo que otros ven como una relación contra natura. Aunque ya casi se ha convertido en una atracción turística, Eldorado siempre será Eldorado.
En Eldorado se alternaban las sesiones de baile con los espectáculos frívolos y procaces protagonizados por travestidos cuyos números eran más celebrados cuanto más picantes resultaban. Siempre estaba lleno y gran parte de su público era heterosexual, o decía serlo; curiosos en definitiva, atraídos por aquellos hombres vestidos de mujer. Porque eran eso, hombres. ¿O no? Sam a veces se lo preguntaba, como también la legión de fisgones atraídos por la fama del establecimiento que, sin disimulo alguno, expresaban sus juicios en voz alta entre alguna que otra risotada. Lo cierto era que había travestidos a los que, si no era de cerca, se hacía difícil precisar su género. Sam, de hecho, se aproximó a alguno ─eso sí, con mucho disimulo─ para satisfacer sus dudas. Lo mismo sucedía con algunas de las parejas que bailaban. Todos iban bien vestidos. Eldorado era un lugar elegante, de moda, que contaba entre su clientela habitual a políticos, empresarios, financieros, artistas y gente del cine.
Era asimismo el lugar frecuentado regularmente por los amigos homosexuales de Helmut; algunos acudían casi a diario. Helmut invitó a Sam a sentarse con un grupo de ellos, los que habían acudido ese día, cuatro. Excepto un joven de similar edad a la de Helmut y Sam, o al ser barbilampiño eso parecía, los demás superaban de la treintena con creces. Uno de ellos iba vestido de mujer; llevaba un traje largo de noche, negro, con escote rectangular, collar de perlas de dos vueltas, los labios pintados de rojo pasión, las cejas perfectamente arregladas y el cuerpo depilado, al menos la parte de él que podía observarse: los brazos y el pecho. Una abundante capa de maquillaje disimulaba los pequeños puntos negros de una barba cuidadosamente afeitada. La abundancia de cosmético, la elegancia de su indumentaria, el refinamiento de su proceder, no enmascaraban, sin embargo, que se trataba de un travestido; todo lo contrario. Llevaba un monóculo en el ojo izquierdo, que se ponía y quitaba a discreción y que Sam ─un tanto sorprendido y algo cohibido, aunque no se le notaba─ no sabía si se trataba de un simple adorno o lo usaba por necesidad. En todo caso, en aquellos momentos el monóculo era ya cosa del pasado, un símbolo de una sociedad en franco declive.
Helmut se desenvolvía en Eldorado con una espontaneidad y un desparpajo difíciles de casar con su manera de comportarse en el Haus Vaterland. Se transformaba, era otro, y se notaba que se sentía a gusto. Resultaba evidente que tenía mucha confianza con sus amigos y se desinhibía por completo. Como cuando presentó a Sam.
―Este es mi amigo Sam, el hijo de mis jefes. Así que cuidadito con lo que hacéis, que os conozco. Aunque, bien pensado, intentad lo que queráis, el resultado será el mismo: nada. Es descaradamente heterosexual. ¡Qué lástima!, ¿no?
Sam enrojeció. Naturalmente, los demás rieron la ocurrencia, pero se apresuraron a alejar su vergüenza con frases amables y sirviéndole inmediatamente una copa. En el escenario un joven de aspecto aniñado, vestido con un escueto corsé, se movía con gran sensualidad al son de Das ist Berlin, cantando a la ciudad que se levantó de los escombros cual ave fénix, la ciudad de la que no se puede prescindir, eternamente joven y llena de magia, como decía su letra. ¿De verdad no es una mujer?, se preguntaban los espectadores que lo veían por primera vez. También Sam dudaba, y como él muchos de los habituales, que se resistían a sentirse atraídos por un hombre.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2016/10/05/en-eldorado-berlin-1929/