
“Krieg und leichen” / Fotomontaje de John Heartfield publicado en la revista AIZ, núm. 18, 24 de abril de 1932.
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Para ir desde su despacho al de Otto Wulff, en la sede de Mirliton, Helmut atravesaba un largo pasillo que daba a un amplio recibidor, donde estaba su secretaria. Quería consultar con Wulff un par de dudas. Al final del pasillo vio un hombre que se dirigía a la mesa de esta. Fue un instante, lo que el individuo pudo tardar en cruzar los dos metros de anchura del corredor, pero aún le sobró tiempo para reconocerlo. Solo le vio pasar, de perfil. Suficiente. Imposible olvidar aquella larga y afilada nariz y aquel mentón prominente. Se quedó en el pasillo, quieto, donde estaba ni la secretaria de Wulff ni el recién llegado podían verle. Claro que él tampoco les veía, pero no importaba, les oía. Era su voz. Aunque dijo a la mujer que se llamaba Gregor Zimmermann no había duda. Naturalmente que era su voz. Nunca había dejado de oírla aunque no supiera nada de su emisor desde 1944. Era Kurt von Lewinski, el directivo de IG Farben gracias al cual evitó un problema con la Kripo hacía más de diez años, cuando él y Sam tuvieron el incidente con un par de camisas pardas. No sospechaba entonces que unos años después volvería a encontrarse con él en Mauthausen, como “invitado” del comandante del campo, Franz Ziereis, con quien debía unirle una buena amistad a tenor de las “fiestas” que le organizaba. Von Lewinski parecía tener gran ascendencia entre los oficiales de mayor rango.
(…)
Zimmermann había dicho que se llamaba. Era evidente que utilizaba un nombre falso. La secretaria de Wulff dijo a Lewinski al cabo de poco que podía pasar. Este respondió con un simple “gracias”, arrastrando la erre como hacía siempre. Helmut seguía en el mismo sitio, paralizado, nervioso. No sabía qué hacer. Dio media vuelta y abandonó el edificio, ni siquiera cerró su despacho. Caminó sin dirección, turbado. Había hecho un día raro, igual llovía que lucía un sol radiante. La tarde, sin embargo, ya en su cénit, se había beneficiado de luz diáfana que deja la lluvia cuando limpia la atmósfera. El tiempo era tan apacible que le molestó. La gente parecía confiada, incluso alegre. Paseaba desenfadadamente. ¡Ignorantes! No os dais cuenta del peligro. Siguen ahí. En su cabeza retumbaba la voz de Lewinski. No escuchaba nada más que la voz de Lewinski, no veía otra cosa que soldados de las SS. Se cruzó con una mujer que paseaba un perro, tropezó con la correa y el animal se puso a ladrar. Era un foxhound, pero Helmut veía un fiero pastor alemán como los del campo de concentración. Comenzó a gritar, histérico. Todos le miraban, incluso el perro, que había dejado de ladrar. No pasa nada, me dan fobia los perros, perdonen, dijo nada más darse cuenta de que estaba junto a Bryant Park, en la Sexta Avenida. Se sentó en uno de sus bancos.
Consiguió serenarse, pero sentía miedo. Era absurdo, ya no podían hacerle nada, todo aquello había pasado, pensaba, pero seguía atemorizado y cualquier cosa le sobresaltaba. Pasó ante él un joven llevando un estuche de cello y comenzó a sofocarse, le costaba respirar, un sudor frío le empapaba. Intentaba valerse de nuevo de la razón, pero esta no le escuchaba, la música sonaba demasiado fuerte. ¡Cuánto tiempo sin oír Plegaria! ¡Cuántas veces había interpretado Plegaria en Mauthausen! Lo tocaba con los demás miembros de la orquesta cuando llegaban los trenes repletos de judíos. Lo último que esperaban era ser recibidos con música. Nada malo nos puede suceder, pensaban. Y confiados avanzaban hacia la cámara de gas creyendo que iban a las duchas para ser desinfectados. Les sonreían, les saludaban. Ellos sabían dónde iban, pero no podían decir nada. Un día uno de los músicos reconoció entre aquella pobre gente a una mujer de su pueblo. Lloraba desconsoladamente porque a sus dos hijos les habían hecho formar en otra fila, gritaba que se los devolvieran, desconocedora de que si así lo hacían seguirían con ella pero solo hasta la cámara de gas. El músico, mediante gestos, le hizo comprender lo que sucedía, pero con tan mala suerte que un SS se dio cuenta. Entonces apartó a la mujer de la fila y la puso aparte con sus hijos. Nada más sus compañeros marcharon a la cámara de gas llamó al músico, hizo que se arrodillara y delante de ella y los niños le descerrajó la cabeza de un tiro. Después se llevó a la mujer y a sus hijos hacia el crematorio. Ellos continuaban tocando Plegaria. Como alguien se detuviera ya sabía que era su fin.
Manuel Cerdà: Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird) (2016).