
Prisioneros del campo de concentración de Miranda de Ebro (invierno de 1937).
Llegaron en un par de automóviles seis hombres, a los que acompañaban tres mujeres, con sus camisas azules recién planchadas sobre cuyo lado izquierdo llevaban bordados el yugo y las flechas y con la boina roja de los carlistas. Algunos completaban el aderezo con correajes y botas de montar. Ellas también vestían camisa azul, una también boina roja, coquetamente ladeada hacia la izquierda.
Mandaron a unos confinados que quitaran las maderas de las letrinas y colocaran encima de la zanja un poste, de parte a parte. A continuación lo untaron con jabón. En un extremo dispusieron un palo y en su parte superior pusieron una gran morcilla de Burgos. Mientras, en un camión llegaron unos músicos, que se situaron detrás de los falangistas y sus acompañantes, instalados en una especie de palco que habían montado a una distancia prudencial para evitar el olor nauseabundo que salía de la zanja. Una vez todo listo, con los músicos interpretando un pasodoble, uno de ellos, megáfono en mano, anunció que iba a empezar el “concurso”. ¿Concurso? Sam se acercó a un corrillo de compañeros de barracón, todos extranjeros. Tampoco sabían en qué consistía el concurso que aquel tipo de fino bigote y pelo engominado peinado hacia atrás, caricatura del prototipo falangista, anunciaba, aunque se temían lo peor vista la escenografía. Un español que ya llevaba tiempo internado y conocía la perversa forma con que aquellos sujetos se divertían, les corroboró que iban a asistir a un grotesco espectáculo.
―Claro que no hay espectáculo sin actores ─añadió─. Lamentablemente demasiados se prestan. El hambre es muy mala consejera. A ver quién es el desgraciado que aguanta el hambre o tiene suficiente dignidad para no intentar coger los distintos alimentos que van colgando.
Se formó una cola ─otra más─ en el extremo contrario al palo del que pendía la morcilla. Uno a uno, los hombres trataban de cruzar la zanja sobre el poste enjabonado. Lógicamente había quien resbalaba y caía en las letrinas. Seguían estruendosas carcajadas, gritos de ánimo para el próximo intento, burlas y chanzas de todo tipo, no solo por parte de los organizadores, también de muchos “espectadores”. Uno por fin se hizo con la morcilla. Le hincó el diente nada más descolgarla. Los falangistas aplaudían entusiastas; ellas se mostraban más recatadas y trataban de ahogar la risa tapándose la boca con el pañuelo con que se cubrían la nariz cuando alguien caía en la zanja y esparcía el olor de los excrementos al aplastarlos con su cuerpo. Luego colocaron un pan, blanco, de harina de trigo, simple recuerdo para muchos, a saber cuánto tiempo hacía que no habían visto un pan como ese. Más intentos. Unos frustrados ─abucheos─, otros fructíferos: aplausos. Risas en todos los casos. Así estuvieron hasta que se agotaron el suministro que llevaban consigo. Marcharon de allí al son de otro pasodoble.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2016/11/14/en-el-campo-de-miranda-de-ebro/
Impresionante este relato, crudamente real, de aquella época. Ojalá lo conocieran todos los jóvenes para evitar repetirlo.
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Mi padre estuvo confinado en Miranda del Ebro, aunque esto en concreto no. Me basé en un testimonio que recoge Ronald Fraser en su excelente libro «Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española».
Lamento contestar tan tarde, pero el trasiego de la mudanza de las entradas de un blog a otro me ha impedido responder hasta ahora.
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